Su propia vida de por sí tiene los visos de toda una novela. Como les sucede a muchos latinoamericanos, pareciera que una parte del “realismo mágico” literario se haya confabulado con los hechos reales para hacerse presente a lo largo de su existencia.
Como representante de una generación que abrevó de los levantamientos sociales nacidos en el Mayo del 68 parisino, y de sus consecuencias en el conjunto de los movimientos latinoamericanos, la novelista recibió el influjo de las ideas que clamaban por una renovación y por volver a la verdad de las esencias, tal vez por esto fue que la Restrepo comprometida con su tiempo tomó prioridad sobre la escritora. Por lo que, siguiendo sus convicciones, ayudó a la otrora joven revolución sandinista nicaragüense, colaboró con las Madres de la Plaza de Mayo argentinas, y llegó a formar parte de la Comisión de verificación gubernamental con el movimiento guerrillero del M-19, para intentar alcanzar los objetivos que aportaran a la pacificación de su Colombia natal.
Luego, todas esas experiencias no podían estar ausentes de sus reportajes periodísticos o de sus pensamientos en forma de ensayo. Y como era de esperar, sirvieron también para alimentar muchas de las páginas de su producción novelística: La isla de la pasión; Dulce compañía; La novia oscura o Delirio por las que se ganó el respeto de los lectores, de pares de profesión como su paisano García Márquez y su nombre alcanzó fama literaria mundial, obteniendo premios y otros tantos reconocimientos.
El párrafo a continuación pertenece a Leopardo al sol, donde se desarrolla parte de una historia que la escritora sitúa en la ruralidad colombiana, pero que bien podría trascender a otras tantas localizaciones de la geografía latinoamericana:
…Los dos muchachos caminan juntos hacia la oficina del Cóndor de Oro, la línea de buses a la capital, y compran un tiquete para las seis de la tarde. Son apenas las tres y se paran en la esquina a esperar. Nando, el gran cromagnon desnudo, se planta inconmovible a pleno rayo de sol, y Adriano, que suda la gota gorda entre el terno de paño, se arrima a la sombra de un alero.
Por la calle desierta pasa levantando nubarrones una recua de mulas, adornadas con borlas y rucias de polvo como árboles de Navidad en enero. Los primos tragan tierra, escupen salivajos color café y repasan las movidas del negocio que están por cerrar. Adriano, que lleva anotado en un papel el teléfono de contacto en la capital, se lo pinta en la mano con bolígrafo, por si se le pierde el papel.
Se inician en el negocio del contrabando olvidando una vieja tradición: hasta ahora sus dos familias, los Barragán y los Monsalve, han sobrevivido en el desierto del trueque de carneros y borregos. Al principio de sus tiempos se asentaron juntas en la mitad de un paisaje baldío, de sedimentaciones terciarias y vientos prehistóricos, de montañas de sal y de cal y emanaciones de gas, donde la vida era magra y caía con cuentagotas. Le robaban el agua a las piedras, la leche a las cabras, las cabras a las garras del tigre. Los dos ranchos estaban uno al lado del otro y alrededor no había sino arenas y desolaciones. Como las dos familias eran conservadoras no tenían altercados por política.
Salvo que los niños Monsalve eran verdes y los Barraganes amarillos, no había diferencia entre ellos. Al padre y al tío les decían papá, a la madre y a la tía les decían mamá, a cualquier anciano le decían abuelo, y los adultos, sin hacer distingos entre nietos, hijos o sobrinos, los criaron a todos revueltos, por docenas, en montonera, a punta de voluntad, higos y yuyos secos.
Nando Barragán y Adriano Monsalve son de la misma edad. Cuando llegaron a grandes, a los catorce años, salieron juntos a recorrer camino y a buscar oficio. Adriano se dedicó a comprar en la costa unas piedras ornamentales color mercurio llamadas tumas y a revenderlas entre los indios de la sierra, que las ensartaban en collares. Se hizo comerciante. Nando aprendió a pasar por la frontera cigarrillos extranjeros. Se hizo contrabandista.
A los pocos meses ambos tenían claro cuál de los dos negocios era mejor. Adriano dejó las tumas por los Marlboro y con el tiempo varios hermanos se les unieron. Siguiendo la trocha torcida la nueva generación de Barraganes y Monsalves se instaló en un mundo donde los hombres se organizan en cuadrillas, manejan jeeps, recorren cientos de kilómetros en la noche, aprenden a disparar, a sobornar autoridades, a emborracharse con whisky escocés. A cargar un rollo de billetes entre el bolsillo. A desafiar enemigos, a hablar a gritos, a reírse a carcajadas, a amar a las prostitutas y a pegarle a las esposas…