Textos de ira y reivindicación

El «Black Lives Matter», que tanto se observa estos días en pancartas al frente de manifestaciones y en otras tantas expresiones, es un claro exponente del hartazgo que ha alcanzado una gran parte de la sociedad estadounidense -y de otras latitudes- en temas de racismo. A pesar de esta carga manifiesta, que condiciona y se arrastra desde el origen de los tiempos, son variadas las voces de escritores que a partir de mediados del siglo XIX en adelante, han sabido darse a conocer en base a buenas historias y calidad de sus textos, nombres como el de Toni Morrison,  quien se hizo acreedora del mayor galardón literario por el conjunto de su obra.  Aunque  más allá de este puntual reconocimiento, son muchos los autores que pugnan aún por superar las barreras heredadas por años de incomprensión, de aquellos que se sienten con el legítimo derecho de la verdad, simplemente, por detentar un diferente color de piel                                               

La premio Nobel de Literatura Toni Morrison

‘Black Lives Matter’. Las vidas negras importan. Pero qué es una vida si no se singulariza, si no viene acompañada de un relato, si no tiene un rostro particular y reconocible. Los tratados de psicología registran un fenómeno en suma discriminatorio, el efecto raza cruzada, del que todos hemos sido pecadores: la dificultad de los individuos de reconocer a un sujeto concreto de una etnia que no pertenece a la nuestra. El viejo y gastado “todos me parecen iguales”. El antídoto a ese microrracismo, que ha llevado a la cárcel a tantos afroamericanos equivocados en las rondas de identificación policiales, es la atención y el conocimientoY reconozcámoslo, atención y conocimiento a lo que han escrito los afroamericanos solo les hemos puesto en las últimas décadas.  Y eso que a través de sus narraciones se puede detectar no solo la historia de un pasado de ignominia para los blancos, sino también, y sobre todo, de reafirmación de su identidad herida, de sus aspiraciones y de la consideración artística de todo buen creador.

Como en el caso de las mujeres escritoras, los autores negros estadounidenses hace ya un tiempo que han dejado de ser una anomalía para integrarse de pleno derecho a nuestras lecturas. Y los hay, como no podría ser de otra manera, para todos los gustos: estilistas cultivados, hacedores de ‘best-sellers’, de novela satírica o policiaca, pulp o de ciencia ficción. Solo una cosa les une en el substrato, no importa si se habla de ello abiertamente o no, y es la huella del problema  ‘negro’, que como bien dijo en los años 60  James Baldwin -quizá el autor que con mas ecuanimidad y sabiduría lo exploró- nunca ha sido el problema negro sino más bien el problema del blanco acuciado por la culpabilidad de haber sido el opresor.

La primera piedra
Se quiera o no, la primera ficción de impacto con protagonista afroamericano la escribió una mujer blanca, Harriet Beecher Stowe.  ‘La cabaña del tío Tom’ llevó a decir al presidente Lincoln que aquella novela, que exploraba hasta las lágrimas la inmoralidad de la esclavitud, había puesto en marcha la guerra de Secesión. El estilo santurrón y condescendiente de aquella obra fue imitado por los primeros escritores negros durante el siglo XIX, pero a principios del XX, muy pocos afroamericanos podían identificarse con el pobre esclavo que intenta ganarse el amor de sus explotadores y muere perdonándolos a todos. De ahí que ‘Tío Tom’ se convirtiera en los años 60, en tiempos de los combativos Black Panthers, en un insulto hacia aquellos miembros de la comunidad que trataban de encajar en el mundo blanco sin ponerlo en cuestión.

