Chico Buarque, sus letras, las imágenes y la gente

Logró trascender hacia el gran público a través de su faceta de cantautor y músico. Más tarde, sus letras fueron llegando en formato de textos literarios los que, empujados por la curiosidad de sus adeptos y su buen hacer como escritor, fueron ganando una cuota cada vez mayor de lectores en lengua portuguesa primero y de otras partes del orbe después.

Buarque de Holanda (Río de Janeiro, 1944) proviene de una familia de intelectuales, que se volcó en la creación hasta llegar a ser considerado uno de los embajadores de la denominada “nova canco” brasilera. Pero -como a muchos otros- la vida y sus sucesos: un golpe militar que sacudió los estamentos de la sociedad del país sudamericano, le obligaron a replantearse su existencia y  como consecuencia directa, su marcha al exilio en Italia.

De regreso en Brasil su quehacer fue observado como pocos, tuvo que emplear por ello el mejor ingenio para sortear la censura imperante del gobierno de facto, adaptando y utilizando el doble sentido en sus composiciones; con gran repercusión cuando algunas de sus letras se convirtieron en verdaderos himnos en favor de las libertades perdidas.

La crítica velada conformó también parte de la trama de sus novelas, con títulos como Budapest; Leche derramada o El hermano alemán. Fue autor además de obras teatrales, títulos como Gota de agua; La ópera del pícaro o Leva, entre otras; y tuvo oportunidad de incursionar en su faceta de actor, con papeles en filmes de variada repercusión.

Su carrera literaria le ha valido el reconocimiento con la concesión de distintos galardones, como el premio Jabuti, y más recientemente el prestigioso premio Camoes, distinción otorgada por su trayectoria dentro de las letras portuguesas impulsada, que duda cabe, por ser uno de los mayores representantes de la cultura brasilera del último medio siglo.

En su última novela, de reciente aparición, utiliza el género epistolar. En ella expone a la realidad como si de ficción se tratase, y donde cada epístola contiene una historia en sí misma; para reflejar los hechos de la cotidianidad que rodean al protagonista. Por ello, para apreciar una parte de su literatura, de Esa Gente, los textos a continuación:    

3 de enero de 2019

El contable ha llamado para comunicarme que tengo el saldo del banco en números rojos. ¿Y ahora qué? Y ahora qué, pregunto. Son las nueve de la mañana, hace calor, los geranios de la ventana están agostados. Hay pan de molde en la nevera, mantequilla, dos lonchas de jamón, y he aprendido a preparar café en la cafetera eléctrica. A la chica de la limpieza se le daba bien regar los geranios, pero cuando lo hago yo la vecina de abajo siempre se queja de que le cae agua. El periódico está en el recibidor; la primera página es falsa, es una imitación de primera página, donde todas las noticias son anuncios publicitarios. Cuando el gato arañaba el periódico y se meaba encima, solía cabrearme, pero ahora hasta lo echo de menos. Hay quien dice que los gatos angora son suicidas, aunque la chica de la limpieza asegura que saltó persiguiendo un colibrí. Me señaló el gato despachurrado en el parque infantil de la finca, pero preferí no bajar, así que le pedí que lo enterrara allí mismo, en el parterre. La chica solía llegar temprano a casa, se tomaba un café y tenía la abominable manía de hojear el periódico antes que yo. Intenté esconderlo, pero notaba los dobleces irregulares, como la raya de los pantalones mal planchados. También se le notaba que le fastidiaba tomarse el café recalentado, y a la chica sí que no la echo de menos. 

15 de enero de 2019

En vez de dirigirse hacia el sur, después de pasar rozando el Pan de Azúcar, el avión sobrevuela Río de Janeiro a baja velocidad. Me complace pensar que al piloto, como a mí, no le apetece irse de Río, ni tiene prisa en llegar a Sao Paulo. O que haya decidido dar una vuelta panorámica sobre la ciudad, con el fin de mostrar a los pasajeros nuestras playas, el bosque de la Tiyuca, el Cristo Redentor, el Maracaná, las favelas y demás atracciones turísticas. Finalmente, tomamos la ruta habitual sobre el océano, y en eso que el avión hace un viraje de regreso a Río, seguramente por problemas técnicos. Con el gesto risueño, la azafata avanza por el pasillo tranquilizando a los pasajeros que empezaban a mirarse con inquietud. Cuando ya nos dirigíamos a la pista de aterrizaje del aeropuerto Santos Dumont, en el último momento el avión acelera y remonta para sobrevolar la ciudad, en un intento, según entiendo de deshacerse de combustible antes de disponerse a aterrizar de nuevo. El problema empieza cuando las turbinas se ponen a soltar humo, y la azafata, sin perder la sonrisa, apenas si es capaz de contener el alboroto que se crea a bordo. Dicen que, en el instante de la muerte, la vida pasa de principio a fin como una película en nuestra cabeza. Y eso me ocurre, no como en una película, sino en el vuelo rasante que efectúa el avión sobre Río de Janeiro. Allí están el hospital donde nací, la casa de mis padres, la iglesia donde fui bautizado, el colegio donde insulté al cura, el campo de tierra donde marqué un gol de tacón, la playa en la que casi me ahogué, la calle donde me partieron la cara, los cines donde me enamoré, el edificio del curso preuniversitario, que dejé a medias, y cerca del cementerio, el avión vuelve a tomar impulso, levanta el morro, acelera y se introduce entre las nubes. No pasa ni un minuto, cuando el piloto decide regresar, pasando otras vez a ras del hospital de maternidad, la casa de mis padres, la torre de la iglesia, todo de nuevo. Es como si al volar en círculos el avión reprodujera con mayor fidelidad mi recorrido vital, haciéndome revisitar siempre a las mismas mujeres y las mismas películas, haciéndome volver a los mismos domicilios, disfrutar de repetir mis errores. La azafata busca el equilibrio apoyándose, ahora en una butaca, ahora en otra, para comprobar los cinturones de seguridad, y cuando alguien le pregunta si vamos a salir vivos de esta, ella responde con una sonrisa: solo saldremos vivos de milagro. A los gritos de desesperación, ahora se suma el clamor de las oraciones y, desde la ventanilla, me parece ver mi apartamento, un accidente de coches en la cuesta, un gato erizado, el ojo de un perro. El comandante se pone a rezar un avemaría al micrófono, mientras la azafata reparte rosarios y biblias que saca del carrito. Abro el Antiguo Testamento, pero mis gafas de lectura tienen la graduación obsoleta y no me permiten descifrar la letra minúscula. Mientras desgrano el rosario, trato en vano de recordar alguna oración y, con razón, mis compañeros de infortunio me lanzan miradas de odio. El avión está punto de estrellarse con un centenar de creyentes a bordo, por culpa de un ateo que perdió la fe en los milagros hace muchos años. Caen máscaras del techo para todos los pasajeros menos para mí, y no es hasta ese momento cuando me doy cuenta de que en el asiento de al lado está mi padre, que gira la cara y me niega una mísera inhalación de oxígeno. Desencantado, miro a la azafata haciéndome la señal de la cruz en la frente y susurro: mamá. Es el último soplo de vida. A continuación, me despierto envuelto en la sábana con la tele encendida: a partir de hoy, por decreto presidencial, puedo tener cuatro armas de fuego en casa...

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