Pierre Lemaitre , el comandante Verhoeven y otras historias más

El francés (París, 1951) es uno de los escritores de más éxito dentro del género policial. Y si bien logró hacerse conocer por la astucia del diminuto comandante Camille Verhoeven (1,45 metros), no dudó en abandonar el lugar de prestigio alcanzado para extenderse en la creación de historias de corte más literario.

Aunque antes de lanzarse como autor de ficción tuvo la oportunidad de estudiar psicología, ciencia a la que con habilidad echa mano para la conformación del razonamiento de sus personajes. Tal fue el caso de su primera novela policial, con el equipo de Verhoeven a la cabeza de la Brigada Criminal de la capital gala: Travail saigné, traducida al español con el título de Irene, con la que dio comienzo a una exitosa saga que se completaría con otras obras como Alex, un thriller donde se permite hacer referencias a sus escritores admirados: Marcel Proust, Roland Barthes o Boris Pasternak, para completarla luego con otras ficciones como Rosy & John o Sacrificios.

El parisino es un escritor versátil que, aún en pleno éxito, se permitió arriesgar más allá de los laureles logrados; fue cuando decidió  aparcar por un tiempo el policial y adentrarse en el drama social y antibelicista. Este fue el caso de Au revoir là haut, traducida al español como Nos vemos allá arriba, texto con el que ganó el prestigioso premio Goncourt del año 2013, y a alcanzar con ello su definitiva proyección internacional. Luego la acompañó con dos nuevos títulos: Los colores del incendio y El espejo de nuestras penas,para conformar con ellas la trilogía denominada Los hijos del desastre.

Lemaitre es un autor al que le gusta participar en el guión cuando alguna de sus historias es llevada al ámbito de la televisión o de la pantalla grande. Así lo ha hecho en las adaptaciones al cine de Alex y también con la traslación de Nos vemos allá arriba, con muy buena repercusión por la labor realizada.

El pasaje a continuación pertenece a Rosy & John, otra de las investigaciones a cargo del sagaz Verhoeven y el resto de componentes de la brigada contra el crimen:

“…Volvamos a empezar. Desde el principio.

    -Así pues, compró usted siete obuses.                                                                                                                                                                                                                                                      

    -No –explica Jean-, no los compré. Los recogí en la carretera de Souain-Perthes, en dirección a Sommepy. Y en Monthois.

   Camille Verhoeven, por encima del hombro de Jean, interroga a Basin, que asiente con un ligero movimiento de cabeza. Es en el este, explicará más tarde, en la zona de Châlons, en el Marne. Cada año, decenas de obuses de la Primera Guerra Mundial salen a la superficie; los agricultores los amontonan al final de los caminos hasta que llegan los artificieros.

   Camille se queda de piedra.

   Simplemente el tipo ha recogido obuses al borde de la carretera…

   -¿Y cómo los transportó?

   Jean se vuelve hacia Louis, en cuya mesa han depositado todo el contenido de la bolsa de deportes con la que ha llegado. Alarga el brazo y señala un manojo de recibos unidos por un clip.

   -Alquilé un coche. Ahí tiene la factura.

   Cuando Basin toma la palabra, Jean no se vuelve hacia él, permanece concentrado. Basin quiere saber cómo lo ha hecho. Recoger un obús es una cosa; hacerlo estallar, otra.

   -Con un detonador y un relé dice Jean como si fuera evidente-, no tiene ningún secreto.

   Señala un despertador digital con calendario.

   -Programé todas las bombas con eso. Tres con noventa y nueve euros en internet.

   Louis saca la factura del montón de recibos: Garnier pagó con tarjeta, con la tarjeta que está en su cartera, no hay duda, es la misma. Es la primera vez que ven a un criminal traer las facturas para demostrar que es el culpable.

   Jean muestra una caja llena de detonadores, tubos del tamaño de un cigarrillo.

