Con veracidad e inocencia, Edith Wharton


Había nacido en el seno de una familia adinerada, hecho que en su época le facilitó alcanzar una muy buena educación. A ello habría que sumar la experiencia de la cotidiana convivencia con su clase social, que le proporcionaría las esenciales características con las que bordaba a todos sus personajes, que alimentarían las tramas de sus más conocidas obras de ficción.

La escritora estadounidense (Nueva York, 1862 – 1937, Saint Brice sous Forêt, Francia) tuvo una extensa carrera literaria en la que produjo en géneros como la novela, donde destacan El valle de la decisión, La casa de la alegría, y La edad de la inocencia, de la que el director Martin Scorsese hizo en el año 1993 una lograda versión cinematográfica. Escribió también relatos breves, entre los que sobresalen sus Cuentos de fantasmas; además de poemarios, libros de viajes, e incluso hasta publicaciones de decoración.

Tenía la convicción que a la alta aristocracia neoyorkina la formaban seres ignorantes y cortos de miras. Más allá de ello, supo cimentar un estilo basado en un sólida ambientación de la tramas y también, en los abundantes retratos psicológicos de los actores de sus relatos; todo ello condimentado con una inmensa dosis de ironía, con la que no dudaba en desplumar a su propia sociedad de pertenencia.

Luego de muchos periplos (hizo más de 60 cruces del Atlántico), decidió establecerse definitivamente en una pequeña localidad del Mediterráneo francés; donde era usual que recibiera la visita de innumerables amigos y escritores, como Francis Scott Fitzgerald, Henry James, Jean Cocteau o el mismo Ernest Heminway. Allí también cimentó sus mejores trabajos literarios que le sirvieron para ser reconocida con el Premio Pulitzer de Ficción, además de ser nombrada  miembro de la Academia Americana de las Artes y las Letras.

No dudó en volcarse en colaborar con distintas organizaciones de ayuda y beneficencia de su país de adopción, Cruz Roja y otras, hecho que, al extenderse a lo largo de los años, le valió el reconocimiento al mérito cuando el gobierno galo la condecoró con la Cruz de la Legión de Honor. 

El pasaje siguiente da comienzo a su obra más difundida, La edad de la inocencia; con una puesta en escena donde, con puntillosa descripción, pone en situación al lector más desapercibido:

“Era una tarde de enero de comienzos de los años setenta. Christine Nilsson cantaba Fausto en el teatro de la Academia de Música de Nueva York.

Aunque ya había rumores acerca de la construcción —a distancias metropolitanas bastante remotas, «más allá de la calle Cuarenta»— de un nuevo Teatro de la Opera que competiría en suntuosidad y esplendor con los de las grandes capitales europeas, al público elegante aún le bastaba con llenar todos los inviernos los raídos palcos color rojo y dorado de la vieja y acogedora Academia. Los más tradicionales le tenían cariño precisamente por ser pequeña e incómoda, lo que alejaba a los «nuevos ricos» a quienes Nueva York empezaba a temer, aunque, al mismo tiempo, le simpatizaban. Por su parte, los sentimentales se aferraban a la Academia por sus reminiscencias históricas, y a su vez los melómanos la adoraban por su excelente acústica, una cualidad tan problemática en salas construidas para escuchar música.

Madame Nilsson debutaba allí ese invierno, y lo que la prensa acostumbraba a llamar «un público excepcionalmente conocedor» había acudido a escucharla, atravesando las calles resbaladizas y llenas de nieve en berlinas particulares, espaciosos landós familiares, o en el humilde pero práctico coupé Brown. Ir a la ópera en este último vehículo era casi tan decoroso como hacerlo en carruaje propio; y retirarse de igual manera tenía la inmensa ventaja de permitir (con una alusión jocosa a los principios democráticos) trepar en el primer transporte Brown de la fila, en vez de esperar hasta que apareciera la nariz congelada por el frío y congestionada por el alcohol del cochero particular reluciendo bajo el pórtico del Teatro. Una de las mejores intuiciones del cochero de alquiler fue descubrir que los norteamericanos desean alejarse de sus diversiones aún con mayor prontitud que llegar a ellas.

Cuando Newland Archer abrió la puerta del palco del club, recién subía la cortina en la escena del jardín. No había ningún motivo para que el joven llegara tarde, pues cenó a las siete, solo con su madre y su hermana, y después se quedó un rato fumando un cigarro en la biblioteca gótica con estanterías barnizadas en nogal negro y sillas coronadas de florones, que era la única habitación de la casa donde Mrs. Archer permitía que se fumara. Pero, en primer lugar, Nueva York era una metrópolis perfectamente consciente de que en las grandes capitales no era «bien visto» llegar temprano a la ópera; y lo que era o no era «bien visto» jugaba un rol tan importante en la Nueva York de Newland Archer como los inescrutables y ancestrales seres terroríficos que habían dominado el destino de sus antepasados miles de años atrás.

