Fred Vargas, el comisario Adamsberg y su brigada criminal

Su seudónimo literario parecería más apropiado para un “chicano” de algún estado del sur de los Estados Unidos, pero que en este caso pertenece a la escritora francesa Frédérique Audoin-Roizeau (París, 1957), conocida por el público como Fred Vargas;  nombre ficticio que tomó prestado de su hermana, la pintora Jo Vargas, y con el que ha alcanzado un espacio propio dentro del mundo de las letras.

Con una formación universitaria en disciplinas como historia y arqueología de fósiles animales, desarrolló su inclinación por la literatura de ficción dentro del género de la novela policíaca, con títulos como Los tiempos del amor y de la muerte, y en particular, con Los que van a morir te saludan. También con sus series, como los de la denominada de Los Tres Evangelistas, formada por: Que se levanten los muertos; Más allá, a la derecha; Sin hogar ni lugar; y con la docena de relatos que conforman la saga del comisario Adamsberg, con títulos como El hombre de los círculos azules; Bajo los vientos de Neptuno o El ejército furioso.

Vargas además ha escrito ensayos, y sus obras fueron adaptadas para la pantalla grande y para la televisión con buena aceptación. Sus textos han sido traducidos a varias lenguas y su autora reconocida con varios galardones: el premio novela negra del Festival de Cognac (Francia), el Deutscher Krimipreis (Alemania), y el Premio Negra y Criminal (España). Finalmente en el año 2018 le fue otorgado el Princesa de Asturias de las Letras; en el que el jurado destacó que sus historias «combinan la intriga, la acción y la reflexión con un ritmo que recuerda la musicalidad característica de la buena prosa en francés».

El fragmento a continuación, de la serie del comisario Jean Baptiste Adamsberg, pertenece a Tiempos de hielo, en el que el personaje central comparte protagonismo con los otros miembros de su brigada por igual, en un perfecto equilibrio y sin que intervención del oficial en jefe a cargo, acapare mucha mayor participación en el relato, conformando una verdadera confluencia coral en cuanto a voces se refiere:

“…Adamsberg cogió el teléfono, apartó una pila de dosieres y apoyó los pies en la mesa, reclinándose en el sillón. Apenas había dormido esa noche; una de sus hermanas había contraído una pulmonía, Dios sabe cómo.

   -¿La mujer del 33 bis? –preguntó-. ¿Venas abiertas en la bañera? Y ¿por qué me jodes con esto a las nueve de la mañana, Bourlin? Según los informes internos, se trata de un suicidio probado. ¿Tienes dudas?

   Adamsberg le tenía aprecio al comisario Bourlin. Gran comilón gran fumador gran bebedor, en erupción perpetua, viviendo a toda máquina, siempre al borde del abismo, duro como una piedra, y rizado como un corderito, era un resistente digno de respeto que a los cien años seguiría al pie del cañón.

   -El juez Vermillon, el nuevo y diligente magistrado, se me ha pegado como una verdadera garrapata –dijo Bourlin-. ¿Sabes lo que hacen las garrapatas?

   -Sí, lo sé perfectamente. Si te encuentras un lunar con patas, es que es una garrapata.

   -¿Y qué hago?

   -Te la arrancas girándola con una mini palanca. No me digas que me llamas para eso.

   -No, es por el juez, que no es otra cosa que una enorme garrapata.

   -¿Quieres que lo arranquemos juntos con una enorme palanca?

   -Quiere que archive el caso, y yo no quiero archivarlo.

   -¿Tus motivos?

   -La suicida, perfumada y con el pelo lavado esa misma mañana, no dejó carta.

Con los ojos cerrados, Adamsberg dejó que Bourlin le devanara la historia.

   -¿Un signo incomprensible? ¿Cerca de la bañera? ¿Y en qué quieres que te ayude?

   -Tú, en nada. Quiero que me mandes la cabeza de Danglard para que lo vea. Puede que él sepa descifrarlo, no se me ocurre nadie más. Al menos, me quedaré con la conciencia tranquila.

   -¿Solo la cabeza? ¿Y qué hago con su cuerpo?

   -Haz que el cuerpo la siga como pueda.

   -Danglard no ha llegado todavía. Ya sabes que tiene sus horarios, según los días. Es decir, según las noches.

   -Sácalo de la cama, os espero allí a los dos. Una cosa, Adamsberg, el cabo que me acompañará es un joven panoli. Tiene que adquirir pátina.

   -Instalado en el viejo sofá de Danglard, Adamberg sorbía un café bien cargado mientras esperaba que el comandante acabara de vestirse. Le había parecido que la solución más rápida era ir a su casa a sacarlo de la cama y meterlo directamente en su coche.

