Las confesiones terrenales de Nélida Piñon

La escritora brasileña (Rio de Janeiro, 1937) es autora entre otras de El calor de las cosas, La dulce canción de Cayetana; Aprendiz de Homero o La república de los sueños. Obras, en particular la última mencionada, en las que el peso y la importancia que le asigna a sus raíces gallegas se han visto reflejadas de una u otra manera.

Galardonada con los premios Juan Rulfo, el Menéndez y Pelayo o el Príncipe de Asturias de las Letras, en su último trabajo La épica del corazón da lugar a las reflexiones que a modo de un “confieso que he vivido” llenan las páginas del escrito. Las suyas son además unas historias que subyacen dentro de otras, donde obliga al lector a posicionarse de una manera activa respecto de sus textos, ya que a la Piñón le encanta recrearse con lo oculto en sus relatos.

En un juego de certezas y de dudas, de reflexiones y confesiones, de sombras y afirmaciones, la brasileña va desgranando las fragmentadas sensaciones que guarda de su presente terrenal. Siempre con una proposición donde lo lúdico y lo literario van de la mano, fruto de su concepto para con las narraciones cuando afirma en esa dirección, “La claridad excesiva empobrece al texto. Por ello me gusta una ligera oscuridad, siempre que no impida el entendimiento”.

Pero el lector no debe temer a la apuesta de proposiciones que hace la autora sólo aceptarlas de manera obediente, y dejarse transportar por la calidez y la fuerza de los escritos de la creadora carioca.

Del relato La épica del corazón el siguiente pasaje:

“Sigo el camino pavimentado por el arte y lucho contra el olvido de apretar el botón de la memoria. Ungida por el misterio humano, fertilizo la imaginación y los recursos narrativos. Con tales bienes, circulo por los universos urbanos y rurales, por las arquitecturas imaginarias, que son partículas verbales al servicio de la creación literaria. Juzgo al verbo apto para definir al mundo.

Como escritora, doy vida a los residuos que llevo dentro y me empeño en reforzar la escritura, que es la representación de mi existencia. Al amparo del arte de fabular, doy credibilidad al legado de los años y de la experiencia en un intento por redimensionar la historia de mis antepasados y mis contemporáneos.

Me afilié muy pronto a los recuerdos que están al margen del mundo. Algunos, enterrados, emergen de repente, sangrientos y amorosos, y adquieren aliento. Cargan en sí mismos el misterio que a veces es un fardo, por cuanto esas memorias de los hombres reflejan, en conjunto, la civilización construida en medio del desconsuelo y la esperanza. Todos los recuerdos son restos mortales que vale la pena salvar.

Entiendo la historia como un patrimonio universal. Narra quienes somos. Para ello, echa mano de la intriga con la que llamar la atención. Dicha artimaña, aparte de cualquier consideración moral, es el sustentáculo para la convivencia humana, que depende de ella para seguir interesándose por los vivos y los muertos. La fábula, sin embargo, que solo narra por la mitad, es la ópera inconclusa que contiene nuestro drama.

Así pues, dudo de cómo alcanzar la plenitud narrativa si formamos un mosaico asimétrico que, visto de cerca, deforma el semblante. Y ¿cómo vamos a confiar en la eficacia de cualquier relato si el rastro que dejamos caer al suelo en forma de grano, y que servirá de base para una historia, pronto lo engullen las aces de san Francisco?

El asombro se apodera de mí con frecuencia. Las frases que proceden de tal estado parecen cascajos que desentierro como si sacase a la superficie restos de la ciudad de Troya. Apuesto, entonces, por el universo que el tiempo a cubierto y del que nos hemos alejado por creer que ya no existe. De ahí que celebre apasionada las culturas que la modernidad ha asfixiado, pero de las que también me he originado. Son ellas las que me llevan a deambular por el mundo teniendo al verbo y la imaginación por atributos…”  

 

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