Hasta las últimas instancias, Stefan Zweig

Los totalitarismos de cualquier índole no suelen soportar a aquellas voces discordantes, y sus dirigentes, rodeados de mediocridad, solo admiten a los aduladores que les glorifican. Esto mismo lo debe haber comprobado en su momento el escritor austríaco (Viena, Austria 1881 – 1942 Petrópolis, Brasil) en propia persona, cuando en el año 1938 el nazismo prohibió la reproducción de todos sus textos.

Procedente de una familia judía y de alta posición social, desde temprana edad desplegó sus capacidades en distintas disciplinas: se doctoró en filosofía en la universidad vienesa y se desempeñó además como traductor, crítico literario, biógrafo e historiador, llegando a publicar su primera novela hacia el año 1904. Aunque su carrera, como la de otros tantos jóvenes, se vio truncada ante el estallido de la Primera Guerra Mundial, en la que tuvo que incorporarse a las filas del ejército del entonces imperio Austrohúngaro, conflicto que no hizo más que alimentar sus ideas antibelicistas, esas mismas convicciones que le llevaron luego a enfrentarse con las crecientes doctrinas nacionalistas en la década de los años treinta del siglo pasado.

Una vez acabada la gran contienda se dedicó a viajar por distintos continentes, visitando la Unión Soviética, India, diversos países de América del sur y los Estados Unidos. Viajes que le sirvieron para trabar amistad con escritores, científicos o músicos, personalidades como Máximo Gorki, Albert Einstein o Arturo Toscanini. Para ese entonces, la prohibición de sus publicaciones se iba extendiendo también a los países que sistemáticamente eran sojuzgados e incorporados al Reich alemán. Aunque más allá de estas contingencias, nada impidió que Zweig fuera uno de los autores más populares y prolíficos en los años veinte y treinta; con novelas y relatos tales como El mundo de ayer, Novela de ajedrez, Amok, Ardiente secreto o Carta a una desconocida, los que fueron traducidos a varios idiomas.

Ante el desarrollo de los acontecimientos con un nuevo giro racista del gobierno germánico, sumada a la anexión de Austria y ante la inminencia de una nueva conflagración global, decidió dejar su país para establecerse en Londres primero, donde pronto le alcanzarían las consecuencias de la guerra, para luego cruzar el océano e instalarse con su joven esposa en la ciudad brasileña de Petrópolis, cercana a Río de Janeiro.

Pero no pudo encontrar esa anhelada paz interior que buscaba, más aún con el curso que iban tomando las hostilidades, ante el victorioso avance de los ejércitos fascistas que le hicieron temer lo peor para el futuro del planeta. Situación por la cual el 22 de febrero del año 1942, él y su mujer tomaron la drástica determinación de quitarse la vida; no sin antes dejar tres cartas explicando el porqué de su decisión, cuando en una de ellas con desazón especificaba: “El mundo de mi lengua ha desaparecido y mi patria espiritual, Europa, se ha destruido a sí misma”.

Desde hace unos años sus obras vuelven a tener la trascendencia de otrora y a publicarse con renovado vigor, tal el caso de Amok y este pasaje, para apreciar sólo una pequeña dimensión de su mundo literario:

   “…Una tos seca y ligera muy cerca de mí me despertó bruscamente. Salí sobresaltado de mi casi embriagado ensueño. Mis ojos, deslumbrados por el blanco resplandor sobre los párpados hasta entonces cerrados, se esforzaban por ver: justo delante de mí, en la sombra de la borda, brillaba algo así como el reflejo de unas gafas, y en aquel momento ardió una chispa gruesa y redonda, el rescoldo de una pipa. Al tumbarme, simplemente había echado una ojeada a la espumosa proa, debajo de mí, y a la Cruz del Sur, encima de mi cabeza, pero era obvio que no me había dado cuenta de la presencia de aquel vecino, que debió de haber permanecido allí sentado e inmóvil durante todo el rato. Espontáneamente, con los sentidos aún amodorrados, dije en alemán:

   —Perdone.

