«Muchas noches cuando miro por la ventana y las vistas se vuelven especialmente radiantes y mágicas, envidio a las personas que viven en las casas detrás de las luces alegres, bonitas y deslumbrantes de Manhattan. y me da por pensar que todas ellas llevan una vida alegre y bonita en esas casas que hay detrás de las luces; incluso en Harlem, incluso en el Harlem hispano… Debe de ser una señal inequívoca de que estoy perdiendo la cabeza»
Pintura: Edward Hopper
Texto: Caroline Blackwood, de su novela La hijastra
¨El romanticismo es el origen de lo que somos hoy. El siglo XX nace de ahí, en lo bueno de las pasiones y anhelos de libertad y en lo malo de la exaltación política¨ ( Luz Gabás )
«Las leyes de los hombres o de la naturaleza, se hallan a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. El terremoto que aplasta un pueblo entero bajo las casas que se desmoronan; el río desbordado que arrastra campesinos ahogados y cadáveres de bueyes y vigas arrancadas de los techos; o el ejército glorioso que extermina a los que se defienden, se lleva prisioneros a los demás, saquea en nombre del Sable y da gracias a Dios al son del cañón, son plagas igualmente espantosas que desconciertan a quienes creen en la justicia eterna y resquebrajan la confianza que se nos inculca en la protección del cielo y la razón del hombre»
Texto del relato Bola de sebo, de Guy de Maupassant
En el Diccionario apasionado de la novela negra, el escritor francés Pierre Lemaitre -él mismo cultor del género- ha recopilado autores, obras, recuerdos de lecturas y datos históricos. Aquí varios ejemplos, comenzando como corresponde, por la letra A
Truman Capote
A SANGRE FRÍA
Al principio, el descubrimiento de Truman Capote me dejó desconcertado. No podía comprender qué tipo de fascinación ejercía sobre mí. Cuando finalmente lo comprendí, pasé del desconcierto a la estupefacción.
A sangre fría trata del asesinato de una familia. Estamos en 1959, en Holcomb, un tranquilo pueblecito del Medio Oeste. Dos jóvenes ex presidiarios, Perry Smith y Richard Hickok, asesinan, después de hacerles sufrir lo suyo, a los cuatro miembros de la familia Clutter: los padres, Herbert y Bonnie, y sus dos hijos, Nancy (de dieciséis años) y Kenyon (de quince). Los asesinos están convencidos de que la familia es rica, pero se marchan con apenas cuarenta dólares y un aparato de radio.
Mi pasmo tenía que ver con el hecho de que, por primera vez en mi vida de lector, se replicaban y se oponían las dos hermanas enemigas de la literatura: realidad y ficción.
Recurrir a un suceso real no era algo revolucionario: Flaubert ya lo había hecho con Madame Bovary; sin embargo, con aquel “relato verídico de un asesinato múltiple y de sus consecuencias”, Truman Capote proponía un nuevo enfoque, una nueva perspectiva que fusionaba la investigación periodística y la amplitud novelesca utilizando un estilo sobrio que acentuaba aún más el horror de esos asesinatos.
Estaba inventando la non-fiction novel, en la que lo real acaba por aparecer al servicio de la novela.
La estructura de la trama se basa en una variante del suspense: el desarrollo de los asesinatos no se revela hasta la tercera parte del libro, cuando Capote presenta las confesiones de los asesinos, interrogados por separado, y sus antecedentes familiares.
Tras la lectura, quise investigar más de acerca el modo en que había trabajado Capote, y la historia de la escritura de A sangre fría se convirtió en una historia en sí misma: la forma como un escritor se hace asesinar por su propio libro. Capote se sumergió durante seis años en los documentos, los informes y todos los archivos disponibles, interrogó a los testigos e incluso visitó a los asesinos en la cárcel llegando a entablar (en particular con uno de ellos) una extraña relación que lo llevó a financiar sus recursos ante la justicia, a acompañarlos durante el ahorcamiento, a pagar los gastos del entierro… y a no escribir nunca más una novela.
Este oscuro y asombroso libro es en mi opinión, una cima de la novela negra en sentido estricto, en la medida en que se basa en una historia criminal y no en una investigación, y se propone, a través de un suceso real, arrojar luz sobre las condiciones sociales y psicológicas que rodean la aparición de crímenes “espantosos”.
Décadas después, Emmanuel Carrere supo mostrar con El adversario que el enfoque inaugurado por Truman Capote podía seguir produciendo novelas formidables.