El escritor norteamericano James Baldwin

Un trío de altura

Ni Langston Hughes, ni Richard Wright, ni Ralph Ellison nos son hoy particularmente conocidos y sin embargo fueron tres poderosas luminarias de la combativa literatura afroamericana de la primera mitad del siglo XX.  ‘Hijo nativo’ de Wright -que tuvo el año pasado adaptación cinematográfica, lo que indica su vigencia- fue la primera novela de un autor negro elegido por el popular ‘El libro del mes’, una especie de Círculo de Lectores a la americana, mientras que ‘El hombre invisible’ de Ellison desarrolla ya desde su títulola metáfora social del que es excluidoA los tres les unió su militancia en el comunismo y en el caso de Hughes, el mayor de ellos, su compromiso estuvo ligado a su temprana experiencia como corresponsal durante la guerra civil española. Acabó siendo el mejor traductor al inglés de García Lorca.

El caso Baldwin

James Baldwin fue amigo de Malcom X y de Martin Luther King, aunque estuviera más cerca del pacifismo del segundo. Como hombre negro y homosexual (lo que suma puntos en cuanto a conciencia de la marginalidad) era capaz de decir: “No se puede negar la humanidad del otro sin disminuir la de uno mismo”. No es extraño que el pequeño escritor feo, bajito, pobre, nacido en Harlem, de voz acariciadora y pensamiento calmado -y por cierto, amante durante un tiempo de Jaime Gil de Biedma se haya convertido en los últimos años en la voz negra más respetada en Estados Unidos.  También fue uno entre los diversos escritores negros que optaron por el exilio europeo donde, al igual que Richard Wright o Chester Himes, alcanzaron allí un mayor reconocimiento. Para conocerle mejor es muy recomendable el documental ‘I’am not your negro’, que puede verse en Filmin.

La escritora, cantante y actriz Maya Angelou

Morrison y las demás

El carácter autobiográfico está en la base de la mayoría de estas obras literarias anteriores y posteriores a la segunda guerra mundial, pero nadie ha convertido la autobiografía en espejo de  las vivencias colectivas de una raza como lo hizo la polifacética Maya Angelou: violada en la niñez por su padrastro, pionera en  romper las barreras de género en el terreno laboral, cantante de ‘Porgy and Bess’, compositora para Roberta Flack y poeta de cabecera en la investidura del presidente Clinton.  Sin embargo, sería otra mujer totalmente centrada en el oficio literario, Toni Morrison, la que alcanzara el Everest del reconocimiento al ganar el Nobel para la literatura afroamericana. A través de novelas como ‘Ojos azules’, ‘Beloved’ o ‘La canción de Salomón’, se puede reconstruir la historia de ese sufrimiento.  Puede decirse que Morrison se abre a una nueva forma más artística de la literatura afroamericana que incluye nombres como el de Alice Walker, autora de ‘El color púrpura’.

Cuestión de género

A las letras negras norteamericanas les ha acompañado siempre la acusación de observar con demasiada atención el miserabilismo y la violencia, pero ¿acaso hubo otra cosa para los ciudadanos de color? Chester Himes, que sabía bien de lo que hablaba, quiso poner distancia con su Harlem natal tras haber cumplido condena por robo a mano armada. En París imaginó a sus dos policías negros ‘Ataúd’ Johnson y ‘Sepulturero’ Jones, a los que lanzó tras un colorista y grotesco remolino de fechorías y mala vida. Muchos años más tarde, en los 90, el camino abierto por Himes fue recorrido por otro afroamericano, Walter Mosley y su detective Easy Rawlins a quien Denzel Washington encarnó en la pantalla. Y en un terreno próximo, el de la ciencia ficción (tan elitistamente blanco él), habría que reivindicar la figura de la recuperada Octavia E. Butler (recientemente publicada por Capitán Swing y Consonni), que apenas vendió nada cuando estaba viva y devino  autora de culto a su muerte, en el 2006, como pionera del afrofuturismo, cuyo nombre más conocido hoy es también el de una mujer, N. K. Jemisi. 