   —No hay de qué —respondió la voz desde la oscuridad, también en alemán.

   Es imposible explicar lo extraño y horripilante que resultaba estar sentado en silencio y a oscuras junto a alguien al que no veía. Me daba la irreflexiva impresión de que aquel hombre tenía los ojos fijos en mí, tal como yo tenía los míos en él. Pero tan fuerte era la luz que nos inundaba desde arriba con su blanco centelleo, que ninguno de los dos podía ver del otro más que la silueta en la sombra. Tan sólo creí percibir su respiración y sus silbantes caladas a la pipa.

   El silencio era insoportable. De buena gana me hubiera ido de allí, pero tal cosa habría parecido demasiado brusca, demasiado repentina. Perplejo, saqué un cigarrillo. La cerilla chasqueó, durante un segundo palpitó luz sobre el estrecho espacio. Detrás de los cristales de unas gafas vi un rostro desconocido que no había visto antes a bordo, ni en las comidas ni en los pasillos, y fuera que la repentina llama le hiriera los ojos, fuera que se tratara de una alucinación, lo cierto es que me pareció un rostro terriblemente desfigurado y siniestro que recordaba a un duende. Pero antes de que pudiera distinguir sus rasgos, la oscuridad engulló de nuevo las líneas de aquella cara fugazmente iluminada. Sólo vi la silueta de una figura oscura, acurrucada en la sombra, y de vez en cuando el rojo anillo de fuego de la pipa en el vacío.

   Ninguno de los dos hablaba y aquel silencio era sofocante y agobiante como el aire de los trópicos.

   Finalmente no pude contenerme más. Me levanté y dije cortésmente:

   —Buenas noches.

   —Buenas noches —respondió desde las tinieblas una voz ronca y enmohecida.

   Avanzaba a duras penas tropezando con el cordaje y evitando los postes, cuando oí unos pasos detrás de mí, rápidos e inseguros. Era el vecino de antes. Involuntariamente me detuve. Él se acercó y a través de la oscuridad percibí en su modo de caminar cierto temor y abatimiento.

   —Perdone que le pida un favor —se apresuró a decir entonces—. Ten… tengo —balbuceó, y en su estado de azoramiento no pudo continuar—… motivos privados…, completamente privados para retirarme aquí… Una defunción… Evito la compañía de a bordo… No lo digo por usted…, no…, no… Sólo quería pedirle…, le estaría muy agradecido si no dijera a nadie de a bordo que me ha visto… Se trata de…, por decirlo así, de motivos privados que me impiden hablar con la gente… Sí…, ahora me resultaría muy embarazoso que mencionara que alguien aquí…, de noche…, que yo…

   De nuevo se le atascaron las palabras. Rápidamente puse fin a sus temores asegurándole que cumpliría su deseo. Nos dimos la mano. Después regresé a mi camarote y dormí con un sueño pesado, extrañamente agitado y turbado por toda suerte de visiones.

   Mantuve mi promesa y no conté a nadie de a bordo el extraño encuentro, aunque la tentación era grande, pues en el curso de un viaje por mar el hecho más insignificante, una vela en el horizonte, un delfín que salta, un flirteo recién descubierto, una broma pasajera, se convierten en todo un acontecimiento. Con todo, me consumía la curiosidad de saber algo más de aquel insólito viajero: examiné con atención la lista de pasajeros buscando un nombre que pudiera ser el suyo, observé a las personas para descubrir si podían tener alguna relación con él; una impaciencia nerviosa se adueñó de mí durante todo el día, en realidad estaba esperando la noche para ver si volvía a encontrarlo. Los misterios psicológicos ejercen sobre mí un poder francamente inquietante, la sangre me hierve tratando de descubrir las relaciones entre las cosas, y las personas singulares pueden, con su mera presencia, encender en mí una pasión por conocerlas que no es menor que la de las mujeres por querer poseer. El día se me hizo largo y se desmigajó vacío entre mis dedos. Me acosté temprano: sabía que me despertaría a medianoche, que el desasosiego me desvelaría.