La segunda razón de su atraso fue de carácter personal. Se le pasó el tiempo fumando su cigarro porque en el fondo era un gozador, y pensar en un placer futuro le daba una satisfacción más sutil que su realización, en especial cuando se trataba de un placer delicado, como lo eran la mayoría de sus placeres. En esta oportunidad el momento que anhelaba era de tan excepcional y exquisita calidad que incluso si hubiera cronometrado su llegada con el director de escena no podría haber entrado en el teatro en un momento más culminante que cuando la prima donna comenzaba a cantar: «Me quiere, no me quiere, ¡me quiere!», dejando caer los pétalos de una margarita entre notas tan diáfanas como el rocío.

Ella decía, por supuesto «¡Mama!» y no «me quiere», ya que una ley inalterable e incuestionable del mundo de la música ordenaba que el texto alemán de las óperas francesas, cantadas por artistas suecas, debía traducirse al italiano para mejor comprensión del público anglo—parlante. Esto le parecía muy natural a Newland Archer, igual que todas las demás convenciones que moldeaban su vida, como tener que usar dos escobillas con mango de plata y su monograma esmaltado en azul para hacer la raya de su cabello, y la de jamás aparecer en sociedad sin una flor en el ojal (de preferencia una gardenia).

«Mama… non mama…» cantaba la prima donna, y «¡Mama!» con un estallido final de amor triunfante, en tanto apretaba en sus labios la deshojada margarita y levantaba sus ojos hacia el sofisticado semblante del pequeño y moreno Fausto-Capoul, que trataba en vano, enfundado en su estrecha casaca de terciopelo púrpura y con su sombrero emplumado, de parecer tan puro y verdadero como su ingenua víctima.

Newland Archer, apoyado contra la pared del fondo de su palco, quitó sus ojos del escenario y examinó el otro lado del teatro. Justo frente a él estaba el palco de la anciana Mrs. Manson Mingott, cuya monstruosa obesidad la imposibilitaba, desde hacía tiempo, de asistir a la ópera, pero que en las noches de gala estaba siempre representada por los miembros más jóvenes de la familia. En esa ocasión, el palco estaba ocupado, en primer lugar, por su nuera, Mrs. Lovell Mingott, y su hija, Mrs. Welland; detrás, y un tanto retirada de aquellas matronas vestidas de brocado, se sentaba una joven con traje blanco, que miraba extasiada a los amantes del escenario. Cuando el «¡mama!» de Madame Nilsson hizo vibrar el teatro silencioso (en los palcos siempre se dejaba de hablar durante el aria de la margarita), un cálido color rosa tiñó las mejillas de la joven, que se ruborizó hasta las raíces de sus rubias trenzas; el rubor se extendió por la juvenil curva de su pecho hasta donde se juntaba con un sencillo escote de tul adornado con una sola gardenia. Bajó los ojos hacia el inmenso ramo de lirios silvestres que tenía en su regazo, y Newland Archer vio que las yemas de sus dedos, cubiertos por blancos guantes, tocaban suavemente las flores. Sintiendo su vanidad satisfecha, Archer suspiró y volvió los ojos al escenario.

No se había ahorrado gastos en la escenografía, que fue calificada de bellísima aun por quienes compartían con Archer su familiaridad con la Opera de París y de Viena. El primer plano, hasta las candilejas, estaba cubierto con una tela verde esmeralda. A media distancia, algunos montículos simétricos de un verde musgo de lana cercado por argollas de croquet hacía de base para arbustos que parecían naranjos y estaban salpicados de enormes rosas rosadas y rojas. Gigantescos pensamientos, muchísimo más grandes que las rosas y muy parecidos a los limpiaplumas florales que hacían las señoras de la parroquia para los clérigos elegantes, sobresalían del musgo bajo los rosales; y aquí y allá una margarita injertada en una rama de rosa florecía con la exuberancia profética de los remotos prodigios de Mr. Luther Burbank.

En medio de este jardín encantado, Madame Nilsson, vestida de cachemir blanco con incrustaciones de satín azul pálido, un pequeño bolso que colgaba de un cinturón azul y gruesas trenzas amarillas colocadas cuidadosamente a cada lado de su blusa de muselina, escuchaba con ojos bajos los apasionados galanteos de Mr. Capoul, y asumía un aire de ingenua incomprensión a sus propósitos cuando éste, con palabras o gestos, indicaba persuasivo la ventana del primer piso de la pulcra casa de ladrillo que sobresalía en forma oblicua desde el ala derecha.

