Desde el país de las águilas, Ismaíl Kadaré

Considerado como su intelectual más importante, proviene de una tierra tan poco conocida y hasta hace pocos años encriptada, como Albania. Aunque, a pesar de su particular historia, el país balcánico despertó durante su existencia la codicia de muchos otros estados, ya que fue sucesivamente ocupado por los ejércitos otomanos, serbios, italianos fascistas o nazis alemanes, para terminar en uno de los regímenes comunistas más herméticos de los que se conocen.

Hijo de una familia de funcionarios, el pequeño Ismail nació en Gjirocastra (1936), ciudad montañosa del sur. Aún así, salvando las distancias, tuvo oportunidad de formarse en periodismo y en filología en la universidad de la capital, Tirana, para hacerlo luego en la universidad Maxim Gorki de Moscú; y recibir enseñanza adicional en lengua y cultura francesas.

Fue a los veintisiete años que escribió su primera novela, El general del ejército muerto. A partir de allí le siguieron muchos títulos más, entre los más renombrados: Los tambores de la lluvia, Abril quebrado, La pirámide, y quizás su obra más difundida, El palacio de los sueños, del año 1981, novela que fue prohibida por las autoridades del régimen de Enver Hoxha. Ese hecho y sus ansias contenidas de mayor libertad le llevaron a exiliarse en Francia en 1990, para retornar nueve años después de su partida una vez caída la antigua nomenclatura comunista.

Sus obras refieren a la gente que puebla el país balcánico, hablan de las diferencias entre aquellos que habitan las ciudades en contraposición con los albaneses de las regiones montañosas; describen el peso de las tradiciones en las zonas alejadas y también las reglas de convivencia entre familias y clanes, regidos todos por normas rígidas de origen ancestral. No faltan las crítica, a veces solapada en otras de forma más expuesta, hacia los totalitarismos; con un estilo que denota la decidida influencia de las tragedias clásicas griegas en sus textos.

Luego de la apertura política en Albania, con la deriva de la economía estatal hacia el capitalismo, sus obras recibieron renovado impulso tanto en el país como en el exterior. Esa avidez por el conocimiento de su obra escrita, le llevó al reconocimiento mediante diferentes galardones, como el Premio Booker en el año 2005, el  Príncipe de Asturias a las Letras en el 2009, o el Premio Jerusalem en el año 2015.

Para apreciar una pequeña parte de su hacer literario, de su novela Abril quebrado, el texto siguiente:

  “La ceremonia fúnebre tuvo lugar el día siguiente a mediodía. Las plañideras llegaron de lejos, arañándose los rostros y arrancándose los cabellos según la costumbre. El viejo cementerio de la iglesia se llenó con las xhoka negras del cortejo. Terminado el entierro, la comitiva regresó a la kulla de los Kryeqyqe. Gjorg iba entre ellos. No lo hacía ni mucho menos de buen grado. Entre él y su padre se había producido la que Gjorg esperaba que fuera la última de sus disputas y que, con toda certeza, se había repetido miles de veces en las montañas. Asistirás sin falta al entierro e incluso a la comida de difuntos. Pero yo soy el gjarkës, yo he sido quien lo ha matado, ¿por qué debo ir precisamente yo? Precisamente porque eres el homicida debes ir. Cualquiera puede faltar al entierro o a la comida de difuntos, cualquiera menos tú. Porque a ti se te espera allí más que a nadie. Pero ¿por qué?, había replicado Gjorg por última vez. ¿Por qué debo hacerlo? Su padre le lanzó una mirada fulminante y Gjorg no volvió a decir una palabra.

   Marchaba ahora entre el cortejo fúnebre, pálido, con paso vacilante, sintiendo a los costados las miradas de las gentes que apenas les rozaban para perderse más allá, entre la niebla. La mayoría pertenecían al clan del muerto. Quizá por enésima vez gimió para sus adentros: ¿por qué tengo que estar aquí?