   Y en efecto: me desperté a la misma hora que el día anterior. En la esfera fosforescente de mi reloj las manecillas se sobreponían en una raya luminosa. Salí a toda prisa de mi bochornoso camarote para entrar en una noche todavía más bochornosa.

   Las estrellas brillaban como la noche anterior y derramaban una difusa luz sobre el tembloroso barco; en lo alto centelleaba la Cruz del Sur. Todo era como el día anterior —en los trópicos los días y las noches se asemejan más entre sí que en nuestras latitudes—, sólo que yo ya no sentía en mí aquel balanceo suave, flotante y soñador de la víspera. Algo me empujaba y confundía, y yo sabía hacia dónde me atraía: hacia la negra curvatura de proa, para ver si el hombre misterioso estaba otra vez allí sentado e inmóvil. En lo alto sonó la campana del barco. Las campanadas me empujaron a seguir. Paso a paso, contra mi voluntad y, sin embargo, arrastrado, cedí al impulso. No había llegado aún a la proa cuando, de pronto, chispeó algo parecido a un ojo rojo: la pipa. Así pues, él estaba allí.

   Me estremecí sin querer y me detuve. Un poco más y me habría ido. Entonces algo se movió en la oscuridad, se levantó, dio dos pasos y, de repente, oí delante de mí su voz cortés y abatida.

   —Perdone —dijo—. Por lo visto usted desea volver a su sitio y me ha parecido que estaba a punto de huir cuando me ha visto. Por favor, siéntese sin más, yo ya me voy.

   Yo por mi parte me apresuré a decirle que se quedara, que había retrocedido sólo para no molestarle.

   —No me molesta —dijo él con cierta amargura—. Al contrario, me alegro de no estar solo por una vez. No he pronunciado una sola palabra desde hace diez días…, en realidad desde hace años…, y la verdad es que se hace difícil tener que guardárselo todo dentro de uno, quizá precisamente porque uno acaba ahogándose con ello… No puedo seguir metido en el camarote, en aquel… aquel ataúd… No puedo… Y a la gente tampoco la soporto, porque se pasa el día riendo… No puedo soportarlo ahora… Los oigo hasta en el camarote y me tapo los oídos… Claro que ellos no saben que…, en fin, no saben nada y, aunque lo supieran, qué importa a unos extraños…

   Se interrumpió de nuevo. Y después añadió repentina y apresuradamente:

   —Pero no quiero importunarle… Perdone mi locuacidad.

   Se inclinó e hizo ademán de marcharse. Pero yo me opuse enérgicamente.

   —Usted no me importuna en absoluto. Yo también me alegro de charlar un ratito tranquilamente… ¿Quiere un cigarrillo?

   Tomó uno. Se lo encendí. De nuevo su rostro se destacó vacilante sobre la oscura borda, pero ahora completamente vuelto hacia mí: tras las gafas, sus ojos escudriñaban mi rostro, ávidos y con enajenada vehemencia. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Presentía que aquel hombre quería hablar, tenía que hablar. Y sabía que yo debía callar para ayudarle…”

«Esas mujeres que nunca conocí y con las que, vivas o muertas, reales o ficticias, siento que tengo algo en común. Son artistas, escritoras, heroínas y mujeres de mi infancia que componen una cadena invisible dentro de mí. Tengo la impresión que mi historia es la de ellas» (Annie Ernaux)

Suicidas, toxicómanos, dementes y otros escritores

(Malcom Lowry)

