Su desaparición física es aún reciente pero su nombre ha quedado indeleble en la memoria de generaciones de lectores. El narrador uruguayo (1940 – 2015) ya contaba en su haber con varias publicaciones, pero fue a través de un título aparecido en el año 1971, Las venas abiertas de América Latina, cuando su nombre logró definitiva proyección internacional. Luego la repercusión lograda a través de aquello expuesto a modo de trascendente revisionismo histórico, hizo que el texto incluso fuera adoptado como material auxiliar de estudio de muchas universidades.
Es frecuente oír que aunque los títulos puedan llegar a cambiar el tema que subyace, y por el cual se inclina aquel que escribe, es siempre el mismo. Puede que así sea, en todo caso y más allá de la temática, los componentes éticos y reflexivos fueron las señas de identidad literarias con las que Galeano construyó su obra; en muchos de sus escritos de manera corpórea en otros de forma más subliminal, en todos, intentando impregnar de belleza virginal a sus palabras.
Entre ensayos y ficciones su producción se elevó a una cuarentena de títulos que partieron desde las más variadas motivaciones personajes. En ellos el argumento inconfundible era la acción del hombre (y la mujer) con sus gestas y contradicciones, sus desventuras y también su magnificencia. Ya después con el paso del tiempo, y como sucede con los buenos caldos etílicos, sus relatos para placer de sus lectores se fueron aggiornando, hasta terminar apreciándose en calidad narrativa. Así más allá del título mencionado destacan entre otros Memoria del fuego (1986), Espejos (2008) o Los hijos de los días (2011).
Como buen rioplatense, fue sentado en la mesa de un bar donde encontró a una de sus atalayas de observación predilectas. Allí la actualidad, el futbol y la política son argumentos que acompañan el café de todos los días, allí el escritor se hacía cercano y cálido para todo aquel que se le aproximaba a pedirle la firma de un ejemplar, o simplemente para escucharlo hablar. Por todo ello, por su obra y para enmarcar su trascendencia humana en el momento de la despedida, sus restos fueron velados en el propio Congreso Nacional de la capital montevideana.
En la voz del propio escritor, su relato El viaje: