Zoé Valdés, de tierra caliente

A la cubana (La Habana, 1959) se la conoce por los innumerables trabajos ligados a su carrera literaria y, en otras instancias, por la repercusión que alcanzan sus punzantes opiniones cuando alimentan polémicas en las redes sociales. A veces, en sus enfrentamientos con compatriotas, en otras, con otros tantos referentes políticos, ya que nunca ha ocultado sus posiciones contrarias al vigente gobierno de la isla caribeña.

Fue muchos años antes de estos rifirrafes, siendo alumna de la universidad capitalina habanera, que la escritora hizo su acercamiento a las letras a través de Respuestas para vivir, su primer compendio de poesía, género al que a posteriori ha vuelto en innumerables ocasiones, con Vagón para fumadores, Cuerda para el lince o Anatomía de la mirada.

Luego fue el cine el que atrapó su interés, cuando se vinculó como guionista al Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica. Hasta que en 1993 vio la luz su primera novela, Sangre azul, a la que le siguieron más de una decena: La Habana, mon amour; La hija del embajador; Bailar con la vida; La mujer que llora; La salvaje inocencia; entre otras. A las que también hay que sumar sus relatos breves y también sus textos de literatura infantil.

Su creatividad en la escritura se extiende como asidua colaboradora de distintas publicaciones, los diarios El País y El Mundo de España, Le Nouvel Observateur o Le Monde del país galo, y del diario El Universal de Venezuela, además de las revistas Vogue y Elle. Entre otras experiencias en el cine, ha dirigido un cortometraje y hasta ha participado como jurado en el Festival Internacional de Cine en la francesa ciudad de Cannes.

Valdés detenta la nacionalidad francesa y la española, país este último en el que reside desde hace unos años. Reconocida en varias oportunidades por sus textos, se ha hecho acreedora del premio Azorín y también del Novela Breve, además de ser finalista del Planeta y del Premio Médicis Extranjero en Francia, cuyas autoridades la han condecorado con la Orden de Caballero de las Artes y de las Ciencias.

Para apreciar algunas particularidades de su estilo narrativo, de la novela Querido primer novio, el pasaje a continuación:

   “Allá, en lo último del vagón, una muchacha se ha descuidado, o lo hace adrede, y abre sus entrepiernas, las rodillas son demasiado oscuras, churrosas y con viejas cicatrices de postillas purulentas, de las corvas hacia abajo la piel es un mapa de nacidos, esos granos verdosos por lo enconados, cual cráteres babosos. Descubre que estoy mirándola y creo que me saluda con una mano indecisa, también cundida de ojos de pescado. Además, en sus párpados brilla un tumulto de orzuelos. Sin embargo, el rostro es hermoso, la boca lisa y pulposa, los dientes grandes, la frente ancha y abombada, tiene cara de mosquita muerta, de fingir la inocentona, de no romper un plato. Separa todavía más sus muslos y se encarama en las caderas la falda del vestido color caramelo. No estoy segura de que quiera darme filo a mí, volteo la cabeza y comprendo que el espectáculo no me está dedicado, no es conmigo con quien ha coqueteado antes, ni tampoco a quien intenta seducir enseñando lo más recóndito de su cuerpo empercudido. Es a este mastodonte sentado detrás de mí, mareado de tanto ansiar toquetear con la mirada, un tipo de facciones rudas, de piel de lagarto, por cierto, ¿querrá cachicambiarse por un puerco? Los ojos grises, el pelo trigueño y abrillantado con esa brillantina mala y apestosa de pote grosero. El tipo apretuja entre sus brazos un gallo de pelea, un gallo fino de cresta rojísima y transparente a la luz, el pico color marfil o perla marina, las espuelas afiladas. La joven continúa calentándolo a todo lo que da el chucua, chucua del tren.