Chimamanda Ngozi Adichie

Los que llegaron por su propio pie

Las universidades norteamericanas como  catalizadoras de inteligencia han provocado que en este siglo XXI muchas de la voces africanas y afroeuropeas importantes se citen allí para ofrecer nuevas perspectivas al relato no ligada a la memoria de las plantaciones: es el caso del jamaicano Marlon James, la británica Zadie Smith o los nigerianos Teju Cole o Chimamanda  Ngozi Adichie, una de las voces más vitales y aclamadas de la actual vindicación feminista. Apenas hay clichés en sus creaciones, aunque la función combativa subsista.

¿Qué es lo que hay?

Estados Unidos contiene hoy multitudes literarias. La pluralidad étnica, la diversidad de voces están moldeando una rica cultura mestiza al tiempo que la alta academia sigue sentenciando que el canon continúa en manos de hombres (no de mujeres) blancos. Mientras tanto, lo mejor será leer a Colson Whitehead (dos veces distinguido por el Pulitzer), al irreverente Paul Beatty, capaz de lanzar dardos a su propia tradición (lo que supone pasar a un siguiente nivel), y a Ta-Nehisi Coates,  uno de los grandes ideólogos del movimiento ‘Black Lives Matter’. En su libro ‘Entre el mundo y yo’, una carta abierta dirigida a su hijo, Coates exhorta a dar la espalda a la versión impoluta de  su país:  “Hay que avanzar hacia algo más confuso y desconocido. Sigue siendo difícil para la mayoría de los americanos. Pero esa es tu tarea”.

(El texto central pertenece a Elena Hevia y fue publicado en El Periódico de Barcelona)

La frase

«La masividad de la información y el uso de las redes sociales nos están consumiendo la vida.   Pasamos demasiadas horas tragados por la vorágine de la información. Desconocemos más,   aunque estemos frente al alcance de más información»     ( Jon Lee Anderson )

Con título de bolero, Ángeles Mastretta

Como otros tantos escritores, como lo hizo su propio padre, la mexicana (Puebla, 1949) fogueó su escritura en el género del periodismo, colaborando con publicaciones como los diarios El Excélsior, La Jornada o Proceso. Aunque más allá de su gran experiencia en estos medios, su formación tuvo un importante complemento cuando le fue otorgada una beca del Centro Mexicano de Escritores, donde tuvo oportunidad de coincidir con literatos de la talla de Juan Rulfo o Carlos Fuentes.

Hizo su debut en la ficción con una novela de título tan musical como Arráncame la vida, la que, a pesar de que le siguieron otras: Mal de amores, Ninguna eternidad como la mía, sigue siendo el trabajo literario por el que más se la reconoce; texto del que también se ha realizado una versión cinematográfica. Su obra abarca también el cuento: Mujeres de ojos grandes, o Maridos;  el relato autobiográfico: Puerto libre, La emoción de las cosas, y sus compendios de poesía: La pájara pinta o Desvaríos.

Con un estilo diáfano, tramas atractivas, donde destacan una imaginativa  construcción de los personajes, conforman elementos que hacen que la autora alimente unas formas literarias que rozan el realismo mágico. A pesar de ello, en lo personal la ficción no la ha apartado de lo cotidiano y siempre se ha mostrado muy crítica con la sociedad que la rodea, de la que manifiesta  no quiere perder pisada. Además de abanderar un feminismo no tan soterrado del que la escritora afirma ser férrea defensora, elemento que de una manera u otra, siempre emerge en sus historias.

A sus años, dice Mastretta que no quiere hablar de finales, porque aún le quedan muchas historias que contar. Por lo pronto, para incentivarla si cabe, está su larga producción literaria por la que le ha ido cosechando sus reconocimientos, entre ellos, el Premio Mazatlán de Literatura y el Internacional de Novela Rómulo Gallegos.

De Arráncame la vida el pasaje a continuación:

“…Mi mamá lloraba. Me dio gusto porque le imponía algo de rito a la situación. Las mamás siempre lloran cuando se casan sus hijas.

