Ucrania y Rusia en los libros: cruces de una literatura clásica

Son dos países que viven una tensión fronteriza debido al reconocimiento ruso de las provincias separatistas ucranianas de Donetsk y Luhansk. Pero esa macrozona ha visto nacer a nombres de categoría mundial en los libros, y que han tenido más de un cruce -pero de diferente condición- entre ambas naciones. Aquí un pequeño repaso

Fiodor Dostoievski

Si hay una región pródiga en nombres claves en la literatura es la macrozona de la Europa oriental. Hoy, la región está en el ojo del mundo debido a la tensión ruso-ucraniana debido al reconocimiento ruso de Donetsk y Luhansk, dos regiones ucranianas separatistas, aunque el conflicto viene desde la anexión rusa de Crimea, en 2014.

De todos modos, el antiguo imperio ruso y posterior Unión Soviética vio nacer las trayectorias de nombres interesantes. Quizás los más conocidos son los autores rusos.

En ese sentido, se imponen por su propio peso nombres como el de Fiodor Dostoiesvki. Oriundo de Moscú, en palabras del austriaco Stefan Zweig, tuvo una vida como “la de un personaje del Antiguo Testamento”. Incluyó condena a muerte, exilio, pobreza, una hija fallecida, dos matrimonios, pero tras sí dejó un legado de novelas que permanecen como un tesoro. En esta tecla incluimos, por supuesto, Crimen y castigo, Los hermanos Karamázov, o Memorias del subsuelo.

León Tolstoi

Otro nombre clave es el de León Tolstoi, uno de los nombres insignes en la ficción realista. En este sentido, destacan por supuesto las novelas Ana Karenina y Guerra y paz. Esta última, basada en un hecho histórico crucial para los rusos: la invasión (y derrota) de Napoleón Bonaparte en 1812. Aunque alcanzó la gloria como escritor, hacia el último tramo de su vida se volvió prácticamente un asceta, con inspiración religiosa, se volvió vegetariano y optó por un estilo de vida sencillo y campesino.

Asimismo, el llamado “Padre del cuento moderno”, Antón Chéjov, también nació en Rusia. Médico de profesión, desarrolló su carrera publicando preferentemente relatos breves. Algunos de ellos célebres como La dama del perrito, Las tres hermanas, la crónica La isla de Sajalín, donde narra las condiciones en el lugar, ocupado como centro penitenciario; y obras de teatro, como El jardín de los cerezos, o La gaviota.

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Antón Chéjov

Chéjov tuvo una cierta conexión con la actual Ucrania. Resulta que para 1887, se le detectaron los primeros síntomas de una enfermedad que lo acompañó hasta su muerte: la tuberculosis. Por ello, decidió viajar al sur del imperio. Se estableció en Yalta, en la península de Crimea, al borde del Mar Negro, entre 1899 a 1904. Sin embargo, los esfuerzos no fueron suficientes, y tras emigrar a Alemania buscando cura, falleció en 1904.

Tarás Schevchenko

Pero en el país de la bandera amarilla y azul, el gran nombre es el del poeta Tarás Schevchenko, quien no es tan conocido en occidente como sus pares rusos. De origen siervo, tuvo su principal formación como pintor, en la Academia de Bellas Artes del Imperio, en San Petersburgo. En 1840 publicó su primer libro de poesía, Kobzar (El bardo), donde trataba el sufrimiento del pueblo ucraniano de una manera muy dolida. En rigor, la exaltación de la nacionalidad y la idiosincracia popular ucraniana y la crítica a la autocracia zarista caracterizaron su escritura. De hecho, se le castigó con el exilio y un reclutamiento forzoso en el ejército, pero ello no le impidió seguir pintando y escribiendo.

Otro nombre importante de las letras ucranianas es el de Nicolái Gógol. Nacido en el imperio ruso, por ese dato suele contársele como escritor de esa nacionalidad. Pero él vino al mundo en Soróchintsy, en la región de Poltava, actualmente en Ucrania. Su mayor obra fue Almas muertas, de 1842, definida como “un poema épico en prosa”, donde trataba el tema de la servidumbre. Sin embargo, la segunda parte de la novela, Gógol la arrojó al fuego por dedicarse más a lo religioso.

