John Connolly, la «música» de Charlie Parker en Maine

A causa del nombre elegido por el autor irlandés (Dublin, 1968) para el protagonista de la mayoría de sus novelas, y el lugar geográfico donde las sitúa, no quedan dudas acerca de su predilección por el jazz y sus figuras y, en segundo lugar, por los paisajes de la región de Nueva Inglaterra, en los Estados Unidos.

Aunque mucho antes de que Connolly y el detective Parker lograran trascender, el escritor, como si quisiera acumular suficiente experiencias de vida, ya había registrado sus pasos por unos cuantos trabajos menores. Hasta que con esfuerzo logró graduarse en el reconocido Trinity College de la capital de la isla; hecho que le sirvió entre otras cosas, para conseguir un empleo de periodista a tiempo parcial en el The Irish Times y con ello cierta estabilidad económica, más allá de brindarle la oportunidad de poder foguear su escritura con la cotidianidad de su nueva tarea.

Hasta el momento de dar a luz su primera novela, en este caso un policial: Todo lo que muere, donde ya hacía su estreno el personaje del expolicía, devenido ahora en investigador privado. Desde el vamos la aceptación de los lectores fue inmediata y a juzgar por los resultados posteriores, con los más de los veinte títulos que hasta el presente conforman la saga, de reconocimiento absoluto.

Aun así, el autor siempre se declaró fascinado por las historias de terror, género en el que ha incursionado con otros tantos títulos y con un reiterado acierto. Incluso uno de sus textos, La otra hija, fue llevado a la pantalla grande con el protagónico central del actor estadounidense Kevin Costner.

Más allá de sus obras, el dubliner admite hoy que es un ciudadano que tiene su corazón entre dos países, cuando divide su tiempo por partes iguales entre su verde terruño de origen y el frondoso nordeste norteamericano, región que conoce en profundidad y que convierte en un protagonista más de sus historias. Admite además que es el lugar donde suele escribir durante gran parte del año, hecho que le hace sentirse como un oriundo más de esas tierras.

El truculento pasaje a continuación, pertenece a la ficción Perfil asesino, de la saga del detective Charlie Parker, donde el irlandés pareciera querer conjuntar los géneros de su predilección, el negro y el puro relato de terror:

   “Y le encontró -dije.

   -No señor Parker, me encontró él a mí. -Se frotó con frecuencia e intensidad crecientes, cada vez más deprisa-. Averigüé que residía en algún lugar de Maine, así que viajé hasta allí para buscar cualquier rastro de él. Me alojé en un hotel de Bangor. ¿Conoce la ciudad? Es un vertedero. Dormía, y de repente me despertó un ruido en la habitación. Fui por la pistola, pero no estaba donde la había dejado, y de pronto recibí un golpe en la cabeza, y cuando recobré el conocimiento, me encontraba en el maletero de un coche. Tenía las manos y los pies atados con alambre, y la boca tapada con esparadrapo. No sé cuánto duró el viaje, pero a mí me parecieron horas. Al final el coche paró, y después de un rato se abrió el maletero. Tenía los ojos vendados, pero veía un poco por debajo de la venda. Allí estaba el señor Pudd, con la ropa de viejo mal conjuntada. Señor Parker, vi en sus ojos una luz que no había visto nunca. Vi…

   Se interrumpió y apoyo la cabeza en las manos. A continuación, se las pasó por la calva, como si desde un principio pretendiese sólo atusarse cualquier pelo despeinado que le quedase allí.

   -Casi perdí el control de la vejiga, señor Parker. No me avergüenza decírselo. No soy un hombre que se asuste con facilidad y me he enfrentado a la muerte muchas veces, pero la mirada de aquel hombre y el contacto de sus manos, de sus uñas, me superaron.

   <Me sacó del coche… Es fuerte, muy fuerte…, y me llevó a rastras por la tierra. Estábamos en un bosque oscuro y más allá de los árboles se veía una silueta, como una torre. Oí que se abría una puerta, y tiró de mí hasta el interior de un cobertizo con dos habitaciones. La primera contenía una mesa y sillas, nada más, y había manchas de sangre en el suelo, secas e incrustadas en la madera. En la mesa había una caja, con agujeros en la tapa, y se hizo con ella al pasar por su lado. La otra habitación, con una bañera vieja y un váter roto e inmundo, estaba embaldosada. Me metió en la bañera y volvió a golpearme en la cabeza. Y mientras yacía allí aturdido, me cortó la ropa con un cuchillo para dejar al descubierto la parte delantera de mi cuerpo, desde el cuello hasta los tobillos. Se olió los dedos señor Parker, y después me habló: “Apesta a miedo, señor Sheinberg”. Eso fue todo lo que dijo.