Agatha Christie
ACKROYD, ROGER
Una pregunta fundamental para mí era si este diccionario debía o no revelar el desenlace de los libros. Con algunas excepciones, he decidido no hacerlo y primar el placer del descubrimiento, y por tanto de la lectura, en detrimento de la exhaustividad.
Pero ¿vale también esa decisión para los grandes clásicos del género como El asesinato de Roger Ackroyd de Agatha Christie? En mi opinión, sí: sería muy snob por mi parte suponer que todo el mundo ha leído esos libros por el simple hecho de ser famosos. Así que, con esta novela, voy a lanzarme a un largo zigzagueo para intentar decir dos o tres cosas sin “destriparla”.
El asesinato de Roger Ackroyd fue uno de mis primeros descubrimientos de juventud (volveré a hablar de novelas que me regalaron momentos de lectura durante los que yo pertenecí al libro más de lo que el libro me perteneció a mí). Cuando lo leí debía de tener trece o catorce años, ¡imagínense la sorpresa!
Ackroyd es un acaudalado empresario británico de unos cincuenta años que acaba de ser asesinado en su estudio de una puñalada en la espalda. Es el narrador, el doctor Sheppard, quien encuentra el cadáver y va contándonos los detalles de la investigación. La muerte del conocido empresario conmociona a la pequeña localidad ficticia de King’s Abbot porque se produce poco después del suicidio de la señora Ferrars, sospechosa de haber envenenado a su marido un años antes.
Hércules Poirot, el famoso detective belga, se encarga de la investigación, hace preguntas, desata lenguas, nos hace sospechar de casi todo el mundo y, al final de la novela, revela la identidad del asesino, que no escapará al castigo.
Si aún no saben el desenlace, ya lo descubrirán: es sorprendente.
Hoy en día, el método de Agatha Christie puede parecer trivial, pero en la década de los veinte era innovador e incluso subversivo porque, en cierto modo, Christie traicionaba la confianza del lector rompiendo un pacto implícito que hasta entonces se establecía con él en este tipo de historias: contarle solo la verdad.
En el periodo de entreguerras, la novela de intrigas ya se había codificado. Ese es uno de los motivos (hay algunos otros) por los que durante mucho tiempo se dudó de si dicho género merecía el calificativo de “literario”. Entre sus reglas, dictadas principalmente por formalistas como S.S. Van Dine (Veinte reglas de la novela policíaca) y Ronald Knox (Decálogo de Knox), figuran la obligación de presentar “claramente” los indicios y la “prohibición” de ocultar el culpable a los lectores. Es decir, en esta codificación de la novela policíaca el autor podía “jugar” con el lector, pero nunca engañarlo.
Con Roger Ackroyd Agatha Christie pisoteó esas restricciones y acabó cometiendo un delito de deshonestidad, con lo que se granjeó la ira de los puristas. Entre sus colegas solo salió en su defensa Dorothy L. Sayers, artífice del detective Lord Peter Wimsey. Agatha Christie había comprendido que el lector perdonaba las transgresiones sin dificultad si pasaba un buen rato leyendo, pero no pudo resistir la tentación de justificarse: “Muchos afirman que en El asesinato de Roger Ackroyd hice trampas”, escribió. “Que lean con atención y verán que se equivocan”. En lugar de dar explicaciones, debería haber reivindicado su método.
En cualquier caso, con esta novela la escritora británica creaba un precedente y abría una brecha en las convenciones de la novela policiaca. Muchos escritores que posteriormente han ideado desenlaces no menos desconcertantes le deben algo de forma directa o indirecta. Dennis Lehane en Shutter Island, por ejemplo.
En cualquier caso, con esta novela la escritora británica creaba un precedente y abría una brecha en las convenciones de la novela policiaca. Muchos escritores que posteriormente han ideado desenlaces no menos desconcertantes le deben algo de forma directa o indirecta. Dennis Lehane en Shutter Island, por ejemplo.
Eric Ambler
AMBLER, ERIC
La crítica no se privó de endilgarnos el correspondiente cliché sobre Eric Ambler, que fue señalado como el “fundador de la novela de espías moderna”. Una etiqueta que sin duda mucho tuvo que ver con el hecho de que escritores tan prestigiosos como Graham Greene y John le Carré reconocieran su deuda con él (“Es una fuente de la que todo el mundo bebe”, declaró Le Carré).
