Traduttore, traditore

El traductor, ¿debería tener cierta “licencia” para poder mejorar con su trabajo la calidad del original?, o por el contrario, ¿debería ser fiel e interpretar de forma literal el texto? El autor, ¿debe elegir a su traductor o debe confiar esa responsabilidad a la editorial que se ha hecho con los derechos del mismo?  La traducción, durante el trascurso de los tiempos, ha representado siempre un verdadero quebradero de cabeza para autores y editores, y muchas veces quienes traducen, han sido acusados de “traicionar” la naturaleza del original. ¿Ahora, es tan así o es simple exageración?

El reportaje a continuación lleva la firma de Alexandra Jamieson y fue publicado en la revista argentina Outsider:

Charlamos virtualmente con la escritora y traductora Mariana Dimópulos acerca de lo intraducible, de la influencia de la traducción en su propia escritura y, por supuesto, del tema de qué sucede con el alma y las traducciones.

Mariana, decís que no existe lo intraducible y también que sos cauta con la poesía. ¿Hay algo de lo intraducible en la poesía que te hace tener esta cautela?

Lo intraducible es un muy antiguo tópico de discusión. Por principio, cualquiera que sea traductor o se ponga en esa tarea con saberes y seriedades, está ahí para traducir lo que tiene delante, hace eso, la traducción es, a fin de cuentas, tanto una actividad como su resultado. Decir que algo es intraducible es no entender del todo eso que pasa al traducir. Se cree en la intraducibilidad cuando se tiene un concepto demasiado elevado de la equivalencia directa o de la equivalencia históricamente asentada, término a término, que en verdad es una quimera. Hasta la palabra “house” en inglés puede convertirse en un problema de traducción o en algo supuestamente intraducible. Uno pone en equivalencia una cosa con otra y así produce una traducción, hace equivaler, activa un sentido –sin crearlo, ojo, me cuido mucho del puro nominalismo… Mi respeto a la traducción de poesía pasa por una cierta incapacidad para la asociación más o menos ilícita de palabras, para la ocurrencia, capacidades que dependen en parte de la imaginación de cada uno (porque uno no elije su propia imaginación, viene con ella). Soy lectora de poesía pero no diaria, tampoco escribo poesía, carezco de ese talento de amante de los significantes – que encuentra musicalidad en cualquier parte. De ahí mi cautela.

Llegaste al oficio de la traducción un poco por casualidad; sabiendo lo que sabés ahora, ¿lo hubieras elegido como tu primera opción de estudio en vez de Letras? ¿Por qué?

No lo creo. La traducción se convirtió en un modo de vida y de sustento pero como derivación del trabajo con los libros, sean de literatura o de filosofía, y con las lenguas. La ecuación proviene menos de la especialización técnica, que llegó con el tiempo, que de la necesidad por un lado y de una cierta pasión por dar a conocer y por experimentar. Creo que la curiosidad (que tengo muy desarrollada) y el deseo de dar a conocer, la búsqueda de intervención en un campo cultural dado, es parte crucial de la traducción; es el lado más directamente productivo de la escritura, o como dice María Negroni, el más generoso. Aunque una no siempre es, de todas formas, tan generosa, tampoco es cuestión de idealizar.

¿Las traducciones que has hecho influyen o influyeron de alguna manera en tu propia escritura? Es decir, de no ser traductora, ¿escribirías de otra manera, tendrías otra voz?

Especulando, diría que la traducción aportó varias cosas a mi molino escriturario. Creo que sin el alemán escribiría de otra manera, si no hubiera pasado por el cedazo de esa lengua y de esos autores (leídos muchos y traducidos algunos). La traducción lo que te da es una valiosa lentitud; se aprende a mirar de otra forma; uno es un botánico de las palabras (en este punto, parece el modelo opuesto al escritor inspirado o en arrebato, aunque siempre hay algo de eso a fin de cuentas). Pero no me convertí, por ejemplo, en una amante del diccionario, como ocurre en otros casos de traductores escritores (o viceversa).

La yapa: ¿sentís que «se pone el alma» en el texto que se traduce? ¿O vas más bien por una traducción objetiva o alejada de lo que te sucede con el texto original? 

Para citar a Marcelo Cohen, que escribió hace ya algunos años un texto destacable sobre su experiencia como traductor, hace falta postular una teoría para cada texto que uno traduce. Por supuesto, la clave para dimensionar esto es identificar qué es para nosotros la teoría de un texto. Pero algo de eso hay, si entendemos la teoría como un acto de contemplación al mismo tiempo que una participación anímica y de las otras…(donde se puede incluir, si se quiere, el enamoramiento con un texto o con una voz). En cualquier caso, para mí no se excluyen. Siempre tengo cierto resquemor de hablar de las pasiones cuando lo que está en juego –tratándose ante todo de la traducción de filosofía o de ensayo, que es finalmente a lo que más me dediqué en los últimos años– cuando está en juego algo bien objetivable (que supone que esta traducción está bien y la otra está mal). Pero es así: conviven objetividad y pasión en las traducciones bien hechas. Una vez escuché una anécdota de una pianista famosa: que se encerraba en el baño cuando era chica cada vez que cometía un error en el piano. Se encerraba porque no se podía perdonar. Con la traducción pasa lo mismo que con el piano. La pasión y la objetividad van de la mano, quedan (mal) encerradas en un mismo cuerpo, por así decir.

 

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