   Ni siquiera tengo tiempo de afeitarme –gruñó Danglard, inclinando su blando corpachón para mirarse en el espejo.

   -No siempre llega afeitado al despacho.

   -El caso es diferente. Me esperan en calidad de experto. Y un experto se afeita.

   Adamsberg inventariaba sin querer las dos botellas de vino en la mesita baja, el vaso caído en el suelo, la alfombra todavía húmeda. El vino blanco no mancha. Danglard había debido dormirse directamente en el sofá, sin preocuparse esta vez de la escrupulosa mirada de sus cinco hijos a quienes criaba como perlas de cultivo. Los gemelos habían volado a un campus universitario y ese vacío familiar no mejoraba las cosas. Pero quedaba el pequeño, el de los ojos azules, el que no era de Danglard y que su mujer le había dejado siendo un bebé cuando se largó, sin mirar atrás siquiera, por el pasillo, como ya había contado cien veces. El año pasado, aún a riesgo de romper con Danglard, Adamsberg había asumido el papel de torturador al llevarlo a rastras al médico, y el comandante había esperado el resultado de los análisis como un zombi ebrio. Análisis que se habían revelado irreprochables. Hay tipos especialistas en librarse por los pelos, nunca mejor dicho, y no era esta la menor de las cualidades del comandante Danglard.

   -¿Me esperan para qué exactamente? –preguntó Danglard ajustándose los gemelos-. ¿De qué se trata? De un jeroglífico, ¿es eso?

   -Del último dibujo de un suicida. Un signo indescifrable. El comisario Bourlin está muy fastidiado, quiere entenderlo antes de archivar el caso. Tiene al juez encima como una garrapata. Una garrapata muy gorda. Solo tenemos unas horas.

   – Ah, es Bourlin –dijo Danglard relajándose, al tiempo que se alisaba la chaqueta-. ¿Teme un ataque de nervios del nuevo juez?

   -Como buena garrapata, teme que le escupa su veneno.

   -Como buena garrapata, teme que le inyecte el contenido de sus glándulas salivales –lo corrigió Danglard ajuntándose la corbata-. Nada que ver con una serpiente o una pulga. La garrapata, por lo demás, no es un insecto, es un arácnido.

   -Eso es. Y ¿qué piensa usted del contenido de las glándulas salivales del juez Vermillon?

   -Francamente, nada bueno. Dicho esto, no soy experto en signos abstrusos. Soy hijo de mineros del norte –recordó el comandante con orgullo-. Solo sé alguna cosilla suelta.

   -Y sin embargo, lo espera. Por su conciencia.

   -No cabe duda de que, para una vez que voy a servir de conciencia, no puedo perdérmelo…»   

La frase

     «…Se preguntó si existiría alguna antigua superstición sobre lo que depararía el porvenir a          los aspirantes a adúlteros, si contemplaban los cuerpos sin vida de las mujeres que habían        codiciado…»    ( El jardinero fiel – John Le Carré )

Gabriel García Márquez, la nostalgia, y John Lennon

En estos días, en que se han cumplido 40 años de la muerte de John Lennon, han sido muchos los homenajes que se le han ido tributando. Sabido es que el pensamiento y el accionar del exBeatle generó en vida las reacciones más variadas: tildado de rebelde estéril por unos, mientras que despertaba reconocimientos sin límites para otros; lo cierto es que la personalidad del músico inglés dejó indiferente a muy pocos y de distintas generaciones. Entre ellos el escritor colombiano premiado con el Nobel, quien pocos días después del asesinato del nacido en Liverpool, le dedicó el texto siguiente reproducido en su momento por el diario El Espectador de Bogotá


En un siglo en que los vencedores son siempre los que pegan más fuerte, los que sacan más votos, los que meten más goles, los hombres más ricos y las mujeres más bellas, es alentador la conmoción que ha causado en el mundo entero la muerte de un hombre que no había hecho nada más que cantarle al amor. Es la apoteosis de los que nunca ganan.

Durante 48 horas no se habló de otra cosa. Tres generaciones —la nuestra, la de nuestros hijos y la de nuestros nietos mayores— teníamos por primera vez la impresión de estar viviendo una catástrofe común, y por las mismas razones. Los reporteros de televisión le preguntaron en la calle a una señora de 80 años cuál era la canción de John Lennon que le gustaba más, y ella contestó como si tuviera quince: La felicidad es una pistola caliente. Un chico que estaba viendo el programa dijo: “A mí me gustan todas”. Mi hijo menor le preguntó a una muchacha de su misma edad por qué habían matado a John Lennon, y ella le contestó como si tuviera ochenta años: “Porque el mundo se está acabando”.