¿Cómo abordar la lectura de un libro que ostenta esta escalofriante «dedicatoria» de autor: «En olvido de mi padre, que me destruyó para siempre»? Pues con la decidida valentía del lector que se asoma al abismo de una escritura del desencanto y la desesperación. Esas palabras figuran al frente de «La letra herida», del poeta, ensayista, narrador y crítico literario Toni Montesinos (Barcelona, 1972), un impresionante ensayo este sobre «Autores suicidas, toxicómanos y dementes», como detalla su subtítulo. Abre el volumen un sobrecogedor prólogo del autor con dramáticos referentes autobiográficos, revelando una infancia y adolescencia marcadas por la crueldad de un despótico padre y la tragedia de una madre prematuramente fallecida. A causa de esta dramática situación familiar se crea una solidaria complicidad entre el autor y los escritores abordados en el volumen, parias de la literatura, descastados heterodoxos, marginales del intelecto, enemigos de todo convencionalismo cultural y, en muchos casos, víctimas de esa brutalidad paterna.

Matar al padre

Estas páginas rezuman así la esencia de un furioso malditismo regido por un código moral de sensualidad, extravagancia, alcoholismo y transgresión. La sombra del sobrevenido final acechaba amenazante: «Tener esta vida llena de angustia y padecimientos me llevó a plantarme para qué seguir vivo. La tristeza y la desesperación habían maniatado todo lo que yo era». La freudiana propuesta de «matar al padre» para construir la propia personalidad cobra aquí el sentido de una catarsis reparadora, un lenitivo para las heridas del pasado. El suicidio agrupa a varios de los más destacados escritores aquí reunidos y, entre la anécdota cotidiana y la trascendencia de tan impactante asunto, se reflexiona sobre esa pulsión aniquiladora y su variada casuística bajo la sombra de la expresión literaria.

Cesare Pavese acabará con su vida ingiriendo somníferos en 1950 a los 41 años; era el final de su permanente meditación obsesiva sobre la muerte («Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», es uno de sus más conocidos versos), atormentado por desengaños amorosos, depresivas frustraciones y un acusado cansancio vital. Es un representativo caso de intelectual desubicado, insatisfecho con la propia labor creativa, angustiado por una visceral soledad; alguien superado por, como tituló a su imprescindible diario personal, «El oficio de vivir».

Yukio Mishima se hizo el «harakiri» en una espectacular ceremonia de la confusión, habiendo apresado antes a un general en su cuartel, arengado a un sorprendido público burlón desde un balcón y dándose muerte al ostentoso grito de «¡Larga vida al Emperador!». Tras tan atrabiliario final, en el que no faltó su consentida decapitación, se encontró una nota en su escritorio: «La vida es breve, pero yo quisiera vivir siempre». Acaso fuera esa la forma de alcanzar su particular eternidad, con un ritual tan estrambótico como lo fuera su propia existencia, sin que esa extravagante deriva le reste sus reconocidos méritos literarios. No podía faltar aquí Virginia Woolf, quien se sumergiría en las aguas del río Ouse con una piedra en un bolsillo de su vestido; era 1941 y tenía 59 años. Entre crisis nerviosas, visionarias alucinaciones y la intuida demencia, más que no querer vivir quizá lo que deseaba era no sufrir y huir definitivamente de una intensa perturbación del carácter.

En 1961, Ernest Hemingway, en la cumbre de su reconocimiento popular y valoración crítica, se disparaba un tiro de escopeta en la cabeza; Lillian Ross, periodista que le había conocido profesionalmente, escribía, como aquí se detalla: «Podía haber comprado a todas las mujeres del mundo, haberse ido a China o reservarse una habitación en el Ritz de París; podía haberse convertido en el Proust del pueblo. Pero no, nada de eso, lo que hace es matarse». El miedo al triunfo literario y social, o a su pérdida, puede engendrar también fuertes tensiones psicológicas que aboquen a la pulsión suicida, a la huida de una agobiante necesidad de superación intelectual.

