Su vestimenta, por lo usual coronada por amplios sombreros, y un aspecto que por momentos roza lo curioso o distraído, puede llegar a desorientar al lector más desprevenido. Pero la escritora belga nacida en la nipona Kobe (1966) representa mucho más allá que la mera apariencia exterior.
De padre diplomático, desde temprana edad Amélie Nothomb abrevó de las costumbres y formas de una cultura tan disímil a la de su familia como la oriental, con la que se creció y convivió. También en diferentes periodos de su vida vivió en China, Laos, Bangladés o Myanmar, experiencias todas que le brindaron abundante material para sus posteriores trabajos literarios.
Dueña de un estilo que oscila entre lo crítico e irónico admite ser prolífica en su producción literaria, aunque luego asevera que descarta la mayoría de aquello que escribe. No obstante, publica al menos un título por año, pero bien es cierto que a posteriori no todo su producción obtiene idéntica resonancia. De entre sus obras más valoradas por los lectores se encuentran Metafísica de los tubos, Ordeno y mando o El viaje de invierno; aunque haya sido con la novela Estupor y temblores donde haya alcanzado el punto álgido de su proyección internacional. De esta última, el pasaje a continuación:
“…No todas las niponas son guapas. Pero cuando alguna decide serlo, las demás ya pueden prepararse.
Todas las bellezas emocionan, pero la belleza japonesa resulta todavía más desgarradora. En primer lugar porque esa tez de lis, esos ojos suaves, esa nariz de aletas inimitables, esos labios de contornos tan dibujados, esa complicada dulzura de los rasgos ya bastan para eclipsar los rostros más logrados. En segundo lugar, porque sus modales las estilizan y las convierten en una obra de arte que va más allá de lo racional. Y, por último —y sobre todo—, porque una belleza que ha sobrevivido a tantos corsés físicos y mentales, a tantas coacciones, abusos, absurdas prohibiciones, dogmas, asfixia, desolación, sadismo, conspiración de silencio y humillaciones, una belleza así constituye un milagro de heroísmo.
No es que la nipona sea una víctima, nada más lejos de la realidad. De todas las mujeres del planeta, la nipona no es de las que salen peor paradas. Su poder es considerable: hablo por experiencia.
No: si por algo merece ser admirada la japonesa —y merece serlo es porque no se suicida. Conspiran contra su ideal desde su más tierna infancia. Moldean su cerebro: «Si a los veinticinco años todavía no te has casado, tendrás una buena razón para sentirte avergonzada», «si sonríes perderás tu distinción», «si tu rostro expresa algún sentimiento, te convertirás en una persona vulgar», «si mencionas la existencia de un solo pelo sobre tu cuerpo, te convertirás en un ser inmundo», «si, en público, un muchacho te da un beso en la mejilla, eres una puta», «si disfrutas comiendo, eres una cerda», «si dormir te produce placer, eres una vaca», etc. Estos preceptos resultarían anecdóticos si no la emprendieran también con la mente. Porque, en resumidas cuentas, la estocada que, a través de todos estos dogmas incongruentes, se ha asestado a la nipona es que nada bueno debe esperar de la vida. No aspires a disfrutar porque tu placer te destruirá. No aspires a enamorarte porque no mereces que nadie se enamore de ti: los que te amarían te amarían por tu apariencia, nunca por lo que eres. No esperes que la vida te dé algo, porque cada año que pase te quitará algo. Ni siquiera aspires a una cosa tan sencilla como alcanzar la tranquilidad, porque no tienes ningún motivo para estar tranquila.
Aspira a trabajar. Teniendo en cuenta tu sexo, existen pocas posibilidades de que puedas labrarte una buena educación, pero aspira a servir a tu empresa. Trabajar te hará ganar dinero, el cual no te proporcionará ninguna alegría pero al que eventualmente podrás recurrir, en caso de matrimonio, por ejemplo —porque no serás tan estúpida como para creer que alguien pueda interesarse por ti únicamente por tu valor intrínseco…
Aparte de esto, puedes aspirar a llegar a vieja, lo que, no obstante, carece de interés, y a no conocer el deshonor, lo que constituye un fin en sí mismo. Aquí termina la lista de tus lícitas esperanzas.
Y aquí empieza la interminable procesión de tus estériles deberes. Deberás ser irreprochable, por la simple razón de que es lo mínimo a lo que se puede aspirar. Ser irreprochable sólo te reportará el ser irreprochable, lo que no constituye ni un orgullo ni mucho menos una fuente de placer.
Me resultaría imposible enumerar todas tus obligaciones, ya que no existe ni un minuto de tu vida que no esté regido por alguna de ellas. Por ejemplo, incluso cuando estés aislada en un retrete por la humilde necesidad de liberar tu vejiga, tendrás la obligación de vigilar que nadie pueda escuchar la melodía de tu arroyo: así pues, deberás tirar de la cadena sin cesar.
Cito este ejemplo para que comprendas lo siguiente: si incluso dominios tan íntimos e insignificantes de tu existencia están sometidos a mandamientos, piensa, con mayor razón, en la amplitud de las obligaciones que pesarán sobre los momentos más esenciales de tu vida.