   -Los robé en Technic Alpes –explica-. Es un almacén de material de obras públicas en Haute-Savoie.

   Louis lo comprueba en la red.

   -No hay más que un guardia a tiempo parcial –comenta Jean-. Fue muy fácil.

   -La empresa existe –confirma Louis desde la pantalla-, la sede está en Cluses.

   – La sede puede –dice Jean-, pero el almacén está en Sallanches.

   En la habitación todo el mundo empieza a sentirse realmente mal.

   Porque si dice la verdad sobre esa bomba de la rue Joseph-Merlin, sin duda dice la verdad sobre las demás. Los seis próximos obuses. Eso es justo lo que piensa Basin, que no para de asentir con la cabeza dirigiéndose a Camille. Para él, no hay dudas. Desde el punto de vista técnico puede haberlo llevado a cabo perfectamente.

   Basin se levanta, rodea la silla de Jean Garnier y se planta de pie, frente a él.

  -Esos obuses de la Gran Guerra, si los encuentran es porque no han explotado. Solo uno de cada cuatro está en condiciones…

   Jean frunce el ceño, preocupado. No comprende.

   -Lo que quiero decir –prosigue Basin con paciencia- es que su amenaza es real si los obuses funcionan. ¿Lo entiende?

   Basin le está hablando como un tonto a un sordomudo. No se le puede reprochar, Jean Garnier no tiene una cara que irradie inteligencia.

   Basin continúa en tono pedagógico:

   -No puede estar seguro de que los obuses vayan a explotar. Su amenaza…

   -Uno –le interrumpe Jean contando con los dedos-: el primero ha funcionado perfectamente. Dos: por esa razón hay seis, para tener en cuenta los que no van a funcionar. Y tres: si están dispuestos a correr el riesgo es cosa suya.

   Silencio.

   Basin intenta mantener la compostura.

 -¿Tiene todo lo que ha usado?

  -Los relés, los cables…, lo compré todo en Leroy Merlin –contesta Jean.

  Nadie reacciona. Poco importa, ha decidido contarlo todo, así que lo cuenta todo.

  -¡Ah, sí! En mi casa no van a encontrar ningún ordenador. Lo he tirado. Sé que pueden registrarlo incluso si se han borrado los datos…

   Y lo mismo con el teléfono fijo, hace mucho tiempo que lo dio de baja.

   A Camille le cuesta entenderlo. Necesita hablar con Basin y Louis.

   Dejan a Jean con un agente. Podrían incluso dejarlo solo, no hay peligro, en eso todo el mundo está de acuerdo.

   Salen al pasillo.

  -Joder –suelta Camille nada más cerrar la puerta-. ¿Es posible aterrorizar a una ciudad comprando despertadores en internet, relés en Leroy Merlin y recogiendo obuses en los arcenes…?”

Fotograma de la adaptación cinematográfica de la novela dirigida por Michael Radford

«Tú crees que la naturaleza de la realidad es evidente por sí misma. Cuando te engañas y crees que has visto algo, das por sentado que todo el mundo lo ve. Pero te aseguro, Winston, que la realidad no es externa. Existe solo en tu imaginación…» ( George Orwell – 1984 )

Martín Caparrós, cronista de la realidad y literato

Conserva una fuerte presencia y una mirada inquisidora como si, por defecto de profesión, la imperiosa necesidad de la observación del hecho lo acompañara de manera constante. Pero además el escritor argentino (Buenos Aires, 1957), posee otros componentes que acompañan los rasgos externos de su personalidad.

Fue desde edad temprana que el bonaerense se inclinó hacia el periodismo, hecho que lo condujo a integrar redacciones de medios como los diarios Noticias, Tiempo Argentino o Página/12, para formarse al lado de profesionales como el infortunado Rodolfo Walsh, verdadero mito de la información en el país sudamericano. Después, con los años, también llegó a ser editor de la revista El Porteño, para luego terminar fundando otra revista, en este caso Babel, y si bien los derroteros posteriores con las letras lo derivaron hacia otros géneros estilísticos nunca se alejó de su rol de cronista, a punto que en la actualidad escribe para el diario El País de Madrid y para el estadounidense The New York Times.

