Joyce Carol Oates, conciencia crítica de América

Se la considera una de las damas vivientes de las letras y de las voces más respetadas de la literatura contemporánea de los Estados Unidos.

Lejano queda hoy el momento en que Oates (Lockpot, Nueva York, 1938) con 26 años publicó su primera obra de ficción: The Shuddering Fall.  A la fecha, su prolífica obra abarca un amplio espectro donde se incluyen más de sesenta novelas, entre las más renombradas: El jardín de los placeres terrenales, Ellos, Las hermanas Zinn, Solsticio, La hija del sepulturero, Mujer de barro, Cartago y otras; a las que se le suman relatos de todo tipo, libros de poesía, teatro y textos de no ficción. Una extensa producción que le ha valido el aplauso de crítica y público en su país y el extranjero; por la que ha recibido distinciones y galardones, como el Premio Nacional del Libro de Ficción o la Beca Guggenheim, además de ser una de las integrantes permanentes de la Academia Estadounidense de las Artes y de las Letras.

Como suele suceder, la escritora admite que su estilo recibe una vasta influencia de otros tantos autores, en un amplio abanico que va desde William Faulkner a Bob Dylan, quienes le han llevado a ir modificando su temática a lo largo de los años. Aunque más allá de las influencias, no cabe duda que en sus textos subyace una observación aguda y crítica de la sociedad americana, de sus gentes, de las costumbres arraladas y de las mutaciones a través de los tiempos; no en vano se ha hecho merecedora de la Medalla Nacional de Humanidades, que el presidente del país impone a distintas personalidades, quienes por su trabajo han dado a conocer los atributos humanos que componen a la nación toda.

En su última novela publicada Un libro de mártires americanos, tal vez con una crudeza nunca vista en sus textos, se hace explícito el choque entre las dos grandes corrientes de pensamiento que habitan la sociedad estadounidense: una atávica y tradicionalista y la otra liberal y más permeable a los cambios. Posturas que en su relato lo sintetizan  dos familias: los Dunphy y los Voorhees, quienes con su accionar, obligan a tomar partido a la comunidad en la que habitan.

De Un libro de mártires americanos, el siguiente pasaje:

   “’…Di una sola palabra y mi alma será salva`.

    El Señor me dio la orden. En todo lo acontecido no vaciló su mano.

   Se oyeron gritos.

   _¡Atrás!

   Apunté en primer lugar a Voorhees. El médico abortista dijo con su voz ronca y cortante:

   _¡Atrás! ¡Baje esa Arma!

   Y otros gritaron:

   _¡No! ¡No!

   El Señor ejecutó mis movimientos tan deprisa que los ojos del enemigo ni siquiera tuvieron tiempo de reflejar miedo o alarma. No manifestaron terror alguno, tan solo sorpresa pura y simple. Al avanzar por la entrada para automóviles tras la estela de la furgoneta Dogde de los abortistas con el arma apoyada ya en el hombro y los cañones alzados, hubo muchos que me miraron con asombro y sobrecogidos porque a los manifestantes se les había prohibido expresamente congregarse allí, al igual que desde hacía varios años se nos había prohibido presentarnos con nuestras pancartas o incluso rezar en el patio delante del Centro para Mujeres de Broome County; sin embargo allí estaba uno de nosotros, un soldado del Ejército de Dios, y del que algunos sabían que era Luther Dunphy, quien, desobedeciendo audazmente aquella prohibición, superó la barrera y sin la menor vacilación siguió a la furgoneta por la entrada de coches más deprisa de lo que nadie esperaría de un hombre de su tamaño.

   _¡Dios guía mi mano! Dios no permitirá que fracase.

   El enemigo conocido como Augustus Voorhees acababa de apearse de la furgoneta. Eran las 7.26 de la mañana. El centro para mujeres no empezaba a recibir a su clientela (es decir, mujeres embarazadas y mujeres convencidas de que no deseaban ser madres) hasta las 8.00. Al médico abortista (casi exactamente de mi misma altura, que es un metro ochenta y dos, y de pelo entrecano despeinado muy semejante al mío) se le había ocurrido llegar pronto para evitar así a los manifestantes y entrar por la puerta trasera del centro, pero pecó de insensatez en su astucia, porque la policía de seguridad de Muskegee Falls no solía presentarse hasta las 7.30 (y algunas veces más tarde), y para cuando la llamaran aquella mañana, Voorhees, herido de bala, se habría desangrado ya como un marrano. El abortista no me vio hasta que me encontraba a menso de dos metros tras él, acercándome muy de prisa, y la expresión en el rostro de su acompañante hizo que se volviera con un gesto de total sorpresa y conmoción.

   _¡No! ¡Atrás! ¡No…!

   Ya en aquel instante apretaba yo el gatillo, los cañones apuntándole por encima del pecho, así que el disparo del primer cañón derribó a Augustus Voorhees y le arrancó la parte inferior de la mandíbula y la garganta, dejando una herida terrible de ver, como si el Señor hubiera mostrado su cólera con un único zarpazo de una garra enorme; porque previsoramente yo había apuntado alto, dado que ignoraba si el asesino abortista llevaba chaleco antibalas. (Más adelante se supo que no se protegía así, desdeñoso del destino que le esperaba). A pesar de aquel espectáculo, cuando aún resonaba la ensordecedora descarga, el Señor dio firmeza a mis manos mientras con toda tranquilidad encañonaba a su ´acompañante` y cómplice, muy cerca ahora, que gritaba ´¡No! ¡No! ¡No dispare!` con torpe desesperación mientras trataba de alejarse y se protegía débilmente el cuerpo con brazos y manos; pero aquellas palabras llegaron demasiado tarde, y les hice tan poco caso como a los graznidos de los pájaros de plumas negras agolpados en el cielo invernal sobre nuestras cabezas mientras el segundo disparo le destrozaba la cara y gran parte de la garganta, proyectando hacia atrás su cuerpo ya sin vida al igual que había sucedido con el de Voorhees, también inerte, los dos cadáveres junto sobre el asfalto, delante de la furgoneta, derramando sangre en abundancia en muy pocos segundos, tal como Dios lo había querido.

   Con el éxtasis del Señor recorriéndome los brazos y las manos como se tratara de electricidad, apenas me impactó el retroceso del arma en el hombro, semejante a la coz de una mula; solo sentí el entumecimiento posterior, y el dolor en lo más hondo del hueso.

   _¡Dios se apiade de ti! Que Dios te perdone…”

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