«¡Qué adorable!» —pensó Newland Archer, cuya mirada había vuelto a la joven de los lirios silvestres—. «No tiene idea de qué se trata todo esto». Y contempló su absorto rostro juvenil con un estremecimiento de posesión en que se mezclaba el orgullo de su propia iniciación masculina con un tierno respeto por la infinita pureza de la joven…”

«Durante todo el día, la muchacha permanecía en la fresca penumbra de su cuarto, mordisqueando dulces y frutas, vestida únicamente con ligeras ropas estivales de seda»

Fragmento de la novela La buena tierra de Pearl S. Buck – Fotografía: Alena Darmel

Vargas Llosa y García Márquez, escritores jóvenes y amigos

Un diálogo ocurrido en Lima hace ya 55 años, entre el peruano Mario Vargas Llosa como entrevistador y el colombiano Gabriel García Márquez como su invitado, fue registrado en un libro largamente agotado. Época en la que todavía no les separaban grandes diferencias personales y el término «realismo mágico», movimiento literario al que ambos adherían con sus textos, una doctrina lejos aún de ser reconocida como tal

El 5 y el 7 de setiembre de 1967, invitados por la Universidad Nacional de Ingeniería de Lima, Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), en calidad de anfitrión, entrevistó ante un numeroso público al colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927-2014, ciudad de México). El primero de ellos venía de obtener, con apenas 31 años, el premio Rómulo Gallegos por su novela La casa verde (1966), y el segundo hacía menos de cinco meses que había publicado Cien años de soledad, que ya se estaba convirtiendo en un fenómeno de ventas en todo el continente. La propia Universidad publicó en 1968 la grabación del encuentro en un pequeño libro, Diálogo sobre la novela en América Latina, que se agotó rápidamente, y que por más de cincuenta años estuvo convertido en un objeto de culto del que solo circulaban algunas fotocopias. Con el agregado de Dos soledades en el título, aquella edición fue ampliada ahora con un prólogo del también colombiano Juan Gabriel Vásquez, con opiniones y recuerdos de algunos críticos y escritores que estuvieron presentes en el evento, un par de entrevistas a García Márquez aparecidas en la prensa de la época y algunas fotografías.

En aquel momento, pocas semanas después de haberse conocido en Caracas, unían a Vargas Llosa y a García Márquez una sincera amistad, múltiples y comunes lecturas, una manifiesta voluntad de convertirse en escritores famosos, simpatías por la Revolución cubana y una suerte de orfandad teórica que iría corrigiéndose en torno a ellos y a otros autores, conocidos luego como integrantes del boom de la literatura latinoamericana. El prologuista advierte que “en el intercambio hay como un vacío, algo que sentimos como un vacío, porque nunca, en ninguna forma, aparece la expresión que el lector espera, la expresión que flota en el ambiente pero que nadie ha descubierto todavía: realismo mágico. Sí, tal vez eso es lo que pasa con este diálogo: en ese año de 1967, el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre.”

Pero lo que podría leerse como una irónica queja de Vásquez era, en realidad, la exposición de dos miradas brillantes ante un fenómeno aún por definir: la de Vargas Llosa, más inclinada hacia lo intelectual o académico, y la de García Márquez, más cercana a un cierto coloquialismo, a una lúdica ingenuidad que sin embargo escondía el mismo capital teórico que el de su entrevistador.

Cercanías y parecidos

“¿Para qué crees que sirves tú como escritor?”, fue la primera pregunta de Vargas Llosa, a la que García Márquez respondió que desde siempre había tenido la sensación de serlo tras darse cuenta de que “no servía para nada”. Tiempo después descubrió que escribía para que sus amigos lo quisieran más, y que ese oficio era por sobre todo un acto de subversión: “no conozco ninguna buena literatura que sirva para exaltar valores establecidos”, sosteniendo de inmediato que si esa actitud se transformaba en un hecho deliberado, “desde ese momento ya el libro es malo”.

En un principio las preguntas de Vargas Llosa son breves y tratan de apuntalar las respuestas cargadas de anécdotas de García Márquez, aunque este irá favoreciendo intervenciones más extensas del peruano, como si cada tanto estuviera dispuesto a intercambiar los roles que los habían reunido. La soledad como resultado de la alienación y del conflicto entre el hombre y la naturaleza, las raíces familiares que el autor de La hojarasca va investigando en sus libros, la similitud entre algunos episodios de su pasado más o menos lejano —violencia, mudanzas, personajes que huyen, episodios inexplicables, muertes, despedidas—, los intrincados parentescos que unen a sus paisanos y que luego se reiteran en las historias que ha decidido contar, todo ello va ayudando a construir el mundo de García Márquez, tanto el personal como el narrativo. Y es fácil, cuando ambos recuerdan algunas peripecias “maravillosas, sorprendentes, inverosímiles”, ubicarse ya ante las puertas de lo “mágico” que Vázquez reclama.

La influencia y el goce que a ambos les provocan las novelas de caballería —Vargas Llosa admirador de Tirante el Blanco, García Márquez del Amadís de Gaula—, la herencia abrumadora del indigenismo —Ciro Alegría, Miguel Ángel Asturias, José María Arguedas—, hasta llegar a la figura omnipresente de William Faulkner —aunque García Márquez dice no haberlo leído antes de terminar Cien años de Soledad—, son también elementos de cercanía, partes de un lúcido debate.