Por el hueco de una escalera

El caso de Primo Levi es algo diferente; no pudo resistir su condición de superviviente de Auschwitz, la «injusticia» de continuar viviendo mientras otros que habían conocido aquel horror con él sucumbieron. Para dejar de sufrir se lanzó al hueco de la escalera de la finca en que vivía. John Kennedy Toole se mató con 31 años antes de ver publicada su desternillante novela «La conjura de los necios» en un definitivo acto de rebeldía ante su talento no reconocido, superado por la incertidumbre de desnortadas expectativas. Robert Walser murió en su último paseo por la nieve cerca del sanatorio suizo en el que estaba ingresado; hacía años que ya no escribía, aquejado de depresiones que acaso fueran un lento morir más o menos voluntario en el discreto anonimato de quien se cree alejado de la vida y ausente de la realidad.

Entre otros suicidas literarios, Montesinos no olvida el referente ficcional que da pie al impulso autodestructivo, de ascendencia claramente romántica: la muerte del joven Werther, con la que Goethe mostraba la definitiva desesperación amorosa. Vida(s) y literatura se confunden así en un vaivén de emociones inconformistas, rebeldes y angustiadas. Es el suicidio lo que sitúa a estos personajes, reales o imaginarios, ante la marginalidad de su desarraigo social y cultural.

La dipsomanía literaria adquiere diversos perfiles creativos y encontramos en estas páginas una amplia casuística de esta especie de suicidio demorado. Malcolm Lowry ahogó en alcohol su insistente sensación de fracaso, recreando la propia angustia en el ya mítico ex cónsul británico en México de «Bajo el volcán», personaje consciente de su autodestrucción como una particular creación estética, anegado –como el autor– en una desolación sin límites. La generación beat, con Jack Kerouac y Allen Ginsberg a la cabeza, se sumergirá en una borrachera de drogas, contracultura hippie, budismo zen, sexo libre y vagabundeo incesante en lo que no era otra cosa que la búsqueda obsesiva de la libertad vertida en pura literatura.

Raymond Carver, quien dejaría atrás su adicción al alcohol, supo captar, deambulando por trabajos ocasionales y sórdidos paisajes, bajo la reconocida influencia de Chejov la aparente banalidad de lo cotidiano y su insospechada trascendencia en las vidas cruzadas de bien trazados personajes. Quizá sea Charles Bukowski, («Sigue siendo el rey de la cultura underground, de la rebeldía, del spleen y del erotismo literario moderno»), el claro ejemplo de escritor que asume y difunde su condición de borracho lúcido, contestatario, trangresor de normas sociales y convenciones estéticas. Su alcoholismo decidido y vocacional genera, en el marco de la fascinación por la música clásica, los ambientes marginales y la sexualidad desbocada, una literatura de irónico desarraigo. Y también encontramos a quienes se bebieron la vida, intoxicados con su propio vanidoso y brillante intelecto, como Truman Capote; en su mundo ingenioso y desinhibido la dipsomanía actuó como fiel acompañante de su pose de ocurrente conversador, al tiempo que activaba una estilística de calculada frivolidad. En muchos de los escritores que protagonizan este volumen de adicciones y desarraigos (donde también se encuentran Anne Sexton, Nietzsche, Pessoa, David Foster Wallace y Hunter S. Thompson, entre otros) la figura de un padre despótico, autoritario o directamente agresivo marcará dramáticamente su personalidad, creando un desequilibrio que se verá reflejado en su mejor literatura.

(El texto pertenece a Jesús Ferrer, y fue publicado por el diario La Razón de España)

Cristina Peri Rossi, los insondables caminos del deseo

De larga vivencia fuera de su país de origen, la escritora uruguaya (Montevideo, 1941), lleva desde el comienzo de los años setenta residiendo como una vecina más en la mediterránea ciudad de Barcelona. Su caso fue uno de tantos de una larga lista de migración obligatoria en la que se vieron envueltos muchos latinoamericanos; quienes tuvieron que salir por piernas para poner a salvo sus vidas en momentos en que la mayoría de sus países cayeron bajo las botas de las dictaduras militares genocidas.

