Elizabeth Strout, los legados y las redenciones

Educada en la escuela de leyes la autora (Portland, 1956) proviene de una típica familia de clase media de la costa este de los Estados Unidos. Aunque en su caso y a juzgar por los resultados, haya sido acertado el momento en que decidiera hacer a un lado su carrera en la abogacía para volcarse por entero en la creación de sus textos.

Su debut literario se produjo en el año 1998 con Amy e Isabelle, relato con el que logró buena repercusión. Pasaron unos cuantos años hasta la publicación de su segundo título, Olive Kitteridge (2009), historia que situó en un pequeño pueblo de su Maine natal. El éxito la catapultó como escritora, más todavía cuando la novela fue galardonada con el premio Pulitzer de ficción.

Tal como pareciera es su costumbre, han tenido que pasar un buen tiempo  para que diera a conocer la que es su última narración: Me llamo Lucy Barton (2016). En ella, luego de muchos años de no saber de sus vidas, una madre a instancias del marido de su hija quien teme por la salud incierta de ésta, se presenta por sorpresa en la habitación del hospital de Nueva York donde ella se encuentra internada.

La autora circunscribe la acción principal a la pequeña sala del nosocomio, aun así la trama no se desdibuja ni pierde en momento alguno su potencia narrativa. La Strout, contagiándose de la orfandad que destila la historia, despliega una escritura escasa de recursos en lo estético pero con profundidad de sentimientos entre lo que se manifiesta y aquello que se insinúa. Cuando a estas dos mujeres no sólo las separa una larga ausencia, sino un pasado de carencias que se suma a la incomprensión de una realidad en la cual fue creciendo el núcleo familiar. Una historia que habla de reencuentros, aceptaciones y reconocimientos; de rencores pasados y necesarias redenciones. Desde las páginas de Me llamo Lucy Barton el pasaje siguiente:

“Éramos raros, los de nuestra familia, incluso en aquel pueblecito minúsculo de Illinois, Amgash, donde había otras casas destartaladas y que necesitaban una mano de pintura o unos postigos o un jardín, sin ninguna belleza en la que reposar la mirada. Las casas estaban agrupadas en lo que era el pueblo, pero la nuestra no estaba junto a ellas. Aunque se diga que los niños aceptan sus circunstancias como algo normal, Vicky y yo comprendíamos que nosotros éramos diferentes. Los demás niños nos decían en el patio de recreo: <Vuestra familia da asco>, y echaban a correr apretándose la nariz con los dedos. A mi hermana le dijo su maestra de segundo –delante de toda la clase- que ser pobre no era excusa para llevar porquería detrás de las orejas, que nadie era demasiado pobre para comprarse una pastilla de jabón. Mi padre trabajaba con maquinaria agrícola, pero lo despedían con frecuencia por desavenencias con el jefe, y después lo contrataban otra vez, supongo que porque era bueno en su trabajo y volvían a necesitarlo. Mi madre cosía en casa; un letrero pintado a mano donde el largo camino de entrada de nuestra casa se cruzaba con la carretera anunciaba: COSTURA Y ARREGLOS. Y aunque cuando mi padre rezaba con nosotros por la noche nos hacía dar gracias a Dios por tener suficiente para comer, la verdad es que muchas veces yo estaba muerta de hambre, y lo que cenábamos muchas noches era pan con melaza. Decir una mentira y desperdiciar comida siempre eran cosas que se castigaban. Por otra parte, en ocasiones y sin venir a cuento, mis padres –por lo general mi madre y por lo general en presencia de mi padre- nos pegaban impulsiva y vigorosamente, como creo que debían sospechar algunas personas por las manchas de nuestra piel y nuestro carácter huraño.

Y el aislamiento.

Vivíamos en la zona de Sauk Valley, por donde puedes andar largo rato sin ver más que un par de viviendas rodeadas de sembrados, y como ya he dicho, no teníamos casa cerca. Vivíamos con maizales y sembrados de soja que se extendían hasta el horizonte, y más allá del horizonte estaba la granja porcina de lo Pederson. En medio de los maizales había un solo árbol, de una desnudez impresionante. Pensé durante muchos años que aquel árbol era mi amigo; y era mi amigo. Nuestra casa estaba al borde de un camino de tierra muy largo, no lejos del río Rock, cerca de unos árboles que servían para proteger los maizales del viento, así que no teníamos vecinos. Y en casa tampoco teníamos televisión, ni periódicos, ni revistas ni libros. El primer año de casada mi madre trabajó en la biblioteca del pueblo, y por lo visto –según me contó mi hermano más adelante- le encantaban los libros. Pero de repente en la biblioteca le dijeron a mi madre que habían cambiado las normas y que sólo podían contratar a una persona con la formación adecuada. Mi madre nunca les creyó. Dejó de leer, y pasaron muchos años hasta que fue a la biblioteca de otro pueblo y volvió a sacar libros para llevarlos a casa. Cuento esto por la cuestión de cómo toman conciencia los niños de lo que es el mundo y de cómo actuar en él.

Por ejemplo, ¿cómo aprendes que es de mala educación preguntarle a una pareja por qué no tiene hijos? ¿Cómo se pone la mesa? ¿Cómo sabes que estás masticando con la boca abierta si nunca te lo ha dicho nadie? Aún más: ¿cómo sabes qué aspecto tienes cuando el único espejo de la casa es uno minúsculo muy por encima del fregadero o si nadie te ha dicho nunca que eres guapa, pero tu madre sí te dice, cuando tus pechos empiezan a desarrollarse, que cada día te pareces más a una vaca de las del establo de los Pederson?

Hoy sigo sin saber cómo se las arregló Vicky. No estábamos tan unidas como podía pensarse. A las dos nos faltaban amigos y nos sobraban burlas, y nos mirábamos mutuamente con el mismo recelo que mirábamos al resto del mundo. A pesar de que mi vida ha cambiado por completo, la recordar ahora aquellos primeros años, a veces me da por pensar que no estaba tan mal. Quizá no. Pero otras veces, inesperadamente, cuando voy andando por una calle al sol o contemplo la copa de un árbol doblándose con el viento, o no veo un cielo de noviembre encapotándose sobre el East River, me invade de repente un conocimiento de la oscuridad tan profundo que puede escapárseme algún sonido de la boca, y entro en la tienda de ropa más próxima para hablar con cualquier desconocida sobre la hechura de los jerséis recién llegados. Así debe de ser como nos manejamos la mayoría de nosotros en el mundo, medio a sabiendas, medio sin saber, asaltados por recuerdos que no pueden ser ciertos. Pero cuando veo a los demás andando con seguridad por la calle, como si estuvieran completamente libres del terror, me doy cuenta de que no sé cómo son los demás. Hay mucho en la vida que parece pura especulación…”

 

 

 

Un comentario en “Elizabeth Strout, los legados y las redenciones

  1. Espesa y conmovedora pincelada de unos recuerdos descoloridos y punzantes que logra transmitir la autora con un ida y vuelta del aquí a ese más allá de la infancia , de aquella infancia a este más acá de la vida, el presente. Una una prosa sugerente y emotiva.Me cautivó el recorte que han hecho de la obra. Y, como es habitual, insta a seguir la historia…..

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