Las sensaciones de la reciente Feria del libro de Frankfurt aún permanecen con toda su frescura. Con todos los ecos de sus expositores, escritores, visitantes y por supuesto, el anuncio del premio Nobel, otorgado en esta oportunidad a la creadora de relatos breves canadiense Alice Munro.
Este año con Brasil y sus letras como invitados de honor. Donde aceptando el envite, se hicieron presentes más de noventa autores de todos los géneros, algunos más conocidos fuera de sus fronteras, otros, intentando serlo. Así tanto por sus publicaciones como por su presencia física, han vuelto a trascender muchos nombres del país sudamericano; Joao Guimaraes Rosa, Machado de Assis, Nélida Piñon, Fernando Savino, Paulo Lins o Marina Colosanti, por sólo mencionar unos pocos.
Aunque bien es cierto que para muchos lectores, la brasilera es una retórica aún hoy lejana. Por tanto vaya desde aquí nuestro grano de arena con el texto a continuación, que responde a otra autora de historias breves de excepción y tal vez, una de las voces más sugerentes de la literatura brasilera contemporánea, Clarice Lispector; de su cuento Amor:
“… El tranvía se arrastraba, y en seguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre que estaba en la parada. La diferencia entre él y los otros era que él estaba realmente detenido. De pie, con sus manos extendidas. Era un ciego.
¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo extraño estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicles… Era un hombre ciego que masticaba chicles.
Ana todavía tuvo tiempo de pensar en sus hermanos que irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada miraba al ciego profundamente, como se mira a lo que no nos ve. El masticaba en la oscuridad, Sin sufrimiento con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente hasta que de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír, como si él la hubiese insultado. Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de ver a una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada –el tranvía arrancó súbitamente-, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla que llevaba rodó de su regazo y calló al suelo. Ana dio un grito y el conductor impartió la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión que desde hacía tiempo no expresada en su rostro resurgía con dificultad, incierta e incomprensible. El muchacho de los diarios reía mientras le entregaba los paquetes. Pero los huevos se habían quebrado. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre la malla de la bolsa. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicles y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre la sonrisa de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente su marcha…”