Nicolái Gógol

Además, escribió Tarás Bulba, una novela histórica protagonizada por un cosaco llamado de esa manera, quien vivió en el siglo XVI. Era una especie de personaje histórico relevante en Ucrania. En gran parte, su literatura tuvo que ver con rescatar lo tradicional. “Escritores como Gogol y Krylov introducen al pueblo y sus leyendas, al campesino y el espacio rural. Es, en términos estrictos, la aparición del costumbrismo localista y estereotipado”, señaló el académico de literatura de la Universidad de Chile, Cristián Cisternas.

Un caso particular es el del legendario Joseph Conrad. Nació en Berdychiv, hoy parte de Ucrania, aunque por esos entonces, en 1857 formaba parte de territorios polacos ocupados bajo el zar ruso, prueba de los veleidosos cambios de fronteras en la zona. Conrad fue un defensor del nacionalismo polaco, aunque en 1878 se radicó en Inglaterra, donde obtuvo la nacionalidad inglesa. En su obra desarrolló una afición a los relatos inspirados en el mundo marítimo, como lo hiciera Melville.

Svetlana Aleksiévich

Por supuesto, no podemos no referirnos a la autora Svetlana Aleksiévich. Premio Nobel de Literatura 2015, nació en Stanislav, la actual Ucrania, por entonces la URSS. Su madre era ucraniana y su padre bielorruso, desde 1991 tiene la nacionalidad de su progenitor. Sin embargo, Aleksiévich ha tenido un ojo puesto en su tierra natal, puesto que su obra más conocida, el libro de crónicas Voces de Chernóbil, se ambienta justamente en la ciudad ucraniana que vivió el accidente nuclear. Hay cosas que no se olvidan.

(Autor del texto: Pablo Retamal; reproducido en el diario La Tercera de Chile)

Chico Buarque, sus letras, las imágenes y la gente

Logró trascender hacia el gran público a través de su faceta de cantautor y músico. Más tarde, sus letras fueron llegando en formato de textos literarios los que, empujados por la curiosidad de sus adeptos y su buen hacer como escritor, fueron ganando una cuota cada vez mayor de lectores en lengua portuguesa primero y de otras partes del orbe después.

Buarque de Holanda (Río de Janeiro, 1944) proviene de una familia de intelectuales, que se volcó en la creación hasta llegar a ser considerado uno de los embajadores de la denominada “nova canco” brasilera. Pero -como a muchos otros- la vida y sus sucesos: un golpe militar que sacudió los estamentos de la sociedad del país sudamericano, le obligaron a replantearse su existencia y  como consecuencia directa, su marcha al exilio en Italia.

De regreso en Brasil su quehacer fue observado como pocos, tuvo que emplear por ello el mejor ingenio para sortear la censura imperante del gobierno de facto, adaptando y utilizando el doble sentido en sus composiciones; con gran repercusión cuando algunas de sus letras se convirtieron en verdaderos himnos en favor de las libertades perdidas.

La crítica velada conformó también parte de la trama de sus novelas, con títulos como Budapest; Leche derramada o El hermano alemán. Fue autor además de obras teatrales, títulos como Gota de agua; La ópera del pícaro o Leva, entre otras; y tuvo oportunidad de incursionar en su faceta de actor, con papeles en filmes de variada repercusión.

Su carrera literaria le ha valido el reconocimiento con la concesión de distintos galardones, como el premio Jabuti, y más recientemente el prestigioso premio Camoes, distinción otorgada por su trayectoria dentro de las letras portuguesas impulsada, que duda cabe, por ser uno de los mayores representantes de la cultura brasilera del último medio siglo.

En su última novela, de reciente aparición, utiliza el género epistolar. En ella expone a la realidad como si de ficción se tratase, y donde cada epístola contiene una historia en sí misma; para reflejar los hechos de la cotidianidad que rodean al protagonista. Por ello, para apreciar una parte de su literatura, de Esa Gente, los textos a continuación:    

3 de enero de 2019

El contable ha llamado para comunicarme que tengo el saldo del banco en números rojos. ¿Y ahora qué? Y ahora qué, pregunto. Son las nueve de la mañana, hace calor, los geranios de la ventana están agostados. Hay pan de molde en la nevera, mantequilla, dos lonchas de jamón, y he aprendido a preparar café en la cafetera eléctrica. A la chica de la limpieza se le daba bien regar los geranios, pero cuando lo hago yo la vecina de abajo siempre se queja de que le cae agua. El periódico está en el recibidor; la primera página es falsa, es una imitación de primera página, donde todas las noticias son anuncios publicitarios. Cuando el gato arañaba el periódico y se meaba encima, solía cabrearme, pero ahora hasta lo echo de menos. Hay quien dice que los gatos angora son suicidas, aunque la chica de la limpieza asegura que saltó persiguiendo un colibrí. Me señaló el gato despachurrado en el parque infantil de la finca, pero preferí no bajar, así que le pedí que lo enterrara allí mismo, en el parterre. La chica solía llegar temprano a casa, se tomaba un café y tenía la abominable manía de hojear el periódico antes que yo. Intenté esconderlo, pero notaba los dobleces irregulares, como la raya de los pantalones mal planchados. También se le notaba que le fastidiaba tomarse el café recalentado, y a la chica sí que no la echo de menos. 