   Las paredes de la tienda se alejaron a nuestro alrededor y desaparecieron. El ruido del tráfico se desvaneció y la luz del sol que penetraba por la ventana pareció apagarse. En ese momento todo se reducía a la voz de Mickey Shine, el olor húmedo y viciado del viejo cobertizo, y el suave sonido de la respiración del señor Pudd al sentarse en el borde de la taza del váter, colocarse la caja sobre las rodillas y quitar la tapa.

   -En la caja había frascos, unos pequeños, otros grandes. Sostuvo uno ante mí, fino y con orificios en el tapón, y dentro vi una araña. Odio las arañas, siempre las he odiado, incluso de niño. Era una araña pequeña de color marrón, pero a mí, tendido en la bañera, oliendo mi sudor y mi miedo, se me antojó un monstruo de ocho patas.

  <El señor Pudd no dijo nada. Simplemente agitó el frasco, desenroscó el tapón y dejó caer la araña en mi pecho. Quedó prendida del vello e intenté sacudírmela, pero parecía adherida y, se lo juro, sentí su picada. Oí un tintineo de cristales y otra araña pequeña cayó junto a la primera, y después otra más. Me oí gemir, pero mi voz parecía salir de otra persona, como si yo no emitiese ningún sonido. No podía pensar nada más que en las arañas.

  <De pronto el señor Pudd chasqueó los dedos y me obligó a mirarle. Elegía frascos de la caja y los sostenía en alto frente a mí para que viese el contenido. En uno había una tarántula encogida en el fondo. En un segundo, una viuda negra, agazapada bajo una hoja. Un tercero tenía un pequeño escorpión rojo con la cola contraída.

   <Se inclinó y me susurró al oído: ‘¿Cuál, señor Sheinberg? ¿Cuál?` Pero no las soltó. Volvió a guardarlas en la caja y sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta. En el sobre había fotografías: mi exmujer, mi hijo, mis hijas y mi nieta. Eran fotos en blanco y negro, tomadas mientras iban por la calle. Me las enseñó una por una y las metió otra vez en el sobre. ‘Usted va a ser una advertencia, señor Sheinberg`, dijo, ‘una advertencia para cualquier otro que piense que puede ganarse un dinero fácil viniendo a cazarme. Quizás sobrevida usted a esta noche, o quizás no. Si vive y vuelve a su floristería y se olvida de mí, dejaré en paz a su familia. Pero si intenta buscarme otra vez, esta niñita… Se llama Sylvia, ¿verdad?… Bien, pues la pequeña Sylvia no tardará en estar tendida donde está usted ahora, y lo que va a pasarle a usted le pasará a ella. Y le aseguro, señor Sheinberg, que no sobrevivirá`. Entonces se levantó y, de pie junto a mis piernas, tiró del tapón de la bañera y susurró: ‘Prepárese para hacer nuevas amistades, señor Sheinberg`.

   >Al bajar la vista vi salir cientos de arañas por el desagüe…”  

De Aracataca a Estocolmo, Gabriel García Márquez

Al cumplirse diez años de su desaparición física, con el anuncio de la publicación de un texto inédito, rescatamos las palabras del autor colombiano sobre ciertas experiencias, las mujeres y el poder que bien valen la pena recuperar, en una entrevista informal realizada en su oportunidad por la periodista de la RTVE, Ana Cristina Navarro

Lo que ocurre en nuestro cerebro al leer una novela

Meterse, como acostumbramos en verano, en una obra de ficción causa placer, empatía… y la experiencia neuronal de ‘hacer’ lo que estamos leyendo

La realidad del descanso de verano, y el hecho de que hemos sido inundados por literatura fáctica, lo invitan a uno a querer zambullirse en la ficción de novelas y “descubrir mediterráneos”, como decía Unamuno. Entre mis chapuzones recientes, están los de haber leído los seis relatos macabros de P. D. James No duermas más, salpicados con “el dulce aroma de sangre” de la tinta de su autora, y los Testimonios, de Victoria Ocampo —el de Cocteau en Nueva York captura la magia de la transposición de la primera persona, de manera que yo mismo “sentí el vértigo que invariablemente nos da el pasado cuando lo miramos desde la torre creciente de los años. Tomé el teléfono y llamé al St. Regis donde se alojaba Cocteau. Nos citamos para tomar el té, allí, esa misma tarde. Llegué. Subí a su departamento. ¡Qué fuera de lugar me pareció aquel francés, precioso objeto de lujo de la Rue de la Paix, en ese ambiente! Nos miramos. Nos abrazamos (¿pensaríamos en lo mismo?) como después de un naufragio”—.

