Manuel Vázquez Montalbán, escritor, gourmet y demás

Reconocido por los lectores como uno de los grandes escritores del género negro; respetado también por sus pares por la inventiva de sus obras, el español hizo de la saga del detective Pepe Carvalho su alter ego literario. Como partícipe central de sus aventuras policiales así como de sus exquisitos gustos en la cocina.

Con una historia de vida que podría abarcar varios volúmenes de una misma biografía, el autor (Barcelona, 1939 – Bangkok, 2003), supo transitar con su inteligente pluma por el periodismo, la poesía, el cuento, el ensayo, el teatro, la crítica, además del humor. A estos géneros habría que sumar aquellos escritos que realizó en defensa de sus convicciones políticas, en este caso, como militante del histórico Partido Socialista Unificado de Cataluña, ideas por las que padeció los rigores de las cárceles franquistas.

Tuvo una producción literaria amplia, ya que a la extensa serie del inspector Carvalho con entregas en novelas como en relatos breves, se les podría agregar otros títulos como Galíndez, El estrangulador o Erec y Enide; a estos, sus compendios de poesía: Praga, Ciudad o la serie Memoria y deseo; luego sus variados ensayos: Crónica sentimental de España, Historia y comunicación social o Novela negra. Además de otras tantas obras escritas en colaboración con otros escritores, y que en conjunto le valen la reedición constante de sus obras; y que le han hecho ser merecedor entre otros del Premio Nacional de Narrativa y del Premio Europeo de Literatura.

Viajero incansable (la muerte le sorprendió en el aeropuerto de la capital tailandesa), con la curiosidad y el afán de saber, aprender y cotejar a flor de piel, no dudaba en buscar información en las mismas fuentes por lejanas que fueran. Eran memorables sus tertulias de sobremesa con otros autores luego de haber degustado alguna que otra exquisitez culinaria, oficio el de los fogones del que el catalán era todo un experto.

El pasaje a continuación pertenece a la antología de cuentos Pigmalión y otros relatos, donde con en un estilo abigarrado y por momentos con cierta carga de ironía despliega una trama plena de significado. En una historia con una arista romántica, tal vez de los géneros menos transitados dentro de sus textos. De Pigmalión el pasaje a continuación:

   “…Cruzamos la mirada cuando, en la puerta de la perfumería, flirteé brevemente con el niño agradecido y sonriente por la dedicación del forastero que trataba de ponerse a su estatura. También ella me agradeció la dedicación enseñándome unos dientes excesivamente separados e instó al niño para que correspondiese a mi saludo, lo que el pequeño hizo recurriendo a sus gracias de más seguro éxito. De reojo comprobé que ella me miraba con esa curiosidad de joven casada de barrio pequeño burgués, nuevo y uniformado, donde el otro siempre es una sorpresa cuando se aproxima a menos de medio metro de distancia.

   -Es muy vivo este niño.

   -Para lo que le conviene- dijo, pero sonreía.

   Entablé conversación y la proseguí caminando junto a ellos, sin asumir la sorpresa contenida con la que me miraba y los reojos cautos que repartía a derecha e izquierda. Para huir del marco peligroso para una situación que no le desagradaba, encaminó sus pasos hacia el parque, menos recelosa a medida que nos alejábamos del territorio de su estricta cotidianeidad. El niño la abandonó en cuanto divisó la silueta de un tobogán rojigualdo. Fue vano el vuelo de la madre para atraparlo, retenerlo como un punto de referencia o de apoyo moral. El niño nos dejó solos sobre nuestras piernas y no tuvimos otro remedio que ceder al recurso del banco de parque atardecido, donde nos dejamos caer con púdica distancia, fugitiva una sonrisa entre su nariz y su boca, tan relajado yo de cuerpo como tenso de alma.

   No dio para mucho el tema del descuido del parque, ni el de sus peculiaridades de un niño excesivamente contemplado en su condición de nieto primogénito de cuatro abuelos. Fue fácil pasar al tema de un cierto hastío por la rutina de la vida y ella tenía ganas de decirme que estaba cansada de recorrer tiendas con un niño colgado del brazo y de su aburrimiento.

   -Me gustaría trabajar en algo.

   O terminar de estudiar, añadió, mientras me observaba para comprobar el efecto que me provocaba su pasado cultural. Mi grata sorpresa propició el que me contara que casi había terminado el bachillerato entre desidias que sus padres aprovecharon para inducirla al oficio del matrimonio. Su marido era aparejador por las mañanas y por las tardes trataba de montar una urbanización por su cuenta y riesgo en una finca patrimonial  milagrosamente cercana a la ciudad. Ella rezumaba esa prosperidad menor de joven matrimonio burgués compuesto por una mujer con cierta educación, vigilante de la propia dieta y saunadicta y por un hombre trabajador, de su casa al trabajo, del trabajo a casa, honrado, prudentemente emprendedor que antes de los cuarenta años ya ha conseguido poseer un chalet con piscina de cinco por diez metros y hace un viaje cada año al extranjero para ver porno en Copenhague o Disneylandia en Los Ángeles. Cuando le dije que yo daba clases en la universidad y que estaba escribiendo una edición crítica del pensamiento económico de Flores de Lemus, advertí que ante sus ojos aparecía el filtro purpúreo de la valoración intelectual y que se descomponía de su penúltima resistencia ante el extraño infiltrado en su tarde de primavera. El niño liberado y excitado se había convertido en nuestro mejor cómplice. Le propuse ayudarla a recuperar el correcto camino cultural perdido y ella me ofreció en bandeja la relación entre educación y erotismo.