Los más de ellos eligieron países europeos como nueva residencia, para lo que pensaron sería una estancia pasajera. Y si bien en el caso español el gobierno vivía los últimos estertores de la dictadura franquista, el exilio de la rioplatense terminó extendiéndose mucho más allá en el tiempo, tanto que su lugar de adopción se convirtió en el de estancia permanente, para luego terminar adoptando ya la nacionalidad española.

Fruto de todo ello y como no podía acontecer de otra manera, el desarraigo conforma una parte importante de su obra literaria. Aunque mucho antes de esto, la autora ya se había dado a conocer en su país con sendos compendios de relatos cortos: Viviendo y Museos abandonados, que en su momento fueron elogiados por la crítica así como por otros autores como el coterráneo Mario Benedetti. Con el exilio a cuestas comenzó colaborando con medios escritos de la península, con sus textos publicados en diarios como El País de España o El Periódico de Catalunya.  

Una vez concluida la dictadura en el Uruguay, la escritora se planteó el retorno hacia las que fueron sus raíces, pero finalmente y por el tiempo transcurrido decidió no sufrir más nostalgias, en este caso, con la que era su ciudad de adopción. Donde fuere y más aún en su madurez su obra no se detenía, impulsada por los temas que siempre la motivaron: el exilio, los intelectuales, las fantasías y la  identidad sexual, y también las variables del deseo, conceptos que canalizó a través de sus antologías de poesía con obras como Estado del exilio o Estrategia del deseo; novelas como La nave de los locos, Solitario de amor, La insumisa; y relatos como La nave del dinosaurio, El museo de los esfuerzos inútiles, y su última colección conocida, Desastres íntimos.

Su estilo oscila con variaciones cargadas de ironía, en otras con una inusitada intensidad en el momento de atacar el texto, mientras coquetea con el tratamiento de lo absurdo. Elementos que conjugados atrajeron la atención del público y de colegas como Julio Cortázar, con quien compartió amistad, lecturas y afecto, proximidad que hasta les llevó a hacerse sendas ofrendas literarias, ella con Julio Cortázar y Cris, mientras que el argentino compuso Quince poemas de amor a Cris.

Su extenso trabajo fue distinguido en innumerables ocasiones, con el Premio Ciudad de Barcelona, la Beca Guggenheim, el Premio Internacional de Poesía Rafael Alberti, el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso y el Premio Cervantes de Literatura.

Aquí una pequeña muestra de su hacer literario, de la recopilación Desastres íntimos, un pasaje de su relato Entrevista con el ángel:

«Conocí al ángel en un bar de homosexuales del centro. El bar se llamaba Wilde’s y en las paredes había fotografías de travestidos famosos a quienes yo no conocía ni había visto jamás, pero que sin duda eran figuras muy apreciadas en el ambiente. También aprendí que la palabra ‘ambiente’ designaba precisamente esos lugares, donde se reunían hombres y mujeres para tomar una copa, reír, sufrir o ligar. El Wilde’s era mixto y la fauna de aquella noche de julio tenía un aspecto muy variado. Creo que se trataba de un viernes, y mi mujer acababa de abandonarme. Ella no soporta que yo diga <mi mujer>, porque cuando se refiere a mí no dice <mi hombre>, pero me siento ridículo si digo <mi compañera>, y <mi esposa> sólo lo uso para casos oficiales. Pues bien, <ella> acababa de abandonarme, justamente en julio, cuando muchas cosas estaban cerradas y la oficina donde trabajo –una gestoría- se encontraba de vacaciones. Hay algo peor para un hombre que el hecho de que su mujer lo abandone por otro hombre, y es que lo abandone por una mujer. Eso era lo que me había ocurrido y no conseguía digerir. El hecho se había instalado en el centro de mi estómago, como una bola de cemento, que no me permitía ni tragar ni vomitar, y en el centro de mi cabeza, impidiéndome cualquier clase de pensamiento, o simplemente, dormir. No sabía si tenía que ir a un psiquiatra, al juzgado de guardia o a un abogado. A ella la mandé al médico, con lo cual sólo conseguí una risita irónica y un comentario mordaz:

   -Su hubiera conocido a Irma antes que a ti, seguramente no me habría casado contigo.