Un escritor que detesto

En algunas de sus confesiones García Márquez deja discurrir dichos que muy pocos asistentes dieron por ciertos pero que de todas formas ayudarían a alimentar su propia leyenda. Afirma que había empezado a escribir Cien años… a los 16 años, que desde entonces tenía la historia completa y que ya había escrito el primer párrafo —“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…”—, aunque le faltaban elementos técnicos, de manera que debió escribir cuatro libros antes de arribar a su obra maestra.

La relación del escritor con su tierra —García Márquez ya había empezado a escribir El otoño del patriarca y para ello se instalaría en Barcelona, Cortázar vivía en París, Carlos Fuentes en Italia…— es otro de los temas claves para estos dos cosmopolitas que por lo general escribirían sobre sus países de origen. No obstante, García Márquez se empeña en aclarar que en esa búsqueda de identidad y a modo de excepción, él no ve “lo latinoamericano en Borges”. “Yo creo que es una literatura de evasión. Con Borges a mí me sucede una cosa: Borges es uno de los autores que yo más leo y que más he leído y tal vez el que menos me gusta”, dice, para revelar enseguida que se ha comprado sus Obras completas en Buenos Aires, que las carga en su maleta, que “las voy a leer todos los días, y es un escritor que detesto…”.

De aquellos tiempos, cuando todos parecían felices, surgirían luego rencillas y enemistades eternas. Exceptuando incluso algunos severos enfrentamientos privados, Vargas Llosa se alejó del proceso cubano tras los episodios del caso Padilla en 1971, en tanto García Márquez lo apoyó convirtiéndose en amigo personal de Fidel Castro. Las obras de ambos fueron fatigándose lentamente y, aún envueltos en aquella chispa irreverente que en 1967 los hizo cófrades y célebres, con seguridad debieron asumir que todas las cosas habían empezado a tener nombre y que ya no quedaba palabra alguna que no hubiera cambiado su significado.

(El texto pertenece a Hugo Fontana, y fue publicado en el diario El País de Uruguay)

Mircea Cartarescu, de lo real a lo fantástico

Procede de un país del cual no trascienden demasiadas obras de sus creadores literarios; aun así el escritor rumano (Bucarest, 1956) es reconocido como uno de los mejores prosistas contemporáneos de su generación. Mención hecha a base de un amplio registro como escritor, que abarca la novela, el cuento, el periodismo, la poesía, la crítica literaria, el ensayo, además de sus diarios personales de vivencias. 

Egresado de la Facultad de Letras de la Universidad de Bucarest, su desempeño en la ficción fue creciendo dentro de la novela al amparo de títulos como Nostalgia; Lulu; Solenoide; y la trilogía Cegador (El ala izquierda, Cuerpo y El ala derecha). Obras que completa con los relatos breves Las Bellas Extranjeras, además de textos autobiográficos como El ojo castaño de nuestro amor. Historias con las que logró cosechar galardones como el Premio de la Unión de Escritores Rumanos, el Leipzig Book Award, el premio Thomas Mann de Literatura, el Austríaco de Literatura Europea y el premio Formentor de las Letras.

Como no podía ser de otra manera, todo este reconocimiento ha hecho que sus libros trascendieran mucho más allá de las fronteras de su país para alcanzar otras latitudes, cuando sus obras comenzaron a traducirse a idiomas como el francés, alemán, inglés, español, húngaro o búlgaro, más allá de ser recomendados por el efectivo boca oreja de los lectores y las sugerencias para la elección de sus títulos de muchos libreros.

Las temáticas de las historias de Cartarescu están cargadas de originalidad cuando suelen oscilar entre la realidad y la fantasía, con tramas abigarradas y bien urdidas, a las que agrega una atrapante descripción de ambientes y una pulida conformación de sus personajes. Elementos todos que, bien compaginados, alcanzan un delicado equilibrio que solo puede producir el aumento del número de sus incondicionales adeptos.

Para apreciar en parte su narrativa el pasaje siguiente perteneciente a El Ruletista, texto estructurado como prólogo de su novela Nostalgia, publicado luego de forma individual, donde logra sintetizar las formas antes mencionadas:   

