Lucia Berlin y su manual de realidades

Cuando se lee la biografía de la desaparecida escritora estadounidense (1936 – 2004) se tiene la impresión que vivió apurando su vida hasta el último hálito. Como si, impulsada por el inconformismo, la quietud o el sosiego no hayan conformado nunca parte de su personalidad. La multiplicidad de lugares de residencia (Kentucky, Nueva York, Santiago de Chile, California, etc.) y de ocupaciones (limpiadora, telefonista o profesora de escritura), sumado a varios matrimonios, la crianza de cuatro hijos y su lucha por sus adicciones, nos hace sentir que más de un mortal le agradaría haber vivido tan solo una parte de sus experiencias en el doble de su tiempo terrenal.

Luego, ya insertos en la lectura, no se puede menos que agradecer el momento en que la escritora decidió poner negro sobre blanco para volcar algunas de sus vivencias y conformar sus relatos breves. Sus historias son chisporroteantes, desinhibidas, sincopadas, con una potente carga subyacente que impulsan al lector a seguir hasta el final. En su peculiar estilo se detiene por momentos en un instante para abordar una puntual secuencia en la vida de un personaje; en otros pasajes nos hace observar como fisgones por una rendija, hasta sumergirnos de manera paulatina en el centro del conflicto para convertirnos en sus observadores privilegiados, todo ello sin perder una pizca de frescura e intensidad.lucia-berlin-vos-lavoz-com-ar

Manual para mujeres de la limpieza es una recopilación de los mejores relatos cortos de la escritora y una acertada apuesta de sus editores (Alfaguara); quienes además rescatan a una autora que nunca antes había sido publicada en español. A continuación el comienzo del texto que da  nombre al volumen:

“42-PIEDMONT. Autobús lento hasta Jack London Square. Sirvientas y ancianas. Me senté al lado de una viejecita ciega que estaba leyendo en Braile; su dedo se deslizaba por la página, lento y silencios, línea tras línea. Era relajante mirarla, leer por encima de su hombro. La mujer se bajó en la calle 29, donde se han caído todas letras del cartel PRODUCTOS MACIONALES ELABORADOS POR CIEGOS, excepto CIEGOS.

La calle 29 también es mi parada, pero tengo que ir al centro a cobrar el cheque de la señora Jessel. Si vuelve a pagarme con un cheque, lo dejo. Además, nunca tiene suelto para el desplazamiento. La semana pasada hice todo el trayecto hasta el banco pagándolo de mi bolsillo, y se había olvidado de firmar el cheque.

Se olvida de todo, incluso de sus achaques. Mientras limpio el polvo los voy recogiendo y los dejo en el escritorio. 10 A. M. NÁUSEAS en un trozo de papel en la repisa de la chimenea. DIARREA en el escurridero. LAGUNAS DE MEMORIA Y MAREO encima de la cocina. Sobre todo se olvida de si tomó el fenobarbital, o de que ya me ha llamado dos veces a casa para preguntarme si lo ha hecho, dónde está su anillo de rubí, etcétera.

Me sigue de habitación en habitación, repitiendo las mismas cosas una y otra vez. Voy a acabar tan chiflada como ella. Siempre digo que no voy a volver, pero me da lástima. Soy la única persona con la cual puede hablar. Su marido es abogado, juega al golf y tiene una amante. No creo que la señora Jessel lo sepa, o que se acuerde. Las mujeres de la limpieza lo saben todo.

Y las mujeres de la limpieza roban. No las cosas por las que tanto sufre la gente para la que trabajamos. Al final es lo superfluo lo que te tienta. No queremos calderilla de los ceniceros.

A saber dónde, una señora en una partida de bridge hizo correr el rumor de que para poner a prueba la honestidad de una mujer de la limpieza hay que dejar un poco de calderilla, aquí y allá, en ceniceros de porcelana con rosas pintadas a mano. Mi solución es añadir algunos peniques, incluso una moneda de diez centavos.

En cuanto me pongo a trabajar, antes de nada compruebo dónde están los relojes, anillos, los bolsos de fiesta de lamé dorado. Luego, cuando vienen con las prisas, jadeando sofocadas, contesto tranquilamente: <Debajo de la almohada, detrás del inodoro verde sauce>. Creo que lo único que robo, de hecho, son somníferos. Los guardo para un día de lluvia.

Hoy he robado un frasco de semillas de sésamo Spice Islands. La señora Jessel apenas cocina. Cuando lo hace, prepara pollo al sésamo. La receta está pegada en la puerta del armario de las especias, por dentro. Guarda una copia en el cajón de los sellos y los cordeles, y otra en su agenda. Siempre se encarga pollo, salsa de soja y jerez, pide también un frasco de semillas de sésamo. Tiene quince frascos de semillas de sésamo. Catorce, ahora.

Me senté en el bordillo a espera el autobús. Otras tres sirvientas, negras con uniforme blanco, se quedaron de pie a mi lado. Son viejas amigas, hace años que trabajan en el Country Club Road. Al principio todas estábamos indignadas… el autobús se adelantó dos minutos y lo perdimos. Maldita sea. El conductor sabe que las sirvientas siempre están ahí, que el 42 a Piedmont pasa solo una vez cada hora.

Fumé mientras ellas comparaban el botín. Cosas que se habían llevado… laca de uñas, perfume, papel higiénico. Cosas que les habían dado… pendientes desparejados, veinte perchas, sujetadores rotos. (Consejo para mujeres de la limpieza: aceptad todo lo que la señora os dé, y decid gracias. Luego lo podéis dejar en el autobús, en el hueco del asiento.)

Para meterme en la conversación les enseñé mi frasco de semillas de sésamo. Se rieron a carcajadas.

– ¡Ay, chica! ¿Semillas de sésamo?