  • -¿Por qué lloras, mamá?
  • -Porque presiento hija.

Mi mamá se la pasaba presintiendo.

Llegamos al registro civil. Ahí estaban esperando unos árabes amigos de Andrés. Rodolfo el compadre del alma, con Sofía su esposa, que me miró con desprecio. Pensé que le darían rabia mis piernas y mis ojos, porque ella era de pierna flaca y ojo chico. Aunque su marido fuera subsecretario de guerra.

El juez era un chaparrito, calvo y solemne.

  • -Buenas, Cabañas –dijo Andrés.
  • -Buenos días, general, qué gusto nos da tenerlo por aquí. Ya está todo listo.

Sacó una libreta enorme y se puso detrás de un escritorio. Yo insistía en consolar a mi mamá cuando Andrés me jaló hasta colocarme junto a él, frente al juez. Recuerdo la cara del juez Cabañas, roja y chipotuda, como la de un alcohólico; tenía los labios gruesos y hablaba como si tuviera un puño de cacahuetes en la boca.

  • -Estamos aquí reunidos para celebrar el matrimonio del señor general Andrés   Ascencio con la señorita Catalina Guzmán. En mi calidad de representante de   la ley, de la única ley que debe cumplirse para fundar una familia, le pregunto:   Catalina, ¿acepta por esposo al general Andrés Ascencio aquí presente?
  • -Bueno –dije.
  • -Tiene que decir sí –dijo el juez.
  • -Sí –dije.
  • -General Andrés Ascencio, ¿acepta usted por esposa a la señorita Catalina   Guzmán?
  • -Sí –dijo Andrés-. La acepto, prometo las deferencias que el fuerte debe al débil y   todas esas cosas, así que puedes ahorrarte la lectura. ¿Dónde te firmamos?   Toma la pluma, Catalina.

Yo no tenía firma, nunca había tenido que firmar, por eso nada más puse mi nombre con la letra de piquitos que me enseñaron las monjas: Catalina Guzmán.

  • -De Ascencio, póngale ahí señora –dijo Andrés, que leía tras mi espalda.

Después el hizo un garabato breve que con el tiempo me acostumbré a reconocer y hasta hubiera podido imitar.

  • -¿Tú pusiste de Guzmán? –pregunté.
  • -No m’ija, porque así no es la cosa. Yo te protejo a ti, no tú a mí. Tú pasas a ser de   mi familia, pasas a ser mía –dijo.
  • -¿Tuya?
  • -A ver los testigos –llamó Andrés, que ya había quitado el mando a Cabañas-. Tú,  Yúñez, fírmale. Y tú, Rodolfo. ¿Para qué los traje entonces?

Cuando estaban firmando mis papás, le pregunté a Andrés dónde estaban los suyos. Hasta entonces se me ocurrió que él también debía tener padres.

  • -Nada más vive mi madre, pero está enferma –dijo con una voz que le oí esa   mañana por primera vez y que pasaba por su garganta solamente cuando   hablaba de ella-. Pero para eso vinieron Rodolfo y Sofía, mis compadres. Para   que no faltara la familia.
  • -Sí firma Rodolfo, también que firmen mis hermanos –dije yo.
  • -Estás loca, si son puros escuincles.
  • -Pero yo quiero que firmen. Ellos son los que juegan conmigo –dije.
  • -Que firmen, pues. Cabañas, que firmen también los niños –dijo Andrés.

Nunca se me olvidarán mis hermanos pasando a firmar. Hacía tan poco que habíamos llegado de Tonanzintla que no se le quitaba lo ranchero todavía. Bárbara estaba segura de que yo había enloquecido y abría sus ojos asustados. Teresa no quiso jugar. Marcos y Daniel firmaron muy serios, con los pelos engominados por delante y despeinados por atrás. Ellos se peinaban como si les fueran a tomar una foto de frente, lo demás no importaba…”