A similitud de la exuberante tierra bahiana, en sus textos se dan cita la crudeza de la realidad circundante al lado de una alta dosis de sensualidad. Así y todo, el brasileño (1912-2001) fue un hombre que nació en el seno de una familia acomodada, con un padre propietario de todo un latifundio. Tal vez ese choque de realidades le haya influido para que eligiera estudiar la carrera de leyes en primer lugar, y en otro orden, su posterior afiliación al partido comunista; militancia por las que tuvo que exiliarse en Argentina primero y en Uruguay después.
Pero mucho antes de ello y cuando solo contaba dieciocho años, ya había hecho su primera incursión en el campo literario con la publicación de su novela El país del carnaval. Así, mientras su prosa se iba horneando a fuego lento, sus ideas políticas le llevaban a ser elegido diputado por el estado de Sao Paulo. Pero no lo fue por mucho tiempo, ya que los constantes cambios en su país le llevarían otra vez a tener que abandonarlo de manera forzosa, esta vez su destino sería Francia.
Superado este último período y ya de regreso en Brasil, tomó la decisión de alejarse de la arena política para abocarse plenamente en sus escritos. Aunque bien es cierto que de una u otra manera, de forma más explícita o subyacente, siempre los retazos de su ideología se hicieron presentes en sus relatos. Fruto de su creación dio a conocer textos del calado de Gabriela, clavo y canela; Doña Flor y sus dos maridos o Teresa Batista cansada de guerra, donde supo combinar la riqueza de las tramas con una atractiva composición de los personajes. Novelas por las que obtuvo premios y reconocimientos además de su ingreso en la Academia Brasileña de las Letras.
El pasaje a continuación pertenece a uno de los relatos incluidos en Los pastores de la noche:
“… Una vez, de vuelta de un demorado viaje por luengas tierras, le dio al doctor Menandro por elogiar a las francesas pasándose la lengua por los labios y moviendo su cabezón de sabio. <No hay mujer como la francesa.> Así habló, y Pé-de-Vento, hasta entonces respetuosamente callado, no pudo contenerse:
-Doctor, discúlpeme, usted es un sabio, inventa remedios para curar enfermos, enseña en la facultad y todo eso. Pero, perdone mi franqueza: yo nunca he dormido con francesas, pero le aseguro que no hay como las mulatas. Señor doctor, créame no hay como las mulatas en la cama. No sé si el doctor habrá tenido alguna mulata, una de esas de color té, de esas que son como un patache moviéndose en las aguas… ¡Ah, señor doctor, el día en que usted tumbe a una en la cama no querrá saber más de francesas…!
Discurso tan largo no lo había pronunciado Pé-de-Vento desde hacía años. Señal de exaltación. Peroró convencido, se quitó el sombrero agujereado, como cumplimiento, y se calló. Inesperada fue la respuesta del doctor Menandro.
-De acuerdo, amigo, siempre me gustaron las mulatas. Sobre todo de estudiante, y aún hoy. Hasta me llamaban el <Catador de mulatas>. Pero ¿quién dice que no hay mulatas en Francia? ¿Sabe usted lo que es una mulata francesa recién llegada del Senegal? Llegan navíos llenos de mulatas de Dakar a Marsella, amigo…
Realmente, ¿por qué no había de haberlas?, preguntose Pe-de-Vento, dando la razón al médico, persona de su particular devoción. Tal vez solo Jesuíno Galo Doido y Tibéria estuvieran colocados más alto en la escala de su admiración y estima. Cuando volvió a escuchar, el doctor Menandro disertaba sobre sobacos.
Poseía Pe-de-Vento, como se ve, no larga práctica como ciertos conocimientos teóricos sobre las mulatas. Práctica y teoría que se habían revelado inútiles ante la incomprensible Eró. Pé-de-Vento sentíase derrotado y sin ilusión. Aquella mujerona, con miedo de una ratita, ¿dónde se vio tal cosa? ¿Mulata verdadera? No. Nunca lo habría creído.
Iba Pé-de-Vento hacia la tienda de Alonso. La ladera del Pelourinho, frente a él se llenaba de mulatas, de mulatas auténticas. Un par de pechos y de muslos, de caderas ondulantes, de pelambreras perfumadas. A docenas parecían desembarcar de las nubes negras del cielo, poblaban las calles, un mar de mulatas, y, en ese agitado mar, Pé-de-Vento navegando. Mulatas subían corriendo la ladera, otras volando, una se hallaba sobre la cabeza de Pé-deVento; un seno crecía y se alzaba en el cielo, un cielo lleno de traseros pequeños y grandes, rollizas todas, a escoger.
Estaba la noche en sus comienzos. Los inicios misteriosos de la noche de Bahía, cuando todo puede ocurrir sin causar espanto… La primera hora de Exu, la hora, la hora de las sombras del crepúsculo, cuando Exu sale por los caminos. ¿Le habrían hecho aquel día su ofrenda en todas las casas del santo, la ofrenda indispensable, o acaso alguien habría olvidado la obligación? ¿Quién, sino Exu, podía llenar de mulatas hermosas y libertinas la ladera del Pelourinho y los ojos azules de Pé-de-Vento?
En el mar, allá abajo, las velas de los pesqueros, con urgencia de llegar antes que la lluvia. Nubes saliendo barra afuera, tañidas por el viento, cerrándole el paso a la luna llena. Vino una mulata de oro y se llevó la melodía silbada por Pé-de-Vento, dejándolo solo con sus cavilaciones. Su meta era el tenducho de Alonso. Allí estarían los amigos y con ellos podría discutir el complicado asunto, Jesuíno Galo Doido tenía luces suficientes para desentrañarlo y explicárselo. Era agudo el viejo Jesuíno. Y si no estuviesen los amigos allí, Pé-de-Vento iría hasta el cafetín de Isidro do Batualê, en las Sete Portas, iría al muelle, al bar de Cirilíaco, ya en los linderos de la ley, con sus contrabandistas y sus rufianes, iría al burdel de Tibéria, los buscaría por todas partes hasta dar con ellos, empapado por la lluvia que empezaba a caer a goterones. Discutiría con los amigos y aclararía aquella confusión. A su alrededor volaban mulatas a cual más verdadera…”