Me preguntaron cómo aguantaba tanto con la señora Jessel. La mayoría no repiten más de tres veces. Me preguntaron si es verdad que tiene ciento cuarenta pares de zapatos. Sí, pero lo malo es que la mayoría son idénticos.

La hora pasó volando. Hablamos de las señoras para las que trabajamos. Nos reímos, no sin un poso de amargura…”

  

 

 

La frase

«Nuestro sistema, nuestros políticos, nuestra sociedad ya no funcionan. Dentro de quince años tendremos adultos de cuarenta que llevaran otros quince años en el paro. Entonces lo echarán todo abajo y tendrán razón. Quizás yo lo combato soñando que aún puede haber carisma, soñadores bellos y felices»  ( Jöel Dicker )

La mesura y el sentido

En la antigua Grecia, sobre los frontispicios de los edificios públicos, destacaba  una inscripción: “Pan, Metron, Áriston”, palabras que traducidas se podrían acercar a un “Todo en su justa medida y con armonía”.

Hoy, en plena evolución de modernidad, aquellos tiempos en los que se pregonaba los beneficios que otorgaban los equilibrios mencionados han quedado muy lejos, siendo perceptible la sobre exposición a los medios de todo tipo a los que estamos sometidos. ¿Es necesario advertir que conocer más de una noticia o acontecimiento no es sinónimo de estar verazmente más informado? Es evidente que son muchos los que sienten esta avalancha de datos casi como si de una injerencia se tratara, de una verdadera cacofonía a los sentidos.

Por todo ello y como respuesta se ha extendido un movimiento que no pretende otra cosa que proteger esa intimidad amenazada; para recuperar al menos una parte del necesario balance personal. El siguiente artículo publicado en la edición del diario argentino Perfil, se extiende sobre esta  tendencia que va ganando adeptos en todo el mundo:

‘Fiestas silenciosas’ de lectura para desconectarse por un rato del celular

Comparten un espacio común para leer sin hablar ni mirar el teléfono. Otras modalidades.

Por Rosalía Draletti.

Fiestas Silenciosas I (Diario Perfil)

En la planta baja del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), una multitud está sentada en el piso, leyendo en silencio, cada uno con su propio libro en mano y sin celulares a la vista. También ocupan las sillas y sillones colocados a lo largo del hall. Cada tanto, alguien se levanta a servirse una copa de vino o una taza de café que se ofrecen en forma gratuita y continúa la lectura silenciosa.
Se trata de la primera Winter Reading Party que se realizó el martes en el museo y que atrajo más de 250 personas en plena noche de invierno para hacer simplemente eso: juntarse a leer y despojarse de la tecnología por un rato. Detrás, un DJ coloca música funcional. Y quienes no llevaron su libro pueden pedirlo prestado en el puesto de la librería del centro cultural La Casa del Arbol, donde se hicieron las dos primeras ediciones del evento y en el que proyectan más fechas.
La iniciativa comenzó a implementarse en Seattle, en espacios tranquilos, y pronto se extendió por el mundillo cultural y under de las ciudades de Estados Unidos y Europa. A Buenos Aires llegó de la mano de Jeb Koogler y Andrés Wind, un estadounidense y un argentino que hace dos meses fundaron Disconnect, una iniciativa con la idea de promover espacios y eventos libres de tecnología, para hacer un “balance más sano entre la vida tecnológica y el mundo real”.
Ambos consideran a ésta como la ciudad perfecta para traer el evento: “Hay una tensión entre que acá se lee mucho, y a la vez se usa muchísimo el celular. La gente viene a estos lugares para pasar un rato desconectado, enfocarse en algo y despejarse de la vida diaria”, explica Koogler.
Entre los próximos proyectos, planean coordinar encuentros de escritura también offline para sentarse a escribir, a mano, sin notebooks.

Sin ruidos. La adicción al celular y a la tecnología en la vida diaria generó varios tipos de movidas y espectáculos inspirados en el unplugged. Así es como algunos bares de la Ciudad, Córdoba y Salta proponen dejar el teléfono a un lado, haciendo descuentos especiales a quienes sigan la consigna. El artista y músico Shoni Shed armó el espectáculo Club silencio, un “recital a ojos cubiertos” que, tomando el nombre de las películas de David Lynch, propone relax, taparse los ojos, desconectarse y entregarse a los sentidos. Y para ir a bailar, las discos “silenciosas”, inspiradas en las quiet parties estadounidenses, también llegaron hace unos años al país: allí, en vez de llevar un libro propio, los asistentes eligen qué música escuchar en los auriculares inalámbricos. “Puede ser en un boliche o en una fiesta particular: la gracia es que no se escucha ese ruido que detona la cabeza, elegís a qué DJ escuchar y qué volumen le querés dar”, explica Andrés Schnayman, de la productora Pez Líquido y la marca Silent Sounds.

Una tendencia mundial

Cómodas, silenciosas y privadas: así eran las primeras Silent Reading Parties, organizadas por el editor periodístico Christopher Frizzelle en Seattle como “club de lecturas en vivo” donde cada uno llevaba su libro y leía por su cuenta. La iniciativa, nacida en 2010, se propagó rápidamente por los Estados Unidos. En Nueva York, estas fiestas se organizan desde 2014 en bares y lograron conquistar el under intelectual europeo, manteniendo siempre la consigna de apagar los celulares.
En Londres, desde el año pasado, se organizan en The Ivy House, el primer bar comunitario de la ciudad construido en 1930, y ofrecen sidra casera gratis en las lecturas. En París, es una de las nuevas ofertas de la popular Nuit Blanche, un tradicional festival en el que doce DJ pasan música por auriculares. El año pasado reunió a más de mil personas en su stand de la Gare de Nord.