Así es: la única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las canciones de los Beatles. Cada quien por motivos distintos, desde luego, y con un dolor distinto, como ocurre siempre con la poesía. Yo no olvidaré nunca aquel día memorable de 1963, en México, cuando oí por primera vez de un modo consciente una canción de los Beatles. A partir de entonces, descubrí que el universo estaba contaminado por ellos. En nuestra casa de San Ángel, donde apenas si teníamos donde sentarnos, había sólo dos discos: una selección de preludios de Debussy, y el primer disco de los Beatles. Por toda la ciudad, a toda hora, se escuchaba un grito de muchedumbres: Help, I need somebody. Alguien volvió a plantear por esa época el viejo tema de que los músicos mejores son los de segunda letra de catálogo: Bach, Beethoven, Brahms y Bartok. Alguien volvió a decir la misma tontería de siempre: que se incluyera a Bozart. Álvaro Mutis, que como todo gran erudito de la música tiene una debilidad irremediable por los ladrillos sinfónicos, insistía en incluir a Bruckner. Otro trataba de repetir otra vez la batalla de Berlioz, que yo libraba en contra porque no podía superar la superstición de que es un «oiseau de malheur», es decir, un pájaro de mal agüero. En cambio, me empeñé desde entonces en incluir a los Beatles. Emilio García Riera, que estaba de acuerdo conmigo, y que es un crítico e historiador de cine con una lucidez un poco sobrenatural, sobre todo después del segundo trago, me dijo por esos días: “Oigo a los Beatles con cierto miedo, porque siento que me voy a acordar de ellos por el resto de mi vida”. Es el único caso que conozco de alguien con bastante clarividencia para darse cuenta de que estaba viviendo el nacimiento de sus nostalgias. Uno entraba entonces en el estudio de Carlos Fuentes, y lo encontraba escribiendo a máquina con un solo dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio de una densa nube de humo y aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen.

Como sucede siempre, pensábamos entonces que estábamos muy lejos de ser felices, y ahora pensamos lo contrario. Es la trampa de la nostalgia, que quita de su lugar los momentos amargos y los pinta de otro color. Y los vuelve a poner donde ya no duelen. Como en los retratos antiguos, que parecen iluminados por el resplandor ilusorio de la felicidad, y en donde sólo vemos con asombro cómo éramos de jóvenes cuando éramos jóvenes, y no sólo los que estábamos allí sino también la casa y los árboles del fondo, hasta las sillas en que estábamos sentados. El Che Guevara, conversando con sus hombres alrededor del fuego en las noches vacías de la guerra, dijo alguna vez que la nostalgia empieza por la comida. Es cierto, pero sólo cuando se tiene hambre. En cambio, siempre empieza por la música. En realidad, nuestro pasado personal se aleja de nosotros desde el momento en que nacemos. Pero sólo lo sentimos pasar cuando se acaba un disco.

Esta tarde, pensando todo esto frente a una ventana lúgubre donde cae la nieve, con más de 50 años encima y todavía sin saber muy bien quién soy, ni qué carajos hago aquí, tengo la impresión de que el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que los Beatles comenzaron a cantar. Todo cambió entonces, los hombres se dejaron crecer el cabello y la barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió el modo de vestir y de amar y se inició la liberación del sexo y de otras drogas para soñar. Fueron los años fragorosos de la guerra de Vietnam y de la rebelión universitaria. Pero sobre todo, fue el duro aprendizaje de una relación distinta entre los padres y los hijos, el principio de un nuevo diálogo entre ellos que había parecido imposible durante siglos.

El símbolo de todo esto —al frente de los Beatles— era John Lennon. Su muerte absurda nos deja un mundo distinto poblado de imágenes hermosas. En Lucy in the Sky, una de sus canciones más bellas, queda un caballo de papel periódico con una corbata de espejos. En Eleanor Rigby —con un bajo obstinado de chelos barrocos— queda una muchacha desolada que recoge arroz en el atrio de una iglesia donde acaba de celebrarse una boda. “¿Dónde vienen los solitarios?”, se pregunta sin respuesta. Queda también el padre Mac Kensey escribiendo un sermón que nadie ha de oír, lavándose las manos sobre las tumbas y una muchacha que se quita el rostro antes de entrar en su casa y lo deja en un frasco junto a la puerta para ponérselo otra vez cuando vuelva a salir. Estas criaturas han hecho decir que John Lennon era un surrealista, es algo que se dice con demasiada felicidad de todo lo que parece raro, como suelen decirlo de Kafka quienes no lo han sabido leer. Para otros es el visionario de un mundo mejor. Alguien que nos hizo comprender que los viejos no somos los que tenemos muchos años sino los que no se subieron a tiempo en el tren de sus hijos.