   -Si mi marido se entera de que vuelvo a estudiar… Odia a las mujeres sabihondas.

   -¿Es muy reaccionario?

   -¿Quiere decir muy revolucionario?

   -No. Pregunto si es muy conservador.

   -Él dice que no.

   Miraba ella una piedrecita gris e inmotivada a la que no llegaba la punta de su pie. Buscaba las palabras justas para ejecutar a su marido sin perder el decoro...«

«Cuando ella reía me veía de pronto envuelto en su risa y formaba parte de ella, hasta que sus dientes no eran más que fortuitas estrellas con talento para la instrucción de ejercicios. Fui arrastrado por breves jadeos, inhalados en cada recuperación instantánea, perdido finalmente en las oscuras cavernas de su garganta, golpeado por las ondas de invisibles músculos…»

Texto: Histeria, del poemario La Tierra Baldía (T.S. Eliot) – Fotografía: Pexels

Los autores más leídos del mundo

Una plataforma de educación estadounidense llevó a cabo un estudio para determinar qué libros de la literatura universal son los más transcriptos a otras lenguas. Aunque ciertas omisiones permiten levantar sospechas sobre el resultado

Paulo Coelho. El brasileño figura como el más traducido del portugués: 80 lenguas. 

La plataforma de educación en línea Preply generó una serie de ilustraciones geográficas bajo el título “Libros más traducidos por país”. Esta “investigación” apela a ciertos parámetros en sus fundamentos estadísticos. Se trata de información en línea de “fuentes confiables” como WorldCat.org (indexación a bibliotecas) y otras de tono menos formal. La base de información refiere a libros traducidos a más de cinco idiomas excluyendo obras religiosas. El resultado es la división continental, con algunos autores que aparecen, o se omiten, de manera llamativa. Proponemos un pequeño acercamiento a este “saber” y al supuesto rol educativo que invoca, lo que pone en cuestión su criterio al respecto.

Más allá de que América del Sur comienza al límite con Panamá (y la del Norte incluye todo el Caribe y Centroamérica), así nuestro “continente” sureño muestra como libro más traducido, del portugués El alquimista de Paulo Coelho (80 lenguas); seguido por Cien años de soledad (García Márquez, 49), 2666 (Bolaño, 28), El Aleph (Borges, 25), Doña Bárbara (Gallegos, 22), La casa verde (Vargas Llosa, 19) y Las venas abiertas de América Latina (Galeano, 12). El ingreso de Bolaño por Neruda parece ser más fruto de la cancelación de este último a raíz de documentos que describen el desprecio por su hija, que padecía hidrocefalia, a quien abandonó junto a la madre en Europa; porque los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, del Nobel de literatura chileno, se tradujo en casi todo el planeta. Respecto a Coelho, según la Unesco existen 88 lenguas con más de 10 millones de hablantes, lo que permite dudar de su difusión en malabar, cebuano o chino jin, por ejemplo, así como en otras treinta lenguas.

En América del Norte (con extensión geográfica incorrecta), aparece un libro que llama la atención sobre el origen ideológico de la plataforma Preply y que se adjudica a Estados Unidos, una obra de autoayuda: El camino a la felicidad, de L. Ron Hubbard, fundador de la Cienciología, traducido a ¡112 lenguas! ¿Qué pasó con los libros de Poe y Dickens? ¿Y Moby Dick? La cosa se pone peor cuando llegamos a Europa, zona de Shakespeare, que ni figura en favor de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll (175 lenguas). Pero esta verdad ilustrada, especie de guía para la lectura desde el saber digital, revela que El principito, de Saint-Exupéry, se tradujo a tantas lenguas que podemos sospechar algunas que carecen de escritura: 382. Lo mismo ocurre con Italia, donde Las aventuras de Pinocho llega a 300 lenguas, y se omite La Divina Comedia de Dante, que inventó el italiano. El dato inquietante: en la Tierra existen 194 países soberanos reconocidos por la ONU. 

Pero en Europa ocurren otros desfasajes llamativos. Por Polonia: Quo vadis?, de Henryk Sienkiewicz, en demérito del Corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Ya en la hoy República Checa, El buen soldado Švejk, de Jaroslav Hašek, ignorando la universalidad de La metamorfosis de Franz Kafka (ambos escritores muertos por tuberculosis). Sí, Conrad escribía en inglés y Kafka en alemán, de la misma forma que a Carlos Fuentes lo incluyeron en el mapa como escritor panameño, cuando su impronta lingüística fue mexicana. Sin sutilezas, en Grecia no se remite a Homero. O, ya sin prurito alguno, en el mapa de Asia se refiere a la literatura vietnamita bajo Diario de prisión, poemario de Ho Chi Minh. En China, con traducción a 14 lenguas, refiere a La verídica historia de A Q, de Lu Xun, y no a El arte de la guerra, de Sun Tzu (lectura obligatoria en las academias militares) o al Libro Rojo de Mao, poemario no menos mortuorio que el del tío Ho. Tal vez estas obras fundaron otro tipo de religión que resulta competencia tan pragmática como agnóstica, valorando una praxis autoritaria por encima de cualquier líder o destino.

Esta biblioteca gráfica, Babel en ruinas e inundada por la confusión, ante millones de nuevos lectores jóvenes del difuso universo cultural con acceso a la web, fomenta un malentendido no ausente de intención prosaica: la negación de la historia, en este caso de la literatura.

(Omar Genovese es el autor de este texto, reproducido en el diario Perfil de Argentina)