La primera vez que el nombre del escritor egipcio llegó a mis oídos fue a razón del estreno de la película Llámame por tu nombre (Call me by your name), del realizador italiano Luca Guadagnino. Film basado en la primera novela del autor, que logró muy buena repercusión y se hizo merecedor del premio Oscar al mejor guión adaptado a la pantalla del año 2017, obteniendo elogios de crítica y espectadores.
Aciman (Alejandría, 1951), quien posee una curiosa historia de identidad, con una familia de origen turco pero de religión judía sefardí que se habían asentado en Egipto; para luego hacer un segundo traslado hacia Italia donde el escritor pasó parte de su juventud, y finalmente terminar emigrando de allí hacia los Estados Unidos. País del que el alejandrino adoptó la nacionalidad, más allá de formarse profesionalmente en la universidad de Harvard y luego, alcanzar el puesto de profesor de escritura esta vez en las universidades de Nueva York y Princeton. Y también, donde se consolidó como novelista.
Es evidente, que el bagaje de su poliédrica conformación personal en sociedades tan disímiles aparece de alguna manera volcado en sus textos, con sus tonalidades, costumbres y variaciones en los que, más allá de constituir una sólida trama creativa, se detiene como un orfebre en la conformación de cada personaje, partiendo de sus sensaciones y más aún de sus sentimientos. Protagonistas a los que deja fluir sustentándolos por sus más puros deseos, sin red de contención o aparente rumbo prefijado, pero con toda la carga de intencionalidad que alimentan sus anhelos primeros.
Parte de esas características son con las que ha edificado la estructura de su último trabajo y, por aquello de que los verdaderos autores escriben siempre la misma novela, se nutre de las mismas esencias con las que configuró sus anteriores obras literarias, con un estilo pleno de pequeños detalles y variados matices, con los que ha construido esta gran ficción narrativa.
De su novela, Variaciones Enigma, el pasaje siguiente:
» – Mi lasci fare, signora. Permítame- dijo él, respaldando cada palabra con tanta deferencia como autoridad. Dicho esto se sacó de la chaqueta una anilla con herramientas diminutas que se parecían más a una colección de abridores de latas de sardinas de todos los tamaños que a leznas, gubias y destornilladores. Se sacó unas gafas del bolsillo de la pechera, desdobló las patillas y las deslizó con cuidado por detrás de las orejas. Me recordó a un niño de la guardería que había empezado a llevar gafas y que se seguía sintiendo incómodo al ponérselas. Luego, con el dedo medio estirado, empujó el puente de las gafas sobre la nariz con la misma delicadeza. Se habría colocado de igual manera bajo la barbilla un violín de Cremona de valor incalculable. Todos sus gestos eran desenvueltos y diestros, provocaban admiración además de confianza. Me sorprendieron sus manos. No estaban encallecidas ni perjudicadas por el trabajo o los productos de su oficio. Eran manos de músico. Deseé tocarlas, no solo porque quería comprobar si las palmas rosadas eran tan suaves como prometían, sino porque, de repente, quise poner mis manos al cuidado de las suyas. Las manos, al contrario que los ojos no intimidaban, sino que acogían. Quería que sus largos nudillos y sus uñas almendradas se deslizaran entre mis dedos y me los sujetaran en una muestra cálida y duradera de camaradería y que con aquel único gesto me repitiera la promesa de que un día, quizá antes de lo que esperaba, yo también sería un hombre adulto con manos como las suyas, y de mis rasgos irradiaría un destello de alborozo y picardía que le diría al mundo que era experto en algo y un hombre muy, muy bueno.
Notó que lo observábamos mientras trataba de abrir la caja y, sin mirarnos ni a mi madre ni a mí, siguió sonriendo para sí mismo, consciente de nuestro suspense, mientras intentaba disiparlo sin dejar ver que se daba cuenta. Sabía lo que estaba haciendo, lo había hecho muchas veces, dijo, mientras seguía mirando fijamente por el ojo de la cerradura.
-Signor Giovanni – dijo mi madre intentando no distraerlo, mientras él continuaba manipulando la cerradura.
-Sí, signora – contestó él sin mirar.
–Tiene una voz preciosa.
Estaba tan absorto con la cerradura que pareció no haberla oído, pero un momento después dijo:
-No se engañe, signora, no sé entonar una melodía.
–¿Con esa voz?
-Todo el mundo se ríe cuando canto.
-Porque están celosos.
-Créame, no sé cantar ni Cumpleaños feliz.
Los tres nos reímos. Hubo un momento de silencio. Sin apresurarse ni forzar ni arañar la incrustación de bronce que había alrededor de la vieja cerradura, trasteó un poco más y luego exclamó:
-Eccoci! ¡Aquí está!- y unos segundos más tarde, como si un poco de seducción persistente y dulce fuese lo único que hacía falta para escuchar el clic delator, la cerradura cedió por fin y se abrió la caja.
Quise besarle las manos. Lo que se reveló al abrirla fue un reloj de bolsillo de oro, un par de gemelos de oro y una pluma estilográfica sobre un forro de fieltro grueso del color del verdete. En un lado de la pluma, con letras doradas, estaba escrito el nombre completo de mi abuelo, que era también el mío.
-¡Quién lo iba a pensar! –exclamó mi madre-
Los gemelos tenían las iniciales de su suegro y era probable que se remontaran a su época de estudiante en París. Él los había tenido en alta estima. Mi madre también se acordaba de haber visto el reloj de bolsillo, aunque hacía mucho. Debió de dejar allí las tres cosas, pero como no había vuelto después del accidente, nadie se había dado cuenta siquiera de que faltaban.
-Y ahora, de pronto, aquí están; pero él no –mi madre se quedó absorta en sus pensamientos-. Le tenía mucho cariño, y él a mí.
El ebanista se mordió el labio y asintió en silencio.
-Es la crueldad de los muertos. Siempre nos pillan desprevenidos las maneras que eligen para volver, ¿no es cierto, signor Giovanni? –dijo mi madre.
-Sí –concordó él-. A veces, al querer contarles algo que les hubiese interesado o al preguntar por gente o sitios que solo ellos conocían, nos acordamos de que no nos oirán nunca, ni nos contestarán, que no les importamos. Aunque quizá sea mucho peor para ellos: quizá sean ellos los que nos llaman a nosotros y somos nosotros los que no los oímos y a los que parece que no nos importa…»
FLF.-