   Intento volver la vista al paisaje, pero ahora es un revoloteo que se escabulle rozándome la oreja y que impide mi forzado embeleso. El gigante ha liberado a sabiendas al gallo, oigo azuzarlo: ¡Ataca, Solito! Solito debe ser el nombre del gallo. Y Solito ha ido directo a acurrucarse entre la saya de la muchacha de rodillas costrosas; ella aprovecha y se esparranca todavía más, el animal ha comenzado a picotear, no exactamente de lo que pica el pollo, que es la mierda, sino ahí, en el triángulo oscuro, justo en la diminuta cabeza de la pepita. A cada picotazo la pepita aumenta de tamaño, y la dueña se arquea en el asiento en presencia de nosotros, los viajeros, quienes nos hacemos de la vista gorda. Ella inicia un concierto de gemidos, el gallo picotea, picotea, y a mis espaldas el hombre respira grueso, calentándome el cuello con resoplidos mojados, oigo un frufrú producido por la mano sobándose la portañuela, eso imagino, no hay que ser cartomántica para adivinarlo. Ella ruge cuando Solito embiste queriendo arrancar de un jalón aquella cresta tan encendida como la suya. El guajiro servandoso sigue abstraído en el grumoso espesor de la paja, despertando más y más a ese pasajero venático de tercera clase resentido contra su muslo, a punto de explotar de roña lujuriosa.

   La maniobra erotizante dura una media hora, el ambiente se ha puesto denso, sólo ellos dos palpitan ajenos del mundo. Los demás se adormecen debido al traqueteo del tren que invita al cabeceo y nos sumerge en una soñolencia, pero también hastiados de lo que todos consideran un espectáculo demasiado vulgar que no pasa de ahí, de una paja costumbrista, habituados como están a este exhibicionismo, pues por acá no es nada raro que viajando en una guagua alguien coloque sobre tu hombro un pene macizo, semejante aun yunque, y te llene la oreja de esperma y el chorro se escabulla por la ventanilla, doble por tercera, y empape el rostro apergaminado de una anciana que intentaba tomarse un granizado de limón al cruzar la esquina de Neptuno y Belascoaín.

   Pero yo no, yo no me duermo, yo deseo ser testigo de la opereta rabolesiana (en lugar de rabelesiana) hasta el goce último, que pertenece más al género zarzuela porno-tradicional. El tipo se ha levantado de su asiento, se apoya en mi nuca, la mano fogosa y cubierta de callos araña mi piel, es una mano de boxeador, mejor dicho, de carretero. Cual un toro que embiste, se dirige trastabillando a causa de los bamboleos del tren hacia el asiento de la endemoniada. Arranca al gallo del totingo enhiesto y retuerce el pescuezo del ave compitiendo con la imagen del marido celoso desquitándose con el amante. En seguida agarra a la sicalíptica por la muñeca y, de un empellón a lo Robert Mitchum a una res en ‘Hombres errantes`, lanza a la doncella desollada contra la estera mugrienta del pasillo. Y allí la deshonra, que por lo que se ve ella disfruta más que la honra. De una galúa cabillera. La desvirga, en resumen, de un trancazo. El gallo boquea a corta distancia, brincando en el estertor del crimen. Siento un nuevo cosquilleo en la garganta, quizás sean deseos de entonar una melodía fina y elocuente. Aquella que dice:  Sitiera mía, dime qué has hecho de mi dulce hogar…

   Dejo caer los párpados, amodorrada de vergüenza y de escalofríos en la vagina; al abrirlos ya cada uno ha regresado a su silla. Ella, muy correcta, saborea la fatiga, ladea la cabeza acomodando la nuca en el raído almohadín del respaldar. Él guacho al fin, no renuncia a la rudeza y se ha ubicado a fumar un tabaco tan descomunal como su propio sexo, puedo comprobarlo volteándome, haciendo como quien busca un objeto perdido en el suelo. En el interior de una canasta de mimbre ha introducido el cadáver de Solito, el gallo escultor de corolas de carne salada y apetitosa. Elegguá ha recibido su sacrificio…”