Mucho se ha comentado respecto de quien es en realidad la escritora que se encuentra supuestamente detrás del nombre de la italiana. El hecho de que no se encuentre fotografía de su persona, que jamás se la haya visto en acto alguno ni haya asistido a firma de ejemplares de sus libros, y que solo haya respondido a preguntas de sus obras mediante correo electrónico, hacen que se alimente ese rumor.
Quizás sea una estrategia premeditada de márquetin de sus editores pero lo cierto es que poco se conoce de la autora, tan solo la mención de una fecha de nacimiento (1943) y una ciudad de origen (Nápoles), aunque tampoco haya gran certeza de esto. Aun así es de sentido común que el éxito de las historias de la Ferrante no se podría aguantar sin el beneplácito y la curiosidad de sus múltiples lectores.
En su caso los reconocimientos le llegaron con sus tres primeros trabajos: El amor molesto, Los días del abandono y La hija oscura, con ellos se dio a conocer al gran público de la misma manera que comenzaba a alimentar el mito de su oculta personalidad. En estos textos ya hacía gala de un estilo en que las observaciones de personajes sumadas a las acertadas descripciones de las atmósferas propias de la acción ocupaban un destacado lugar en la trama.
Su definitiva proyección se produjo luego de la publicación de La amiga estupenda, primer volumen de la saga Dos Amigas, con la que la escritora ha alcanzado una consideración que la ha llevado a trascender mucho más allá de las letras itálicas. En esta novela traza un bosquejo preciso de la sociedad napolitana mientras que mediante la amistad entre dos niñas, Lila y Lenuccia, va sosteniendo el ritmo de la narración. En la historia ellas, procedentes de una barriada popular, intentarán salvar las dificultades que la vida les pondrá por delante, a la vez que se irán alimentando de un afecto que se extenderá en el tiempo y la distancia.
Por ello más allá de lo que se pueda fabular de la autora, para apreciar una muestra de su capacidad literaria, de La amiga estupenda, el pasaje a continuación:
(En la voz de Lennucia) «…Era temprano y ya hacía calor. Había un fuerte olor a tierra y hierba secándose al sol. Subimos entre arbustos altos, por senderos inestables que iban hacia las vías. Al llegar a una torre eléctrica nos quitamos las batas y las metimos en las carteras, que ocultamos entre los arbustos. Y echamos a andar por el campo, lo conocíamos muy bien y volamos entusiasmadas por una ladera que nos llevó cerca del túnel. La boca de la derecha era negrísima, nunca nos habíamos adentrado en aquella oscuridad. Nos aferramos de la mano y echamos a andar. Era un pasadizo largo, el círculo luminoso de la salida se veía muy lejos. Tras acostumbrarnos a la penumbra, aturdidas por el retumbo de nuestros pasos, vimos las vetas de agua plateada que descendían por las paredes, los grandes charcos. Seguimos andando muy tensas. Lila lanzó un grito y se echó a reír al comprobar que el sonido estallaba con violencia. Yo grité a continuación y también me eché a reír. A partir de ese momento no hicimos más que gritar, juntas o por separado: carcajadas y gritos, gritos y carcajadas, por el placer de oírlos amplificados. La tensión se atenuó, comenzó el viaje.
Nos aguardaban muchas horas en las que ninguno de nuestros familiares nos buscaría. Siempre que me viene a la cabeza el placer de ser libres, pienso en el inicio de aquel día, en el instante en que salimos del túnel y nos encontramos en un camino todo recto hasta donde alcanzaba la vista, el camino que, según lo que Rino le había contado a Lila, al final de todo, llevaba al mar. Me sentí expuesta a lo desconocido con regocijo. Nada que ver con el descenso a los sótanos o con el ascenso a la cada de don Achille. El sol lucía nebuloso y había un fuerte olor a quemado. Caminamos largo rato entre muros derrumbados invadidos por las malas hierbas, edificios bajos de los que salían voces en dialecto, a veces un estrépito. Vimos un caballo bajar cauteloso por un terraplén y cruzar el camino relinchando. Vimos a una mujer joven asomada a un balconcito, que se peinaba con el peine fino para piojos. Vimos a muchos niños llenos de mocos que dejaron el jugar y nos miraron amenazantes. También vimos a un hombre gordo en camiseta que salió de una casa derruida, se abrió la bragueta y nos enseñó el pene. Pero no nos asustamos de nada: don Nicola, el padre de Enzo, a veces nos dejaba acariciar su caballo, los niños se mostraban amenazantes también en nuestro patio y estaba el viejo don Mimì, que nos enseñaba su cosa asquerosa todas las veces que volvíamos de la escuela. Durante al menos tres horas de viaje la avenida que recorríamos no nos pareció diferente del segmento al que nos asomábamos a diario. Y nunca sentí la responsabilidad de ir por el camino correcto. Nos aferrábamos de la mano, avanzábamos una al lado de la otra, pero para mí, como de costumbre, era como si Lila estuviera diez pasos por delante y supiera exactamente qué hacer, adónde ir. Estaba acostumbrada a sentirme la segunda en todo y por eso estaba segura de que ella, que siempre era la primera, lo tenía todo claro: el ritmo, el cálculo del tiempo del que disponíamos para ir y volver, el itinerario hasta el mar. La notaba como si llevase todo ordenado en la cabeza de manera tal que el mundo a nuestro alrededor nunca habría podido desordenar nada…”