
La colorida Nueva Orleans le vio nacer en el año 1924, y fue también la ciudad que le vio transitar por sus calles durante muchos momentos de soledad a lo largo de su adolescencia. Allí, en el profundo sur americano, tuvo sus primeras experiencias con la autoría literaria hasta constituirse en un escritor precoz, a punto que a los 17 años de edad fue contratado como colaborador por la reconocida revista The New Yorker.
Mientras el autor iba fogueándose con diferentes artículos en el género periodístico seguía con su quehacer literario, volcándose en una producción de relatos breves. Hasta que le llegó el momento de producir la que fue su primera novela: Otras voces, otros ámbitos, texto en que la trama se sumergía en el delicado tema de la homosexualidad.
Poco tiempo después publica un nuevo conjunto de relatos y uno de ellos: Shut the final door (Cierra la puerta final) recibe el Premio O. Henry y con ello, el reconocimiento a su persona. Quizás fruto de la nueva situación o de considerarlo un tiempo ya perimido, decide desvincularse por completo de la revista editada en «la gran manzana» para lanzarse a la escritura de su ficción Desayuno en Tiffany’s que encumbra al estadounidense, más aún cuando de ella se hace una acertada versión cinematográfica con la actriz Audrey Hepburn, en la cumbre de su carrera, como protagonista.
Luego retoma en parte su experiencia periodística para lanzarse a escribir en lo que con posterioridad se daría a conocer como Nuevo periodismo, por el que en ese entonces ya transitaban otros escritores como Norman Mailer o Tom Wolfe. En él se combinan elementos verídicos con otros ficticios, para desembocar en una novela documentada denominada también de No ficción. Para componerla investiga durante cinco años, acopiando datos de un suceso criminal cuyas víctimas fueron toda una familia de Kansas. Se documenta en profundidad, visita el lugar mismo de los hechos, e incluso consigue dialogar en diversos encuentros en prisión con los individuos que habían llevado a cabo los asesinatos. Indaga también por las causas que motivaron la barbarie, y con todos los elementos da a luz la descriptiva A sangre fría, novela con la que a la postre generaría escuela, que terminaría de catapultar al autor sureño hacia el reconocimiento mundial.
Pero a pesar del éxito, implicado como estaba en los hechos y como luego el mismo admitiría, la experiencia le reporta un gran desgaste psicológico que le valdrá alejarse de la autoría durante años. Mucho tiempo después publicaría algunos relatos breves pero nada cercano a la que con posterioridad se convertiría en su gran obra maestra. Hasta el momento mismo de su temprana muerte en 1984, a los 59 años de edad.
El texto siguiente da comienzo A sangre fría:
“El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman «allá». A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.
Holcomb también es visible desde lejos. No es que haya mucho que ver allí… es simplemente un conjunto de edificios sin objeto, divididos en el centro por las vías del ferrocarril de Santa Fe, una aldea azarosa limitada al sur por un trozo del río Arkansas, al norte por la carretera número 50 y al este y al oeste por praderas y campos de trigo. Después de las lluvias, o cuando se derrite la nieve, las calles sin nombre, sin árboles, sin pavimento, pasan del exceso de polvo al exceso de lodo. En un extremo del pueblo se levanta una antigua estructura de estuco en cuyo techo hay un cartel luminoso -BAILE-, pero ya nadie baila y hace varios años que el cartel no se enciende. Cerca, hay otro edificio con un cartel irrelevante, dorado, colocado sobre una ventana sucia: BANCO DE HOLCOMB. El banco quebró en 1933 y sus antiguas oficinas han sido transformadas en apartamentos. Es una de las dos «casas de apartamentos» del pueblo; la segunda es una mansión decadente, conocida como «el colegio» porque buena parte de los profesores del liceo local viven allí. Pero la mayor parte de las casas de Holcomb son de una sola planta, con una galería en el frente.
Cerca de la estación del ferrocarril, una mujer delgada que lleva una chaqueta de cuero, pantalones vaqueros y botas, preside una destartalada sucursal de correos. La estación misma, pintada de amarillo desconchado, es igualmente melancólica: El Jefe, El Superjefe y El Capitán pasan por allí todos los días, pero estos famosos expresos nunca se detienen. Ningún tren de pasajeros lo hace… sólo algún tren de mercancías. Arriba, en la carretera, hay dos gasolineras, una de las cuales es, además, una poco surtida tienda de comestibles, mientras la otra funciona también como café… el Café Hartman donde la señora Hartman, la propietaria, sirve bocadillos, café, bebidas sin alcohol y cerveza de baja graduación (Holcomb, como el resto de Kansas, es «seco»).
Y, en realidad, eso es todo. A menos que se considere, como es debido, el Colegio Holcomb, un edificio de buen aspecto que revela un detalle que la apariencia de la comunidad, por otro lado, esconde: que los padres que envían a sus hijos a esta moderna y eficaz escuela (abarca desde jardinería hasta ingreso a la universidad y una flota de autobuses transporta a los estudiantes -unos trescientos sesenta- a distancias de hasta veinticinco kilómetros) son, en general, gente próspera. Rancheros en su mayoría, proceden de orígenes muy diferentes: alemanes, irlandeses, noruegos, mexicanos, japoneses. Crían vacas y ovejas, plantan trigo, sorgo, pienso y remolacha. La labranza es siempre un trabajo arriesgado pero al oeste de Kansas los labradores se consideran «jugadores natos», ya que cuentan con lluvias muy escasas (el promedio anual es de treinta centímetros) y terribles problemas de riego. Sin embargo, los últimos siete años no han incluido sequías. Los labradores del condado de Finney, del que forma parte Holcomb, han logrado buenas ganancias; el dinero no ha surgido sólo de sus granjas sino de la explotación del abundante gas natural, y la prosperidad se refleja en el nuevo colegio, en los confortables interiores de las granjas, en los elevados silos llenos de grano.
Hasta una mañana de mediados de noviembre de 1959, pocos americanos -en realidad pocos habitantes de Kansas- habían oído hablar de Holcomb. Como la corriente del río, como los conductores que pasaban por la carretera, como los trenes amarillos que bajaban por los raíles de Santa Fe, el drama, los acontecimientos excepcionales nunca se habían detenido allí. Los habitantes del pueblo -doscientos setenta- estaban satisfechos de que así fuera, contentos de existir de forma ordinaria… trabajar, cazar, ver la televisión, ir a los actos de la escuela, a los ensayos del coro y a las reuniones del club 4-H. Pero entonces, en las primeras horas de esa mañana de noviembre, un domingo por la mañana, algunos sonidos sorprendentes interfirieron con los ruidos nocturnos normales de Holcomb… con la activa histeria de los coyotes, el chasquido seco de las plantas arrastradas por el viento, los quejidos lejanos del silbido de las locomotoras. En ese momento, ni un alma los oyó en el pueblo dormido… cuatro disparos que, en total, terminaron con seis vidas humanas. Pero después, la gente del pueblo, hasta entonces suficientemente confiada como para no echar llave por la noche, descubrió que su imaginación los recreaba una y otra vez… esas sombrías explosiones que encendieron hogueras de desconfianza, a cuyo resplandor muchos viejos vecinos se miraron extrañamente, como si no se conocieran…”