
Los totalitarismos de cualquier índole no suelen soportar a aquellas voces discordantes, y sus dirigentes, rodeados de mediocridad, solo admiten a los aduladores que les glorifican. Esto mismo lo debe haber comprobado en su momento el escritor austríaco (Viena, Austria 1881 – 1942 Petrópolis, Brasil) en propia persona, cuando en el año 1938 el nazismo prohibió la reproducción de todos sus textos.
Procedente de una familia judía y de alta posición social, desde temprana edad desplegó sus capacidades en distintas disciplinas: se doctoró en filosofía en la universidad vienesa y se desempeñó además como traductor, crítico literario, biógrafo e historiador, llegando a publicar su primera novela hacia el año 1904. Aunque su carrera, como la de otros tantos jóvenes, se vio truncada ante el estallido de la Primera Guerra Mundial, en la que tuvo que incorporarse a las filas del ejército del entonces imperio Austrohúngaro, conflicto que no hizo más que alimentar sus ideas antibelicistas, esas mismas convicciones que le llevaron luego a enfrentarse con las crecientes doctrinas nacionalistas en la década de los años treinta del siglo pasado.
Una vez acabada la gran contienda se dedicó a viajar por distintos continentes, visitando la Unión Soviética, India, diversos países de América del sur y los Estados Unidos. Viajes que le sirvieron para trabar amistad con escritores, científicos o músicos, personalidades como Máximo Gorki, Albert Einstein o Arturo Toscanini. Para ese entonces, la prohibición de sus publicaciones se iba extendiendo también a los países que sistemáticamente eran sojuzgados e incorporados al Reich alemán. Aunque más allá de estas contingencias, nada impidió que Zweig fuera uno de los autores más populares y prolíficos en los años veinte y treinta; con novelas y relatos tales como El mundo de ayer, Novela de ajedrez, Amok, Ardiente secreto o Carta a una desconocida, los que fueron traducidos a varios idiomas.
Ante el desarrollo de los acontecimientos con un nuevo giro racista del gobierno germánico, sumada a la anexión de Austria y ante la inminencia de una nueva conflagración global, decidió dejar su país para establecerse en Londres primero, donde pronto le alcanzarían las consecuencias de la guerra, para luego cruzar el océano e instalarse con su joven esposa en la ciudad brasileña de Petrópolis, cercana a Río de Janeiro.
Pero no pudo encontrar esa anhelada paz interior que buscaba, más aún con el curso que iban tomando las hostilidades, ante el victorioso avance de los ejércitos fascistas que le hicieron temer lo peor para el futuro del planeta. Situación por la cual el 22 de febrero del año 1942, él y su mujer tomaron la drástica determinación de quitarse la vida; no sin antes dejar tres cartas explicando el porqué de su decisión, cuando en una de ellas con desazón especificaba: “El mundo de mi lengua ha desaparecido y mi patria espiritual, Europa, se ha destruido a sí misma”.
Desde hace unos años sus obras vuelven a tener la trascendencia de otrora y a publicarse con renovado vigor, tal el caso de Amok y este pasaje, para apreciar sólo una pequeña dimensión de su mundo literario:
“…Una tos seca y ligera muy cerca de mí me despertó bruscamente. Salí sobresaltado de mi casi embriagado ensueño. Mis ojos, deslumbrados por el blanco resplandor sobre los párpados hasta entonces cerrados, se esforzaban por ver: justo delante de mí, en la sombra de la borda, brillaba algo así como el reflejo de unas gafas, y en aquel momento ardió una chispa gruesa y redonda, el rescoldo de una pipa. Al tumbarme, simplemente había echado una ojeada a la espumosa proa, debajo de mí, y a la Cruz del Sur, encima de mi cabeza, pero era obvio que no me había dado cuenta de la presencia de aquel vecino, que debió de haber permanecido allí sentado e inmóvil durante todo el rato. Espontáneamente, con los sentidos aún amodorrados, dije en alemán:
—Perdone.
—No hay de qué —respondió la voz desde la oscuridad, también en alemán.
Es imposible explicar lo extraño y horripilante que resultaba estar sentado en silencio y a oscuras junto a alguien al que no veía. Me daba la irreflexiva impresión de que aquel hombre tenía los ojos fijos en mí, tal como yo tenía los míos en él. Pero tan fuerte era la luz que nos inundaba desde arriba con su blanco centelleo, que ninguno de los dos podía ver del otro más que la silueta en la sombra. Tan sólo creí percibir su respiración y sus silbantes caladas a la pipa.
El silencio era insoportable. De buena gana me hubiera ido de allí, pero tal cosa habría parecido demasiado brusca, demasiado repentina. Perplejo, saqué un cigarrillo. La cerilla chasqueó, durante un segundo palpitó luz sobre el estrecho espacio. Detrás de los cristales de unas gafas vi un rostro desconocido que no había visto antes a bordo, ni en las comidas ni en los pasillos, y fuera que la repentina llama le hiriera los ojos, fuera que se tratara de una alucinación, lo cierto es que me pareció un rostro terriblemente desfigurado y siniestro que recordaba a un duende. Pero antes de que pudiera distinguir sus rasgos, la oscuridad engulló de nuevo las líneas de aquella cara fugazmente iluminada. Sólo vi la silueta de una figura oscura, acurrucada en la sombra, y de vez en cuando el rojo anillo de fuego de la pipa en el vacío.
Ninguno de los dos hablaba y aquel silencio era sofocante y agobiante como el aire de los trópicos.