“Por arriba se oía, de vez en cuando, el traqueteo de un tranvía. Me retiraron el pañuelo de los ojos en un sótano débilmente iluminado por unas cuantas velas; allí, bajo el arco de la bóveda, habían colocado, a modo de mesa, unas barricas de arenque y, a modo de sillas, unos cajones pequeños y unos troncos gruesos de madera. Todo ello evocaba un lagar decorado para resultar más ostentosamente rústico. Esa impresión se veía acrecentada por las jarras de madera y los vasos de cerveza de unos diez o quince individuos muy animados y bien vestidos que, sentados alrededor de las barricas, bebían y hablaban entre sí mientras me contemplaban. Por el suelo de adobe pululaban unas cucarachas enormes. Algunas, medio aplastadas por un taconazo, agitaban aún las patitas o una antena. Me senté a la mesa en la que se encontraba mi amigo el pelirrojo. Ya habían hecho las apuestas y estaban anotadas en un pizarrín negro, así que deduje que por el momento tendría que contentarme por ser un mero espectador. Las sumas eran muy altas, muy por encima de lo que yo había visto apostar nunca en un juego de azar. En un momento determinado, la animación de los accionistas –iba a descubrir que así se llaman los que apuestan en ese juego- decayó, las bebidas quedaron olvidadas en jarras y vasos y en aquel ambiente ceniciento empezó a flotar poco a poco un olor agrio a alcohol y a cerveza caliente. Las miradas de los presentes en la cava se deslizaban cada vez con más frecuencia hacia la portezuela. La puerta se abrió al cabo de un rato y en la habitación entró un individuo con un aspecto muy parecido al que presentaba mi amigo de la infancia en su época de máxima decadencia. Tenía los bolsillos de la chaqueta rotos y se sujetaba los pantalones con cuerdas de embalar. De su cara, que asomaba arrugada entre unos cabellos desgreñados, solo se podía decir que era la cara de un borracho. Lo empujaba un patrón –ese es el nombre con que se conoce a los que contratan a los Ruletistas- con aspecto de camarero, que llevaba bajo el brazo una caja grasienta de madera. El borrachín se subió a un cajón de madera en el que yo no había reparado hasta entonces y allí permaneció encorvado, con el aire caricaturesco de un campeón olímpico. Los accionistas lo miraban agitados, comentando entre ellos algún aspecto del tipo del cajón. A uno lo descubrí santiguándose con discreción. Otro se roía con saña los pellejos de las uñas. Otro le gritaba algo al patrón. Pero el alboroto se cortó en seco cuando el patrón abrió la cajita. Todos estiraban el cuello, hipnotizados, hacia el pequeño objeto negro que brillaba como incrustados de diamantes. Era un revólver de seis balas, bien lubricado. El patrón se lo mostró al público con gestos lentos, casi rituales, como muestra un ilusionista las manos vacías con las que va a realizar los milagros. Pasó después la palma por el tambor del revólver para hacerlo girar; se oyó un sonido delicado, punzante como la risa de un gnomo. Depositó el revólver en el suelo y del interior de una cajita de cartón sacó un cartucho, con su camisa de cobre reluciente, y se lo tendió al accionista que tenía más cerca. Este lo examinó por todas partes atento y concentrado; asintió levemente con la cabeza, como contrariado por no haber encontrado ninguna irregularidad, y se lo pasó al siguiente. El cartucho dio la vuelta a la habitación y dejó restos de aceite en todos los dedos. Yo también lo toqué por un instante. Me esperaba, no sé por qué, que fuera frío como el hielo, o bien que quemara, pero estaba tibio. El cartucho volvió al patrón, quien, con gestos ostentosos, explícitos, lo introdujo en uno de los seis orificios del tambor. Pasó de nuevo la palma por la pieza móvil de metal que giró durante unos cuantos segundos con el mismo sonido agudo, chirriante. Finalmente, con una extraña reverencia, le tendió el arma reluciente al hombre del cajón. En medio de un silencio que te pulverizaba los huesos y en el que, lo recuerdo incluso ahora, lo único que se oía era el pulular de las cucarachas gigantes y el leve sonido de las antenas al rozarse entre sí, el hombre se llevó el revólver a la sien. Me dolían los ojos por culpa de la terrible concentración y de la luz mortecina. De pronto, la silueta del mendigo con el revólver en la sien se descompuso en unas cuantas manchas fosforescentes amarillentas y verdosas. La pintura de la pared blanca que estaba a sus espaldas adquirió un relieve enorme: era capaz de distinguir cada hendidura y cada grano de cal, engrosados como la piel de un viejo, y las marcas azuladas que dejaban en la pared. De repente, en el sótano se empezó a oler a almizcle y a sudor. El hombre del cajón, con los ojos apretados y una mueca como si mascara un sabor horrible en la boca, apretó violentamente el gatillo…”  

«En el aire flotaban partículas finas y venenosas que volaban sutiles por doquier hasta los pulmones, como motas en los rayos de sol…»

Texto de El tártaro de las doncellas de Herman Melville

Óleo Las hilanderas de Diego de Velázquez

Los últimos destellos de la Generación Beat

Su pensamiento se consolidó en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial; mientras que los planteos geopolíticos de los gobiernos estadounidenses, enmarcados en las consecuencias de la Guerra Fría, no eran cuestiones que les sedujeran. Muy por el contrario, si algo les destacaba era su espíritu opuesto a todo belicismo y también a la sociedad de consumo. A estos conceptos les sumaban el acercamiento a las filosofías orientales, la experimentación con alucinógenos, acompañados de una libertad sexual que chocaba con la moral imperante, postulados todos que luego los hippies los harían propios. Sin proponérselo, construyeron un movimiento rupturista que el tiempo colocaría en su justo punto de importancia

