Los escritores y sus ciclos creativos

Philip RothHace tan sólo unos días recibíamos la noticia de que Philip Roth (Newak, 1933), a sus setenta y nueve años, daba por terminado su tiempo de elaboración literaria.

El estadounidense autor entre otras de su compendio de cuentos  Good Bye, Columbus (1959), la novela El mal de Portnoy (1969), y la denominada trilogía americana: Pastoral americana (1997), Me casé con un comunista (1998) y La mancha humana (2000) -obras en su mayoría impulsadas por la idea del impulso sexual en el ser humano-, obras que le hicieron merecedor de un premio Pulitzer y también del Príncipe de Asturias de las Letras.

En coincidencia con el americano, se había mencionado que el Nobel húngaro Imre Kerstész tomaría también idéntica determinación, pero para tranquilizar de forma definitiva a sus lectores, aclaró desde su lugar de residencia que, “intentará escribir tanto tiempo como pueda”

Así las cosas, se podrá opinar acerca de cuando un autor debe dar por concluida su obra, tal vez por ello y a modo de fundamentación, Roth expuso que el proceso de la escritura siempre le resultó dificultoso y desgastante, lo que según él le provocaba “una frustración permanente”. Pero su decisión final le sobrevino cuando llegó a la conclusión que no le quedaba más por decir, «Esperé durante un mes o dos para tratar de pensar en algo más y pensé ‘quizá ya está, quizá ya está'»,declaró al diario New York Times. A pesar de ello, ya ha trascendido que tal vez acceda a escribir sus memorias.

En recuerdo a su producción el texto a continuación, correspondiente al inicio de su celebrada La mancha humana:

Fue en verano de 1998 en que mi vecino Coleman Silk, quien, antes de retirarse dos años atrás, había sido profesor de Clásicas en la vecina universidad de Athena durante unos veinte y pico de años, además de servir por otros dieciséis como decano de la facultad –me confió que, a sus setenta y un años, estaba teniendo una aventura con una mujer de la limpieza de treinta y cuatro años de edad que trabajaba en la universidad. Dos veces por semana limpiaba la oficina rural de correos, una pequeña cabaña de tablas de madera gris que parecía como si pudiera haber albergado una familia Okie de los vientos del Dust Bowl en los años 1930 y que, en pie entre la gasolinera y el almacén general, enarbolaba su bandera de Estados Unidos en el cruce de los dos caminos que marcan el centro comercial de esta ciudad de montaña.

Coleman había visto por primera vez a la mujer fregando el suelo de la oficina de correos cuando, hacia el final del día, unos minutos antes de la hora de cierre, había ido a recoger su correo- una mujer delgada, alta y angulosa con el pelo rubio canoso recogido hacia atrás como una cola de caballo y del tipo de características fuertemente esculpidas, asociadas usualmente con las comadronas que trabajando duro al servicio de la Iglesia han sufrido los duros inicios en Nueva Inglaterra, mujeres cerradas y obedientes dentro de la moral reinante. Su nombre era Faunia Farley, y todas las miserias que tuvo que soportar las guardaba tras uno de esos rostros huesudos e inexpresivos que ocultan una soledad inmensa. Faunia vivía en una habitación de una granja lechera local donde ayudaba en el ordeñe con el fin de pagar el alquiler…

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