John Banville, la agotadora carga de los recuerdos

Desde su temprana juventud y como muchos de sus compatriotas lo habían hecho durante siglos, el autor irlandés (Wexford, 1945) decidió seguir el camino de la migración hacia los Estados Unidos. Luego de los años de su experiencia americana y ya de regreso en su país, Banville eligió volcarse hacia el trabajo periodístico en The Irish Press, donde hasta llegó a ocupar al puesto de subdirector, para terminar haciéndolo en el diario The Irish Times.

Concluida su etapa como reportero, se lanzó por completo con sus textos de ficción en la que lleva una docena de novelas; entre ellas las que componen su conocida Trilogía de las Revoluciones: Copernico, Kepler y La Carta de Newton.  A las que le siguieron El libro de las pruebas y El mar, por las que fue una vez finalista y luego ganador del premio Booker. De manera más reciente, se ha hecho acreedor al Príncipe de Asturias de las Letras.

Sus obras se asientan en una prosa rica y descriptiva.  Pero más allá del estilo conserva además una curiosa particularidad, debido a que desde hace unos años ha sentido la extraña necesidad de desdoblar su personalidad literaria y, cuando su escritura deriva hacia el género negro, firma su autoría bajo el seudónimo de Benjamin Black; según sus propias palabras: “Porque –luego de haber escrito mil palabras- puedo irme a comer y sin más disfrutar de ello”. Sea como fuere, es evidente que por propia necesidad o por libre elección, se complace del hecho en cuestión y de este desdoblamiento de roles.

El pasaje a continuación pertenece a las páginas de inicio de una de sus más reeditadas novelas, Regreso a Birchwood, toda una reflexión sobre el peso de las relaciones de familia en la niñez, sus consecuencias en la vida adulta y, también, sobre el significado de la misma muerte. Hábil para predisponer al lector, desde sus primeras frases nos invita a sumergirnos en su historia a través del siguiente texto:

“Llegué en primavera. Era una mañana de un verde cristalino, fría y luminosa. Los sacos del carro estaban húmedos, el olor no me abandonaba, y tampoco el olor de los caballos, esas bestias inmensas de color pardo que piafaban y pisoteaban el camino, lanzando la cabeza hacia arriba, con  un destello en los ojos. Centelleaban las hojas de los árboles del bosque, retales de niebla avanzaban entre las ramas. Bajé la mirada hacia la fuente rota, hacia las hojas del año anterior hundidas en el agua estancada. La luz deslumbraba las ventanas de la casa. Sol y sombra barrieron el jardín, un pájaro trinó de repente, desgarrador, y abajo, en la superficie del estanque, una nube blanca se adentró en un cuenco azul de cielo.

La biblioteca es una habitación larga y estrecha. En el extremo sur, las paredes forradas de libros polvorientos se abren con un toque jovial a la cristalera blanca que asoma al bosque, más allá del césped. Aquel día cazaban en la hierba los mirlos, y también los tordos, pequeñas criaturas frenéticas entre gritos de guerra no más grandes que ellos mismos. Flotaba un olor a altramuces, y a mar, aunque más tenue. Los cristales de las ventanas estaban hechos añicos y unas hojas resecas cubrían la alfombra. Las esquirlas de cristal reflejaban cuñas de un estilizado azul celeste. Las sillas se agazapaban en una  inmovilidad amenazadora. Todas esas cosas que fingían estar muertas. Desde el descansillo mi mirada recorrió el lago y los campos en dirección al mar lejano. Qué azul estaba el agua, qué amarillo era el sol. Una mariposa revoloteaba por el jardín. Me esforcé por captar el infinito ruido que debían producir esas torpes alas. Tenía los puños mojados de lágrimas. No lloraba por los que ya no estaban. La gente es fácil de reemplazar, gracias a su abonable predisposición. Lloré por lo que había allí y aun así faltaba. Por Birchwood.

Creemos recordar las cosas tal y como eran, cuando en realidad lo único que nos llevamos al futuro son fragmentos que reconstruyen un pasado completamente ilusorio. Esa primera muerte que presenciamos será siempre un  murmullo de voces que se pierden por un pasillo y un reloj que se queda en silencio en la habitación a oscuras; el final del amor siempre son dos cigarrillos consumidos en un platito y una puerta blanca que se cierra. Había soñado tan a menudo con la casa en mis viajes que ahora se negaba a ser real, incluso mientras yo permanecía entre sus ruinas. No era con Birchwood con lo que había soñado, sino con un Birchwood de ensueño, entretejido de retazos y de fragmentos…”

 

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