Allen Ginsberg, Jack Kerouac y Gregory Corso en Nueva York, en 1957

Con la muerte de Lawrence Ferlinghetti, se apagó una de las últimas voces del movimiento que empujó la contracultura en EE.UU. En plena Guerra Fría, Allen Ginsberg, Jack Kerouac, William Burroughs y compañía escribieron obras audaces y cargadas de emoción, contra la moral burguesa, la cultura de la guerra y a favor de la libertad sexual y el uso de las drogas. Su herencia traspasó generaciones y fronteras.

Antes de la medianoche fue el turno de Allen Ginsberg. Un centenar de personas se habían reunido en la Six Gallery de San Francisco el 7 de octubre de 1955. La invitación anunciaba la lectura de seis poetas, “todos nuevos y nítidos escritores”. Kenneth Rexroth, un autor consagrado, fue el maestro de ceremonias. Jack Kerouac recolectó el dinero y compró vino que repartió entre el público, de modo que el ambiente estaba animado cuando Ginsberg salió a escena. Semanas antes el poeta había completado un extenso texto titulado Aullido y lo leería públicamente por primera vez. Los versos largos y cargados de fuerza y desenfado impactaron a todos. “Nadie había escuchado algo así”, diría Lawrence Ferlinghetti.

“He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas”, leía Ginsberg. Como si se tratara de una jam session, Kerouac exclamaba junto al escenario: “¡Wow! ¡Yes!”. La voz de Ginsberg se volvía un cántico en cada verso sobre los “ángeles rebeldes” que “fueron expulsados de las academias por locos y por publicar odas obscenas en las ventanas del cráneo”. El entusiasmo contagiaba al público, y Kenneth Rexroth tenía los ojos brillantes de alegría. Aquella “fue la noche del Renacimiento Poético de San Francisco”, anotó Kerouac en Los vagabundos del dharma.

Dueño de la librería y editorial City Lights, a la mañana siguiente Ferlinghetti le escribió a Ginsberg: “”Te saludo al comienzo de una gran carrera. ¿Cuándo recibiré el manuscrito?”.

Publicado en 1956, Aullido y otros poemas fue una de las piedras fundacionales del movimiento beat. El editor fue llevado a juicio acusado de pornografía, pero quedó libre de cargos un año después, lo que le dio enorme resonancia al libro y al mismo Ferlinghetti, autor de A Coney Island of the Mind. Como si las estrellas se hubieran alineado, y después de numerosos rechazos, ese año Viking Press publicó En el camino, la novela de Jack Kerouac sobre sus viajes en las carreteras de Estados Unidos. The New York Times la saludó como un acontecimiento histórico, “una auténtica obra de arte”, la gran novela de la generación beat.

Allen Ginsberg leyendo textos entre el público

La trinidad de obras fundacionales del grupo apareció en París en 1959: El almuerzo desnudo de William Burroughs se publicó con una fajita que decía “No se venderá en EE.UU. ni en el Reino Unido”. Una revista de Chicago publicó extractos y la policía incautó los ejemplares. La primera edición americana llegó en 1962 y también fue llevada a juicio por su historia de homosexualidad, drogas y violencia. Finalmente, la corte permitió su edición por su valor “redentor”.

El espíritu de América

Burroughs, Ginsberg y Kerouac se habían conocido en Columbia en 1944, y compartían sus aspiraciones literarias y su búsqueda de experiencias vitales. Poco después conocieron a otro personaje que los cohesionaría, Neal Cassady, un joven ladrón de autos que ejercía atracción en ellos con su personalidad y sus historias callejeras. “No era en absoluto un intelectual, pero era inteligente en un sentido casi prodigioso. Aunque la cualidad que probablemente hacía de él un amigo tan preciado era sencillamente la de poseer el corazón más entrañable que yo haya encontrado jamás”, dijo el editor Gordon Lish.

Kerouac se fue a la carretera con Cassady: es el héroe tras Dean Moriarty de En el camino. A su vez, Ginsberg lo saluda en Aullido como “el Adonis de Denver”.

El nombre del movimiento nació de una visión que tuvieron Kerouac, Ginsberg y John Clellon Holmes a fines de los 40, sobre “una generación de hipsters locos e iluminados, que aparecieron de pronto y empezaron a errar por los caminos de América, graves, indiscretos, haciendo dedo, harapientos, beatíficos, hermosos, de una fea belleza”, afirmó Kerouac. Beat “quería decir derrotado y marginado pero a la vez colmado de una convicción muy intensa”.

