Escritoras + reconocimientos

Es una verdad contrastada, la historia nos demuestra que las mujeres no han sido de las más galardonadas con premios literarios. Si nos atenemos al lauro de mayor renombre mundial, el Nobel, desde su primera entrega en el año 1901 han tenido el honor de recibirlo un total de trece féminas: Selma Lagerlöf (1909); Grazia Deledda (1926); Sigrid Undset (1928); Pearl Buck (1938); Gabriela Mistral (1945); Nelly Sachs (1966); Nadine Gordimer (1991); Tony Morrison (1993); Wislawa Szymborska (1996); Elfriede Jelinek (2004); Doris Lessing (2007); Herta Müller (2009) y Alice Munro (2013).

Como se aprecia, la mayoría de las distinciones fueron otorgadas en  los últimos veinticinco años. Muchos serían los elementos sociológicos para destacar en cuanto a los porqués en el incremento de esta ecuación, aunque podemos deducir en que el acceso a las fuentes de educación y una mayor posibilidad de expresarse, han sido factores de importancia para que esto suceda. Y las perspectivas llevan a inferir que previsiblemente este número se irá multiplicando en los próximos años.

Por las razones que fueren, bienvenidos sean los reconocimientos para las féminas quienes con textos como el siguiente, hacen que se convierta en un verdadero placer abordar una lectura. De la premiada por la Academia Sueca como “Maestra del cuento corto contemporáneo”, la canadiense Alice Munro, incluido en la recopilación Mi vida querida (Lumen) el comienzo del relato Tren, donde se destaca la precisión del lenguaje con que se sumerge al lector en el paisaje y la atmósfera propios a las que súbitamente se ve abocado el protagonista:

A pesar de que es un tren lento, aminora todavía un poco antes de tomar la curva. Jackson es el único pasajero, y faltan unas veinte millas para la siguiente parada, Clover. Después vienen Ripley, Kincardine y el lago. Está de suerte y no debe desperdiciarla. Ya ha sacado el resguardo del billete de la ranura del portaequipajes.

Arroja el macuto y ve que aterriza justo entre los raíles. No hay vuelta atrás: el tren no va a ir más despacio de lo que va en ese momento.

Se la juega. En un hombre joven y ágil, en la plenitud de su forma física. Y aun así el salto, la caída, lo decepcionan. Se nota más rígido de lo que pensaba, la inercia lo empuja hacia adelante al caer en tierra firme y las palmas de las manos se le clavan en la grava entre las traviesas, levantándole la piel. Los nervios.

El tren ha desaparecido de la vista y empieza a ganar velocidad al dejar atrás la curva. El hombre se escupe en las manos doloridas, sacudiéndose la grava. Luego recoge el macuto y empieza a desandar el camino que acaba de hacer el tren. Si siguiera el tren llegaría a la estación de Clover bien entrada la noche. Todavía estaba a tiempo, podría lamentarse de haberse dormido y decir que al despertarse, con la cabeza embotada, pensó que se le había pasado la parada. Confundido, había saltado y luego le había tocado caminar.

Nadie se extrañaría. Volviendo a casa desde tan lejos, volviendo de la guerra, era normal que se hubiera hecho un lío. Aún no es demasiado tarde, antes de medianoche llegaría a donde debía estar.

Sin embargo, mientras va pensando estas cosas no deja de caminar en la dirección opuesta.

No conoce el nombre de muchos árboles. Arces, ese lo sabe todo el mundo. Abetos. Y poco más. Al principio creyó que había saltado en medio de unos bosques, pero los árboles solo flanquean la vía, formando una hilera espesa en el terraplén, más allá de la cual se entrevén campos de labranza. Campos verdes u ocres o dorados. Pastos, cultivos, rastrojos. Poco más puede precisar. Aún es agosto.

Y, una vez la oscuridad se traga el ruido del tren, el hombre se da cuenta de que a su alrededor no hay el perfecto silencio que imaginaba. Ruidos aquí y allá rompen la quietud, un temblor de las hojas secas de agosto que no ha provocado el viento, la algarabía de pájaros invisibles que lo reprenden.

Se suponía que saltar del tren era una cancelación. Levantar el cuerpo, preparar las rodillas para entrar en un bloque de aire distinto. Se va en busca del vacío, y en cambio ¿qué encuentra? La inmediatez de una avalancha de paisajes nuevos que exigen una atención que no pedían cuando ibas en el tren mirando por la ventanilla, sin más. ¿Qué haces aquí? ¿Adónde vas? Una sensación de que te observan cosas de las que no sabías nada. De ser un intruso. De que la vida que te rodea llega a conclusiones sobre ti desde ángulos privilegiados que no puedes ver…