   La amante de mi mujer se llamaba Irma, era decoradora y bastante guapa. Ésta fue mi primera sorpresa: tenía entendido, o me hicieron creer, que las lesbianas eran todas feas, hombrunas y fracasadas, y resulta que mi mujer se había topado con una lesbiana guapa, con profesión y sin compromisos. Seguramente me lo habían contado mal, o ésta era una excepción. Le dije a mi mujer que no se precipitara, que ya tendríamos tiempo de separarnos, de divorciarnos, si era lo que pretendía, que, entretanto, fuera al médico. Comencé a sospechar que lo que le ocurría a mi mujer era que no había tenido un hijo; eso, quizás, lo explicaba todo.

   -Eres muy bruto –me contestó.

   No habíamos tenido un hijo, ni dos, por la sencilla razón de que ella tenía el útero retrovertido, de lo cual oscuramente me alegré, porque la idea de ser padre no me hacía precisamente feliz.

   -¿Qué tiene ella que yo no tenga? –osé preguntarle, antes de que me abandonara.

   ¿Qué puede tener una mujer que un hombre no tenga? Bien mirado, yo estaba seguro de poseer algunos atributos de los cuales Irma carecía, salvo que los hubiera adquirido en un sex-shop.

   De pronto me di cuenta de que estaba terriblemente interesado en saber cómo hacían el amor dos mujeres. Esto no me lo habían enseñado en el colegio, ni en formación profesional, ni me preocupó durante todos estos años, pero ahora comprendía que tenía una laguna en mi conocimiento. Una laguna no, más bien un océano. Hay algo más insoportable que una mujer que conspira contra uno, y son dos mujeres que conspiran contra uno. El lazo que los unía, fuera cual fuera la atracción que sentían, era pertenecer al mismo sexo. Esto les daba una identificación imposible para mí. Jamás yo podría llegar a esa unidad, a esa complicidad con nadie; no la había tenido con ella, no la podría tener con otra mujer, y los hombres no me interesaban. O por lo menos eso creía hasta que conocí al ángel. ¿Qué sabemos acerca de nosotros mismos? Una serie de conductas repetitivas o reflejas que, en cualquier momento, pueden desmontarse como las vértebras de un saurio de juguete. El ángel estaba en la barra, bebiendo una copa de champán y conversando suavemente con un hombre. Tenía aspecto de mujer, pero algo en su figura, en sus hombros o quizás en su voz, indicaba que había un pequeño desajuste, una imperfección, la sospecha de no ser enteramente. Esto me inquietó y despertó mi curiosidad. Me acordé de mi mujer, de aspecto femenino y labios carnosos, que a esa misma hora, probablemente, estaría haciendo el amor con otra mujer, no conmigo, y el pensamiento me hizo sentir infeliz. Yo podía darle todo lo que un hombre puede darle a una mujer, pero Irma podía darle algo que yo jamás tendría ni sería: su naturaleza de mujer. Ella había encontrado el punto justo para desarmarme, para humillarme y menoscabarme: algo que yo no podía cambiar, salvo que yo me fuera a operar a Casablanca.

   Los diez minutos siguientes los empleé en observar al ángel. Los travestidos -y éste seguramente lo era- tienen algo que me desagrada profundamente: la imitación del modelo ideal es tan exagerada que en lugar de una simulación lo que consiguen es una farsa. Los afeites, el maquillaje, los gestos se convierten en una parodia y los alejan más del original.

   Por lo menos eso era lo que yo pensaba hasta que conocí al ángel. Debía estar medio borracho y muy afectado por el abandono de mi mujer para decidir acercarme a la barra, con aire desenvuelto, un vaso de ginebra en la mano y cierta agresividad que sin duda me parecía muy masculina…”