   Sus miradas no estaban cargadas de odio, eran frías, como aquel día de marzo; como se había sentido él, frío y sin cólera, la víspera cuando permanecía al acecho. La fosa recién abierta, las cruces de madera o de piedra, la mayoría inclinadas a un costado, el triste tañido de las campanas, todo estaba directamente vinculado a él en ese día. Los rostros de las plañideras, con aquellos pavorosos cortes producidos por sus uñas (oh, Dios, cómo habrán podido crecerles así las uñas en veinticuatro horas, pensó), los cabellos salvajemente arrancados, los ojos hinchados, el sonido de los pasos que lo rodeaba por todas partes, toda aquella estructura mortuoria había sido forjada únicamente por él. Y por si fuera poco, se veía obligado a caminar en medio del cortejo, lenta, luctuosamente como los demás.

   Las bandas negras de los tirk de ellos se encontraban muy cerca de las bandas de los suyos propios, como serpientes negras cargadas de veneno dispuestas a morder. Durante la marcha estaban a punto de tocarse. Pero él estaba absolutamente tranquilo. La besa de veinticuatro horas lo protegía mejor que cualquier tronera de kulla o de castillo. Los cañones de sus fusiles se alzaban enhiestos sobre las negras xhoka, pero por el momento no les asistía el derecho a disparar sobre él. Mañana, pasado mañana… tal vez. Y si la aldea solicitaba la besa de treinta días, aún dispondría de cuatro semanas de vida sin sobresaltos. Después…

   A pesar de todo, el cañón de un fusil de guerra se balanceaba como pretendiendo destacarse entre los demás, unos pasos más allá. Otro cañón, éste corto, sordo, marchaba a la izquierda. Y otros más alrededor. Cuál de ellos será el que… En su conciencia las palabras <me mate a mí>, se transformaron en el último instante, como si pretendieran aliviarlo, en <dispare sobre mí>.

   El trecho desde el cementerio hasta la casa del muerto parecía interminable. Y todavía quedaba por delante la comida de difuntos, donde lo esperaba una prueba más penosa aún. Se sentaría a la mesa junto con el clan del muerto, le ofrecerían pan y le servirían comida, le pondrían delante la cuchara y él tendría que comer.

   Dos o tres veces le asaltó la idea de huir de aquella situación absurda, de escapar corriendo del cortejo fúnebre, de que lo insultaran, lo injuriaran, lo acusaran de violar la costumbre secular, de que incluso le dispararan por la espalda si querían, pero huir, huir de allí. Sin embargo, sabía que no lo haría jamás. Igual que no habían huido su abuelo, su bisabuelo, su tatarabuelo, cincuenta, quinientos, mil años atrás…”

La frase

«Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los fondos      de nuestra casa. No había más que el balastro, los durmientes y la doble vía; pasto ralo y            estúpido entre los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato -que son los        componentes del granito- brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la        tarde »   ( Final del juego Julio Cortázar )

 

Alucinógenos y literatura: algunos de sus nexos creativos

En el siglo XIX, cuando no alcanzaba para más, era usual que muchos escritores se inclinaran por hacerse con una asequible botella de absenta, con una graduación alcohólica suficiente como para desinhibir mentes y estimular el despertar de las musas. Verdad es que, desde el origen de los tiempos, literatos y muchos otros  creadores ya hacían uso de toda una batería de substancias de las que echaban mano para predisponer su inventiva, hecho que se ha ido sucediendo hasta nuestros días. Este texto hace un repaso de algunos escritores y a los aportes que la combinación de factores, entre la imaginación y los estímulos externos, brindó a la creación literaria

Sustancias psicoactivas y creación literaria. He allí una fascinante relación de auxilios mutuos presente desde los albores de la humanidad. Paraísos artificiales que riegan jardines alternativos de una realidad pasible de ser modulada por acción del cannabis  (raíz hebrea ‘qaneh’, babilonio antiguo ‘qanum’). Imprescindible en la liturgia chamanística desde el Mesolítico, recibe su primera mención inequívoca en el Talmud e ingresa al Antiguo Testamento con innumerables referencias a su subyugante resina, el hachís, llamándola miel, panal o rocío (Cantar de Cantares 4:11 y 5:1; Proverbios 19:10 y 16:24; Samuel 14:25-45, Éxodo 30:23, Isaías 43:24; Jeremías 6:20; Ezequiel 27:19; Proverbios 27:9).