¿Por qué leemos novelas? ¿Cómo entender el apego que nos causan?

Constantemente estamos aprendiendo a leer, la comprensión y el goce por la lectura son un proceso de aprendizaje de por vida. En su artículo ‘Libros que me han influido’, publicado en The British Weekly en 1887, Robert Louis Stevenson, autor de La isla del tesoro, dice que los libros más decisivos y de influencia más duradera son las novelas, porque “no imponen al lector un dogma que más tarde resulte ser inexacto, ni le enseñan lección alguna que luego se deba desaprender. Repiten, reestructuran, esclarecen las lecciones de la vida; nos desvinculan de nosotros mismos obligándonos a familiarizarnos con nuestro prójimo; y muestran la trama de la experiencia, no como aparece ante nuestros ojos, sino singularmente transformada, toda vez que nuestro ego monstruoso y voraz ha sido momentáneamente suprimido”.

Además de ser fuente de placer, la ficción permite al lector simular y aprender de la experiencia ficticia. Según Keith Oatley, profesor de Psicología de la Universidad de Toronto, y especialista en la psicología de la ficción, uno de los usos de la simulación es que, para adiestrarse en cómo pilotar un avión, resulta útil pasar un tiempo en un simulador de vuelo. No obstante, la práctica en un avión real es esencial, la mayor parte del tiempo en el aire no ocurre gran cosa. Desde el entorno seguro de un simulador, es posible enfrentar una amplia gama de experiencias y ensayar cómo responder ante situaciones críticas —y las habilidades aprendidas se transfieren al pilotar un avión—. De la misma manera, al involucrarnos en las simulaciones de la ficción, lo aprendido se transfiere a nuestras interacciones cotidianas.

Su investigación confirma lo dicho por Stevenson: al compartir indirectamente las sutilezas y tribulaciones de la historia, y al hacer inferencias sobre el desarrollo de la trama, el lector expande su empatía. Es decir, alineamos nuestras emociones y pensamientos con los de los personajes. Con imágenes de FMRI (siglas en inglés de resonancia magnética funcional) se ha comprobado que cuando uno lee frases que describen una acción, como, “subiendo las escaleras”, la lectura conduce a la simulación del contenido motor y emocional en el cerebro, y se acompaña de cambios en las regiones cerebrales que provocan la acción, como si el lector estuviese efectuándola.

Nuestro inconsciente es un lector infatigable que continuamente está aprendiendo—quien lee, interpreta desde su inconsciente—. Lo que está en juego es que, a lo escrito, le damos otra lectura diferente de la que la obra originalmente significaba. Entendida así, es una forma de interpretar —es una lectura de las diferencias que habitan el lenguaje—. En su ensayo Los romances familiares, Freud especula que cada uno es a la vez autor y héroe de una “novela familiar”, de la que se podría decir que somos el único lector. Esta obra privada, en la que nos contamos historias que derivan de fantasías inconscientes, constituye una condición necesaria para la vida en sociedad.

¿Cómo debería leerse un libro? ¿Cuál es la forma correcta de hacerlo? Son tantos y tan variados. “Para leer bien un libro, hay que leerlo como si uno lo estuviera escribiendo. Empieza por no sentarte en el estrado con los jueces, permanece de pie en el banquillo, con el acusado. Sé su compañero de trabajo, conviértete en su cómplice”, recomienda Virginia Woolf en una conferencia impartida en 1926 ante las alumnas de un colegio en Kent. “Uno puede pensar lo que quiera acerca de la lectura, pero nadie va a imponer leyes al respecto. Aquí, en esta habitación, entre libros, más que en ningún otro sitio, respiramos un aire de libertad. Aquí, simples y doctos, el hombre y la mujer son iguales. Porque, no obstante, la lectura parece cosa simple —una mera cuestión de conocer el alfabeto—, de hecho, es tan compleja, que es dudoso que alguien sepa lo que realmente es”.

(El texto del artículo pertenece a David Dorenbaum, psiquiatra y psicoanalista. Fue publicado en el diario El País de España)

Voy a contarte mi secreto -dijo Martí, que ansiaba confiar sus cuitas amorosas a un oyente atento-. Te conozco y sé que eres buena y leal. Cuando pujé por ti, lo hice para tener ocasión de conocer a cierta persona que desde aquel día ha presidido mis sueños. No sé si te has dado cuenta, pero muchas noches, cuando endulzabas mis veladas con tus bellos romances, mi pensamiento estaba muy lejos, al punto que de vez en cuando me decías: ‘¿Queréis que continúe, amo?`

Óleo: Retrato de Madeleine de Marie-Guillemine Benoist

Texto: de la novela Te daré la tierra de Chufo Lloréns