El gran articulador del movimiento fue el poeta de Aullido. “No habría habido una generación beat sin Allen Ginsberg”, afirmó Ferlinghetti. Al grupo se sumarían poetas y escritores como Gary Snyder, Gregory Corso, Peter Orlovsky, LeRoi Jones y Michael McClure, entre otros.

“Vimos que el arte de la poesía estaba esencialmente muerto: asesinado por la guerra, por los académicos, por la negligencia, por la falta de amor y por el desinterés. Sabíamos que podíamos revivirlo”, sostuvo McClure, uno de los poetas que participó en la lectura en Six Gallery.

La sensibilidad beat, con su discurso antiburgués y antibélico, con su apertura sexual y su pulsión vitalista, cautivó a los jóvenes. “La única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas”, escribió Keroauc en su novela emblemática.

A esos ideales se sumó la exploración de la conciencia, el interés en las filosofías orientales y la búsqueda de “sustancias psicodélicas como herramientas de conocimiento, particularmente la marihuana, los hongos y el ácido lisérgico”, como dijo Ginsberg, quien visitó Chile en 1960 junto a Ferlinghetti, invitados al Encuentro de Escritores Americanos de Concepción, donde un joven Jaime Quezada los escuchó “arrobado e hipnotizado”, recuerda.

Michael McClure, Bob Dylan y Allen Ginsberg en un encuentro en 1965

“Los beats fueron la prehistoria de los hippies, sacaron a la luz todos sus temas, desde el ecologismo al pacifismo”, diría Ferlinghetti. La cultura beat atrajo a músicos, artistas y cineastas, desde Bob Dylan a Janis Joplin, Jim Morrison, Patti Smith, Larry Rivers y Dennis Hopper. Su estela de influencia alcanzó a Thomas Pynchon y Don DeLillo, a Kurt Cobain y a Roberto Bolaño. En América Latina encontraron interlocutores en Nicanor Parra, a quien visitaron en 1960 y editaron en City Lights, y Ernesto Cardenal. Traductor y admirador de Ferlinghetti, el poeta de Nicaragua “siempre recordaba que ‘la suya es una poesía libre y espontánea que satiriza la vida norteamericana contemporánea’”, recuerda Jaime Quezada.

La estela de influencia puede reconocerse en los primeros cuentos de Antonio Skármeta y en la poesía de Claudio Bertoni. Del documental a la ficción biográfica, el cine también se sintió atraído por los beat: así como David Cronenberg adaptó El almuerzo desnudo y Walter Salles filmó En el camino, James Franco y Daniel Radcliffe interpretaron a Allen Ginsberg en Kill your darlings y Aullido, respectivamente. El documental The Last Waltz de Martin Scorsese también recoge parte del ambiente de esa generación que buscó, como dijo Ginsberg, “rescatar el espíritu de América”.

(Andrés Gómez es el autor de este artículo, que fue reproducido por el diario La Tercera de Chile)

«El crecimiento de los nacionalismos y populismos se debe a una reacción contra la globalización; la gente tiene la sensación de que ha perdido el control, de que hay alguien en Pekín, en Madrid o en Bruselas que decide por ellos» ( Anne Applebaum )

Pierre Lemaitre , el comandante Verhoeven y otras historias más

El francés (París, 1951) es uno de los escritores de más éxito dentro del género policial. Y si bien logró hacerse conocer por la astucia del diminuto comandante Camille Verhoeven (1,45 metros), no dudó en abandonar el lugar de prestigio alcanzado para extenderse en la creación de historias de corte más literario.

Aunque antes de lanzarse como autor de ficción tuvo la oportunidad de estudiar psicología, ciencia a la que con habilidad echa mano para la conformación del razonamiento de sus personajes. Tal fue el caso de su primera novela policial, con el equipo de Verhoeven a la cabeza de la Brigada Criminal de la capital gala: Travail saigné, traducida al español con el título de Irene, con la que dio comienzo a una exitosa saga que se completaría con otras obras como Alex, un thriller donde se permite hacer referencias a sus escritores admirados: Marcel Proust, Roland Barthes o Boris Pasternak, para completarla luego con otras ficciones como Rosy & John o Sacrificios.

El parisino es un escritor versátil que, aún en pleno éxito, se permitió arriesgar más allá de los laureles logrados; fue cuando decidió  aparcar por un tiempo el policial y adentrarse en el drama social y antibelicista. Este fue el caso de Au revoir là haut, traducida al español como Nos vemos allá arriba, texto con el que ganó el prestigioso premio Goncourt del año 2013, y a alcanzar con ello su definitiva proyección internacional. Luego la acompañó con dos nuevos títulos: Los colores del incendio y El espejo de nuestras penas,para conformar con ellas la trilogía denominada Los hijos del desastre.

Lemaitre es un autor al que le gusta participar en el guión cuando alguna de sus historias es llevada al ámbito de la televisión o de la pantalla grande. Así lo ha hecho en las adaptaciones al cine de Alex y también con la traslación de Nos vemos allá arriba, con muy buena repercusión por la labor realizada.