—“¡Me he convertido en Dios!” —

Exclama Baudelaire en el cénit de su ascenso psicodélico: “Para no padecer el horrible fardo del tiempo que quiebra los hombros y los inclina hacia el suelo, uno debe embriagarse infatigablemente. Pero ¿de qué? De vino, de poesía, de virtud, de lo que sea. Pero embriagarse”. Miembro honorario de la orden mística de fumadores de hachís, junto al efebo maligno y delicuescente de Rimbaud, comanda la insigne tropa de creadores galos que cambiarían el curso de la literatura universal a punta de psicoactivos: Artaud, Michaux, Cocteau, Bataille.

“Me gustaría mucho, como Vishnu, flotar sobre un océano infinito mecido en la flor de loto y despertar una vez en millones de años por unos minutos solo para saber que dormiré otro millón de años más”, escribe Coleridge en ese sueño de opio que es “Kubla Khan”. Marihuana y crustáceos envuelven a Jean-Paul Sartre mientras construye “La náusea”, obra capital de un existencialismo estremecedor como el agua que cae y la vida que se escapa. Poe, Joyce, Faulkner y Hemingway cruzarían mares de alcohol y hierba, aunque no tanto como los cuatro jinetes del Apocalipsis –Ginsberg, Kerouac, Burroughs y Cassady–, terroristas de todo umbral: marihuana, cocaína, ácido lisérgico, mescalina, bencedrina, morfina y heroína.

Exploradores de la talla de Phillip Dick, Aleister Crowley, Huxley, Leary, Hunter Thompson y Ken Kesey viajan junto a un Dr. Jekyll and Mr. Hyde fabricado en la velocidad de un tren neuronal de nieve: cocaína. Y si Thomas Pynchon le pone un porro a George Washington en “Mason & Dixon” o sazona con hachís el infierno cósmico de “El arco iris de la gravedad”, Foster Wallace se perfora la mente navegando en sustancias antes de colgarse.

—Confieso que he fumado—

Stevenson, De Quincey, Nabokov, Carver, Bukowski, Stephen King, Robert Anton Wilson, Wade Davis, Richard Evans, Tom Wolfe, Jim Carroll, Welsh, Amis, etcétera: si la exploración anglosajona con el cáñamo y sucedáneos parece infinita, la respuesta en nuestra lengua va de Julio Cortázar a Fernando Vallejo y César Aira: la droga de nuestros tiempos es química. Prozac, MDMA. Pero a inicios del siglo pasado la marihuana terapéutica era legal y la literatura lo reflejó: el dramaturgo, poeta y novelista español Ramón María del Valle-Inclán fumaba cannabis para aliviar los dolores que le producía un papiloma gástrico y describía esos paraísos con pericia –“La pipa de kif” (1919) y “Tirano Banderas” (1926)– con el plus transgresor de una cultivada imagen de bardo decadente y un mote inmortal: ‘Don Mariguano’.

Ensayando un malditismo a la peruana, nuestros plumíferos se decantaron más bien por un realismo tan sucio que terminó enturbiando las aguas para que parecieran más profundas. Razón por la cual, para hablar seriamente de las visiones ultraterrenas en nuestra prosa, resulta ineludible citar a Carlos César Salvador Arana Castañeda (Cajamarca, 1925–Los Ángeles, 1988), antropólogo nacionalizado estadounidense y autor de ensayos de discutible veracidad. Empero, sus exploraciones chamánicas resultarían emblemáticas para más de una generación ávida de bucear por una espiritualidad tributaria de la república de las flores.

Y luego de tanta hiperestesia verbal, lo único que queda claro para el escritor contemporáneo es el desafío de un teclado digital en medio de una montaña transparente de cielo y soledad.

(Este artículo fue reproducido en el diario El Comercio de Perú)