La frase

«Un varón tiene que ser eficaz, triunfador, reactivo. Por eso, imaginar un personaje que no lo es, resulta estimulante desde un punto de vista literario: permite crear situaciones que son al mismo tiempo angustiosas y cómicas, con un humor más bien negro, de sonrisa incómoda y no de carcajada»       Alexandre Postel )

Javier Cercas, el corto camino de Salamina a Ibahernando

La Guerra Civil, el conflicto que desangró a España, fue un acontecimiento que dio, da y dará aún mucho material a historiadores, investigadores, y por supuesto, a escritores. Sus consecuencias directas -a pesar de que oficialmente terminó hace casi setenta y ocho años atrás- se siguen apreciando aún hoy en términos políticos; porque las heridas siguen sangrando entre muchas familias que conforman los pequeños pueblos a lo largo dela geografía peninsular; y porque el dolor del enfrentamiento entre hermanos todavía subyace latente en las células de sus habitantes.

Cercas (1962, Ibahernando, Cáceres) ha entendido estas máximas desde la  infancia, transmitido a través de sus propios orígenes familiares. Pero el tema en sí no es algo nuevo en su obra escrita, de hecho la guerra, las decisiones que de ella emergen y sus consecuencias en la vida de los hombres, han sido los temas principales con los cuales ha alimentado la mayor parte de su mundo  literario: Soldados de Salamina, Anatomía de un instante o El impostor, son pruebas fehacientes de ello.

Los textos del escritor extremeño guardan además una particularidad cuando  la mayoría de sus protagonistas son gente llana, simples desconocidos que se encontraron en una encrucijada en la que tuvieron que tomar una decisión. En su última novela, El monarca de las sombras, sostiene idéntica idea en cuanto a personajes, sólo que en esta oportunidad se decide a hurgar en la neblinosa memoria de su historia familiar tomándola como un ejemplo vívido más del enfrentamiento fratricida.

Aunque lo verdaderamente singular es la metodología con la que el novelista aborda la genética de su obra; una amalgama que oscila entre el revisionismo de sus lazos de parentesco y la escritura a corazón abierto de la propia trama. En cierta forma, nos hace partícipes de los entresijos propios de la cocción del texto, donde pareciera que la certeza de los hechos supera a la posible ficción. Verdad es que, ante lo riesgoso de la propuesta, el resultado no deja indiferente a lector alguno.

Como muestra de lo expuesto un pasaje del El monarca de las sombras:

“…Pocos meses después de la muerte de Manuel Mena, en fin, su nombre  ya casi no se mencionaba en la familia, o sólo se mencionaba cuando no quedaba otro remedio que mencionarlo, y, pocos años después de su muerte, su madre y sus hermanas destruyeron todos sus papeles, recuerdos y pertenencias.

Todos salvo una foto (o al menos es lo que siempre pensé): un retrato de guerra de Manuel Mena. Tras su funeral, la familia hizo siete copias ampliadas de él; una de ellas presidió el comedor de su madre hasta muerte; las otras se repartieron entre sus seis hermanos. Esa reliquia desasosegó vagamente los veranos de mi infancia aterida de emigrante, cuando regresaba en vacaciones al calor del pueblo, feliz de abandonar por unos meses la intemperie y la confusión del destierro y de recuperar mi estatus acogedor de vástago de una familia patricia de Ibahernando, me instalaba en casa de mis abuelos maternos y veía el retrato del muerto pendiendo de la pared sin privilegios de un vestidor donde se acumulaban baúles llenos de ropa y estanterías llenas de libros; más todavía desasosegó mi adolescencia y mi juventud, cuando murieron mis abuelos y la casa deshabitada se cerraba todo el año y ya sólo se abría cuando mis padres y mis hermanas volvían en verano mientras yo intentaba habituarme al frío de la intemperie y el desconcierto del desarraigo e intentaba emanciparme del falso calor del pueblo visitándolo lo menos posible, manteniéndome lo más alejado posible de de aquella casa y aquella familia y aquel retrato ominoso que en invierno velaba a solas en el cuarto de los baúles, aquejado por una vergüenza o una culpa inconcreta en cuyas raíces prefería no indagar, la vergüenza de mi teórica condición hereditaria de patricio del pueblo, la vergüenza de los orígenes políticos de mi familia y su actuación durante la guerra y el franquismo (para mí por lo demás desconocida o casi desconocida), la vergüenza difusa, paralela y complementaria de estar atado por un vínculo de acero a aquel villorrio menesteroso y perdido que no acababa de desaparecer. Pero sobre todo me ha desasosegado el retrato de Manuel Mena en mi madurez, cuando no he dejado de sentir vergüenza por mi orígenes y mi herencia pero en parte me he resinado a ellos, me he conformado en parte con ser quien soy y con proceder de donde provengo y con tener los vínculos que tengo, me he habituado mejor o peor al desarraigo y la intemperie y el desconcierto y he comprendido que mi condición de patricio era ilusoria y he vuelto a menudo al pueblo con mi mujer y mi hijo y mis padres (nunca o casi nunca con amigos, nunca o casi nunca con gente ajena a la familia) y he vuelto a alojarme en aquella casa que se cae a pedazos donde el retrato de Manuel Mena lleva más de setenta años acumulando polvo en silencio, convertido en el símbolo perfecto, fúnebre y violento de todos los errores y las responsabilidades y la culpa y la vergüenza y la miseria y la muerte y las derrotas y el espanto y la suciedad y las lágrimas y el sacrificio y la pasión y el deshonor de mis antepasados…”