Quizás fruto de tanta dosis de realidad fue la que le hizo acercarse al texto de ficción, con novelas como Valfierno, A quien corresponda, Los Living o Echeverría. Luego publicó también crónicas de viaje: La guerra moderna o El interior, y se aventuró con el ensayo; Argentinismos; ¡Bingo!; y también con trabajos de investigación como El Hambre. Sus múltiples facetas le llevaron incluso a incursionar en la actuación, cuando hizo su participación en películas como ¿Quién mató a Mariano Ferreyra? o Tiempo después.

Su extensa obra le ha hecho ser acreedor de distinciones variadas, como la Beca Guggenheim, el premio Herralde de novela o el Planeta para Latinoamérica, además del Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes de España o el María Moors Cabot de la estadounidense Universidad de Columbia.

Viajero infatigable aunque residente en la capital española desde hace muchos años, quizás como un punto geográfico más para su observación de la realidad mundial, Caparrós afirma que los sistemas políticos y económicos cambian, y seguirán cambiando siempre. Solo que, en las particulares circunstancias actuales, la humanidad está atravesando por momentos delicados en los que está en juego cuál es el futuro que realmente desea.

Pero dejando de lado su observación sobre la realidad para echar mano de la libertad que concede la propia invención literaria, de su novela Valfierno, una de sus obras más apreciadas, el pasaje con el que da comienzo a la narración:

   “Soy Valfierno.

   Digamos que soy Valfierno. O, mejor dicho, fui Valfierno. Y fue como Valfierno que hice algo extraordinario: la historia de una vida.

   ¿Por qué el nombre de Valfierno?

   Convinimos que sus preguntas se iban a limitar a los hechos, ¿no es verdad?

   Sí, es cierto. ¿Y eso no es un hecho?

   Vamos, mi estimado.

    El martes 23 de agosto de 1911 los diarios de la tarde de París se vendieron a mares: voceadores gritaban en todas las esquinas que habían robado el cuadro más famoso del mundo.

   -¡La Gioconda! ¡Entérese de todo! ¡Ha desaparecido la Gioconda!

   Hacía un calor de perros. Semanas que hacía un calor de perros y todos los que no lucraban con él se sentían miserables: el tema pegajoso en cada encuentro, cada café, cada salón con sus molduras, cada iglesia o prostíbulo de lujo. Ese calor conseguía que París dejara de ser París por el bochorno. Eso –que París no fuera París- los hacía sentir particularmente miserables: estafados, y hablaban. Los señores y señoras hablaban del calor y, una vez que habían hablado de él, pasaban a otros temas que no les importaban y de pronto se secaban y volvían al asunto y uno decía que el mundo ya no era lo que era y otro se jactaba del ventilador que compraría si todo seguía así.

   -Es el progreso, mi querido, el progreso. Si no fuera por los socialistas y este calor tremendo…

   Hacía semanas que el sofoco secaba las conversaciones.

Hasta que de pronto, esa tarde, el mundo se animó:

   -¡Se la robaron! ¡Se rieron de Francia en sus narices, extra, extra!

   Soy Valfierno: fui un niño muy feliz. Mi madre me llamaba Bollino y yo creía que mi nombre era ése: Bollino, soy Bollino. Se rió mucho, mi madre, una vez en la calle cuando una señora dijo ay que linda criatura cómo se llamará y yo le dije que Bollino. No señora, se llama Juan María, dijo mi madre, que no sabía que yo tenía que llamarme Eduardo. Pero yo, Bollino, Juan María, Enrique no, Bonaglia todavía, Eduardo incluso, fui un niño muy feliz…”