15 de enero de 2019

En vez de dirigirse hacia el sur, después de pasar rozando el Pan de Azúcar, el avión sobrevuela Río de Janeiro a baja velocidad. Me complace pensar que al piloto, como a mí, no le apetece irse de Río, ni tiene prisa en llegar a Sao Paulo. O que haya decidido dar una vuelta panorámica sobre la ciudad, con el fin de mostrar a los pasajeros nuestras playas, el bosque de la Tiyuca, el Cristo Redentor, el Maracaná, las favelas y demás atracciones turísticas. Finalmente, tomamos la ruta habitual sobre el océano, y en eso que el avión hace un viraje de regreso a Río, seguramente por problemas técnicos. Con el gesto risueño, la azafata avanza por el pasillo tranquilizando a los pasajeros que empezaban a mirarse con inquietud. Cuando ya nos dirigíamos a la pista de aterrizaje del aeropuerto Santos Dumont, en el último momento el avión acelera y remonta para sobrevolar la ciudad, en un intento, según entiendo de deshacerse de combustible antes de disponerse a aterrizar de nuevo. El problema empieza cuando las turbinas se ponen a soltar humo, y la azafata, sin perder la sonrisa, apenas si es capaz de contener el alboroto que se crea a bordo. Dicen que, en el instante de la muerte, la vida pasa de principio a fin como una película en nuestra cabeza. Y eso me ocurre, no como en una película, sino en el vuelo rasante que efectúa el avión sobre Río de Janeiro. Allí están el hospital donde nací, la casa de mis padres, la iglesia donde fui bautizado, el colegio donde insulté al cura, el campo de tierra donde marqué un gol de tacón, la playa en la que casi me ahogué, la calle donde me partieron la cara, los cines donde me enamoré, el edificio del curso preuniversitario, que dejé a medias, y cerca del cementerio, el avión vuelve a tomar impulso, levanta el morro, acelera y se introduce entre las nubes. No pasa ni un minuto, cuando el piloto decide regresar, pasando otras vez a ras del hospital de maternidad, la casa de mis padres, la torre de la iglesia, todo de nuevo. Es como si al volar en círculos el avión reprodujera con mayor fidelidad mi recorrido vital, haciéndome revisitar siempre a las mismas mujeres y las mismas películas, haciéndome volver a los mismos domicilios, disfrutar de repetir mis errores. La azafata busca el equilibrio apoyándose, ahora en una butaca, ahora en otra, para comprobar los cinturones de seguridad, y cuando alguien le pregunta si vamos a salir vivos de esta, ella responde con una sonrisa: solo saldremos vivos de milagro. A los gritos de desesperación, ahora se suma el clamor de las oraciones y, desde la ventanilla, me parece ver mi apartamento, un accidente de coches en la cuesta, un gato erizado, el ojo de un perro. El comandante se pone a rezar un avemaría al micrófono, mientras la azafata reparte rosarios y biblias que saca del carrito. Abro el Antiguo Testamento, pero mis gafas de lectura tienen la graduación obsoleta y no me permiten descifrar la letra minúscula. Mientras desgrano el rosario, trato en vano de recordar alguna oración y, con razón, mis compañeros de infortunio me lanzan miradas de odio. El avión está punto de estrellarse con un centenar de creyentes a bordo, por culpa de un ateo que perdió la fe en los milagros hace muchos años. Caen máscaras del techo para todos los pasajeros menos para mí, y no es hasta ese momento cuando me doy cuenta de que en el asiento de al lado está mi padre, que gira la cara y me niega una mísera inhalación de oxígeno. Desencantado, miro a la azafata haciéndome la señal de la cruz en la frente y susurro: mamá. Es el último soplo de vida. A continuación, me despierto envuelto en la sábana con la tele encendida: a partir de hoy, por decreto presidencial, puedo tener cuatro armas de fuego en casa...