Finalmente no pude contenerme más. Me levanté y dije cortésmente:
—Buenas noches.
—Buenas noches —respondió desde las tinieblas una voz ronca y enmohecida.
Avanzaba a duras penas tropezando con el cordaje y evitando los postes, cuando oí unos pasos detrás de mí, rápidos e inseguros. Era el vecino de antes. Involuntariamente me detuve. Él se acercó y a través de la oscuridad percibí en su modo de caminar cierto temor y abatimiento.
—Perdone que le pida un favor —se apresuró a decir entonces—. Ten… tengo —balbuceó, y en su estado de azoramiento no pudo continuar—… motivos privados…, completamente privados para retirarme aquí… Una defunción… Evito la compañía de a bordo… No lo digo por usted…, no…, no… Sólo quería pedirle…, le estaría muy agradecido si no dijera a nadie de a bordo que me ha visto… Se trata de…, por decirlo así, de motivos privados que me impiden hablar con la gente… Sí…, ahora me resultaría muy embarazoso que mencionara que alguien aquí…, de noche…, que yo…
De nuevo se le atascaron las palabras. Rápidamente puse fin a sus temores asegurándole que cumpliría su deseo. Nos dimos la mano. Después regresé a mi camarote y dormí con un sueño pesado, extrañamente agitado y turbado por toda suerte de visiones.
Mantuve mi promesa y no conté a nadie de a bordo el extraño encuentro, aunque la tentación era grande, pues en el curso de un viaje por mar el hecho más insignificante, una vela en el horizonte, un delfín que salta, un flirteo recién descubierto, una broma pasajera, se convierten en todo un acontecimiento. Con todo, me consumía la curiosidad de saber algo más de aquel insólito viajero: examiné con atención la lista de pasajeros buscando un nombre que pudiera ser el suyo, observé a las personas para descubrir si podían tener alguna relación con él; una impaciencia nerviosa se adueñó de mí durante todo el día, en realidad estaba esperando la noche para ver si volvía a encontrarlo. Los misterios psicológicos ejercen sobre mí un poder francamente inquietante, la sangre me hierve tratando de descubrir las relaciones entre las cosas, y las personas singulares pueden, con su mera presencia, encender en mí una pasión por conocerlas que no es menor que la de las mujeres por querer poseer. El día se me hizo largo y se desmigajó vacío entre mis dedos. Me acosté temprano: sabía que me despertaría a medianoche, que el desasosiego me desvelaría.
Y en efecto: me desperté a la misma hora que el día anterior. En la esfera fosforescente de mi reloj las manecillas se sobreponían en una raya luminosa. Salí a toda prisa de mi bochornoso camarote para entrar en una noche todavía más bochornosa.
Las estrellas brillaban como la noche anterior y derramaban una difusa luz sobre el tembloroso barco; en lo alto centelleaba la Cruz del Sur. Todo era como el día anterior —en los trópicos los días y las noches se asemejan más entre sí que en nuestras latitudes—, sólo que yo ya no sentía en mí aquel balanceo suave, flotante y soñador de la víspera. Algo me empujaba y confundía, y yo sabía hacia dónde me atraía: hacia la negra curvatura de proa, para ver si el hombre misterioso estaba otra vez allí sentado e inmóvil. En lo alto sonó la campana del barco. Las campanadas me empujaron a seguir. Paso a paso, contra mi voluntad y, sin embargo, arrastrado, cedí al impulso. No había llegado aún a la proa cuando, de pronto, chispeó algo parecido a un ojo rojo: la pipa. Así pues, él estaba allí.
Me estremecí sin querer y me detuve. Un poco más y me habría ido. Entonces algo se movió en la oscuridad, se levantó, dio dos pasos y, de repente, oí delante de mí su voz cortés y abatida.
—Perdone —dijo—. Por lo visto usted desea volver a su sitio y me ha parecido que estaba a punto de huir cuando me ha visto. Por favor, siéntese sin más, yo ya me voy.
Yo por mi parte me apresuré a decirle que se quedara, que había retrocedido sólo para no molestarle.
—No me molesta —dijo él con cierta amargura—. Al contrario, me alegro de no estar solo por una vez. No he pronunciado una sola palabra desde hace diez días…, en realidad desde hace años…, y la verdad es que se hace difícil tener que guardárselo todo dentro de uno, quizá precisamente porque uno acaba ahogándose con ello… No puedo seguir metido en el camarote, en aquel… aquel ataúd… No puedo… Y a la gente tampoco la soporto, porque se pasa el día riendo… No puedo soportarlo ahora… Los oigo hasta en el camarote y me tapo los oídos… Claro que ellos no saben que…, en fin, no saben nada y, aunque lo supieran, qué importa a unos extraños…
Se interrumpió de nuevo. Y después añadió repentina y apresuradamente:
—Pero no quiero importunarle… Perdone mi locuacidad.
Se inclinó e hizo ademán de marcharse. Pero yo me opuse enérgicamente.
—Usted no me importuna en absoluto. Yo también me alegro de charlar un ratito tranquilamente… ¿Quiere un cigarrillo?
Tomó uno. Se lo encendí. De nuevo su rostro se destacó vacilante sobre la oscura borda, pero ahora completamente vuelto hacia mí: tras las gafas, sus ojos escudriñaban mi rostro, ávidos y con enajenada vehemencia. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Presentía que aquel hombre quería hablar, tenía que hablar. Y sabía que yo debía callar para ayudarle…”