El pasaje a continuación pertenece a Rosy & John, otra de las investigaciones a cargo del sagaz Verhoeven y el resto de componentes de la brigada contra el crimen:

“…Volvamos a empezar. Desde el principio.

    -Así pues, compró usted siete obuses.                                                                                                                                                                                                                                                      

    -No –explica Jean-, no los compré. Los recogí en la carretera de Souain-Perthes, en dirección a Sommepy. Y en Monthois.

   Camille Verhoeven, por encima del hombro de Jean, interroga a Basin, que asiente con un ligero movimiento de cabeza. Es en el este, explicará más tarde, en la zona de Châlons, en el Marne. Cada año, decenas de obuses de la Primera Guerra Mundial salen a la superficie; los agricultores los amontonan al final de los caminos hasta que llegan los artificieros.

   Camille se queda de piedra.

   Simplemente el tipo ha recogido obuses al borde de la carretera…

   -¿Y cómo los transportó?

   Jean se vuelve hacia Louis, en cuya mesa han depositado todo el contenido de la bolsa de deportes con la que ha llegado. Alarga el brazo y señala un manojo de recibos unidos por un clip.

   -Alquilé un coche. Ahí tiene la factura.

   Cuando Basin toma la palabra, Jean no se vuelve hacia él, permanece concentrado. Basin quiere saber cómo lo ha hecho. Recoger un obús es una cosa; hacerlo estallar, otra.

   -Con un detonador y un relé dice Jean como si fuera evidente-, no tiene ningún secreto.

   Señala un despertador digital con calendario.

   -Programé todas las bombas con eso. Tres con noventa y nueve euros en internet.

   Louis saca la factura del montón de recibos: Garnier pagó con tarjeta, con la tarjeta que está en su cartera, no hay duda, es la misma. Es la primera vez que ven a un criminal traer las facturas para demostrar que es el culpable.

   Jean muestra una caja llena de detonadores, tubos del tamaño de un cigarrillo.

   -Los robé en Technic Alpes –explica-. Es un almacén de material de obras públicas en Haute-Savoie.

   Louis lo comprueba en la red.

   -No hay más que un guardia a tiempo parcial –comenta Jean-. Fue muy fácil.

   -La empresa existe –confirma Louis desde la pantalla-, la sede está en Cluses.

   – La sede puede –dice Jean-, pero el almacén está en Sallanches.

   En la habitación todo el mundo empieza a sentirse realmente mal.

   Porque si dice la verdad sobre esa bomba de la rue Joseph-Merlin, sin duda dice la verdad sobre las demás. Los seis próximos obuses. Eso es justo lo que piensa Basin, que no para de asentir con la cabeza dirigiéndose a Camille. Para él, no hay dudas. Desde el punto de vista técnico puede haberlo llevado a cabo perfectamente.

   Basin se levanta, rodea la silla de Jean Garnier y se planta de pie, frente a él.

  -Esos obuses de la Gran Guerra, si los encuentran es porque no han explotado. Solo uno de cada cuatro está en condiciones…

   Jean frunce el ceño, preocupado. No comprende.

   -Lo que quiero decir –prosigue Basin con paciencia- es que su amenaza es real si los obuses funcionan. ¿Lo entiende?

   Basin le está hablando como un tonto a un sordomudo. No se le puede reprochar, Jean Garnier no tiene una cara que irradie inteligencia.

   Basin continúa en tono pedagógico:

   -No puede estar seguro de que los obuses vayan a explotar. Su amenaza…

   -Uno –le interrumpe Jean contando con los dedos-: el primero ha funcionado perfectamente. Dos: por esa razón hay seis, para tener en cuenta los que no van a funcionar. Y tres: si están dispuestos a correr el riesgo es cosa suya.

   Silencio.

   Basin intenta mantener la compostura.

 -¿Tiene todo lo que ha usado?

  -Los relés, los cables…, lo compré todo en Leroy Merlin –contesta Jean.

  Nadie reacciona. Poco importa, ha decidido contarlo todo, así que lo cuenta todo.

  -¡Ah, sí! En mi casa no van a encontrar ningún ordenador. Lo he tirado. Sé que pueden registrarlo incluso si se han borrado los datos…

   Y lo mismo con el teléfono fijo, hace mucho tiempo que lo dio de baja.

   A Camille le cuesta entenderlo. Necesita hablar con Basin y Louis.

   Dejan a Jean con un agente. Podrían incluso dejarlo solo, no hay peligro, en eso todo el mundo está de acuerdo.

   Salen al pasillo.

  -Joder –suelta Camille nada más cerrar la puerta-. ¿Es posible aterrorizar a una ciudad comprando despertadores en internet, relés en Leroy Merlin y recogiendo obuses en los arcenes…?”