Grandes de las letras: Joaquim Machado de Assis

Es tal vez el mayor exponente de la literatura brasileña de todos los tiempos, Joaquim Maria Machado de Assis (1839-1908) incursionó en el periodismo, el ensayo, la poesía, la novela, el cuento y también en textos teatrales.

De formación autodidacta, desde temprana edad se volcó al aprendizaje de idiomas (francés, inglés, español, alemán) y luego, con quince tempranos años, lograba la publicación de su primer poema. De allí en más su obra ya no se interrumpiría, destacando las novelas Quincas borba, Don Casmurro y Memorias póstumas de Blas Cubas, considerada esta la obra que marca el inicio del realismo en Brasil; luego en poesía, los compendios Crisálidas y Occidentais; y en cuento Historias sin fin, Papeles diversos y Varias historias.

Sus textos, sus logros como escritor y su visión de futuro, le llevaron a la fundación de la Academia Brasileña de las Letras. Por ello nada mejor para apreciar la calidad de su pluma que el pasaje a continuación, perteneciente a uno de sus cuentos más festejados, Unos brazos:

«Al escuchar los gritos del procurador, Ignacio se estremeció; recibió el plato que este le presentaba y trató de comer, bajo una tempestad de apóstrofes: malvado, cabeza hueca, alocado, estúpido.

   – ¿Dónde andas que nunca oyes lo que te digo? Le contaré todo a tu padre, para que te sacuda la pereza del cuerpo con una buena vara de membrillo, o con un palo; sí, aún estás en edad de que te azoten, no creas que no. ¡Estúpido! ¡Alocado!

   – Y afuera es lo mismo que usted ve aquí –continuó, volviéndose hacia doña Severina, señora que vivía con él maritalmente desde hacía algunos años. Me confunde todos los papeles, confunde las casas, va a una notaría en vez de otra, cambia los abogados: ¡es un tunante! Y tiene el sueño pesado y continuo. De mañana, ya se ha visto, hay que romperle los huesos para que se despierte… Deje nomás; mañana usaré la escoba para despertarlo.

Doña Severina le tocó el pie, como pidiendo que terminara. Borges lanzó aún algunos improperios, y quedó en paz con Dios y con los hombres.

No digo que quedara en paz con los niños, porque nuestro Ignacio no era propiamente un niño. Tenía quince años cumplidos. Cabeza inculta, pero bella, ojos de muchacho que sueña, que adivina, que indaga, que quiere saber y termina sin saber nada. Todo esto sobre un cuerpo no desprovisto de gracia, aunque mal vestido. Su padre era peluquero en Cidade-Nova, y lo puso de agente, escribiente, o lo que sea, donde el procurador Borges, con esperanzas de verlo en el foro, porque le parecía que los procuradores ganaban mucho. Ocurría esto en la calle de Lapa, en 1870.

Durante algunos minutos no se escuchó más que el tañer de los cubiertos y el ruido de la masticación. Borges se hartaba de lechuga y carne; se interrumpía para puntuar la frase con un golpe de vino y luego continuaba silencioso.

Ignacio iba comiendo lentamente, sin atreverse a levantar los ojos del plato, ni siquiera para ponerlos donde estaban cuando el terrible Borges lo había increpado. Verdad es que eso sería muy arriesgado ahora. Nunca ponía él los ojos en los brazos de doña Severina sin que se olvidase de sí mismo y de todo.

La culpa era también de doña Severina por traerlos así desnudos, constantemente. Usaba mangas cortas en todos los vestidos caseros, medio palmo más abajo del hombro; desde ahí sus brazos quedaban al descubierto. En verdad, eran bellos y carnosos, en armonía con su dueña, más bien gruesa que fina, y no perdían en color ni en suavidad por vivir expuestos al aire libre; pero es justo explicar que ella no los llevaba así por gusto, sino porque ya había gastado todos los vestidos de manga larga. De pie era muy vistosa; caminando, tenía movimientos gráciles; él, en tanto, casi solamente la divisaba en la mesa, donde, aparte de los brazos, mal le hubiera podido mirar el busto. No se puede decir que era bonita; pero tampoco fea. Ningún adorno; el mismo peinado era muy sencillo; alisaba sus cabellos, los reunía atrás, los ataba, y los fijaba en lo alto de la cabeza con un peine de tortuga que su madre le había dejado. En el pescuezo, un pañuelo oscuro; en las orejas, nada. Todo esto con veintisiete años floridos y sólidos…»