La vida de Ambler abarca todo el siglo XX. Nació en 1909 en el sur de Londres, en el seno de una familia de titiriteros –excelente auspicio para un futuro autor de novelas de espionaje- y murió en 1998. Tras estudiar ingeniería, una carrera que le resulta bastante aburrida, empieza a trabajar en el sector de la publicidad.
Años después, en 1934, se produce un incidente que en cierto modo acabará convirtiendo la premonición, forma mágica de la intuición, en una de sus marcas de fábrica. Estando de vacaciones en Marsella, un barman tramposo lo despluma al póquer (¿a quién se le ocurre jugar al póquer en Marsella en la década de 1930?, está claro que era muy inglés). De vuelta al hotel, como no conseguía concentrarse en el Retrato del artista adolescente de Joyce, se puso a contemplar las calles desde la ventana y se imaginó a sí mismo como un francotirador que mataba de un tiro al barman que lo había dejado limpio. Semanas después, en ese mismo lugar, un asesino, probablemente a sueldo de la Ustacha, acaba con la vida del rey Alejandro I de Yugoslavia y del ministro de Asunto Exteriores francés Louis Barthou. Ambler solía contar esa anécdota: “Me sentí culpable, pero también feliz. Bajo el sol del Mediterráneo había hombres violentos y extraños con quienes podía identificarme y con quienes había entrado en contacto de algún modo”. Incluso llegó a confesarle al poeta James Fenton que “en aquel momento sentí que una parte de mi personalidad era la de un asesino”.
Durante la década siguiente escribe sus seis primeras novelas, que lo convierten en un autor famoso: Fronteras sombrías, Peligro extremo, Epitafio para un espía, Motivo de alarma, La máscara de Dimitrios y Viaje al miedo. La primera se publicó originalmente en 1936, un año marcado por la militarización de Renania, la ocupación de Abisinia por parte de un Mussolini con aspiraciones imperialistas y la Guerra Civil española. El contexto no era nada optimista y la trama lo refleja: mientras está descansando en el sur de Inglaterra, Henry Barstow, un prestigioso físico británico, conoce a Simon Groon, oscuro representante de una empresa de armamento de un país centroeuropeo que en realidad pretende reclutarlo y robar así el secreto de la bomba nuclear.
Desde luego, la novela llama la atención por su carácter profético, y no será el único libro de Ambler que acredite su talento para la anticipación. Sea como sea, Fronteras sombrías también raya en la parodia. Ambler, muy crítico con las novelas de espionaje de su época, no dudaba en burlarse de los tópicos de un género estancado, en esos años de entreguerras, en una línea patriotera –cuando no antisemita- poblada de irreprochables gentlemen británicos, héroes notablemente estúpidos pero dotados de poderes sobrehumanos que perseguían a villanos judíos, malos muy pocos creíbles. Por el contrario, como señala Francois Riviere, la escritura de Ambler es “meticulosa, obsesiva. Sus héroes son individuos desengañados que deben hacer frente al terror de un mundo en descomposición”.
Según Charles Cumming (autor de En un país extraño, Complot en Estambul y Conexión Londres), Ambler “fue el primer escritor de novelas de espionaje en añadir un toque de cinismo político y cuestionar la legitimidad del proyecto imperial británico”.
Ambler es igualmente innovador en su rechazo del maniqueísmo y en la verosimilitud de sus personajes. Sus narradores nunca son “profesionales” de la investigación.
En Peligro extremo, publicada en 1937, nos presenta a un periodista internacional que “nunca se había considerado un hombre especialmente valiente. Las escenas de violencia física que había tenido que presenciar debido a su trabajo le habían descompuesto tanto el estómago como las facultades mentales”. Estamos muy lejos del superhéroe británico a la manera de James Bond, pese a que Ian Fleming admiraba hasta tal punto a Ambler que le rindió homenaje en una de las entregas de su saga: “James Bond se ajustó el cinturón, encendió un cigarrillo y sacó de su elegante maletín un ejemplar de La máscara de Dimitrios”.
Bret Easton Ellis
AMERICAN PSYCHO
Mi primera novela, Irene (que se llamaba en francés Travail sogné {Un trabajo esmerado}, un título espantoso que, si se me permite la indiscreción, eligió mi editora de la época), se abría con la descripción del escenario de un crimen: “En el suelo, a la derecha, yacían los restos de un cuerpo destripado y decapitado cuyas costillas rotas atravesaban una bolsa roja y blanca, sin duda un estómago, y un seno, el que no había sido arrancado, aunque era bastante difícil distinguirlo… “. El pasaje terminaba así: “La cabeza de la segunda víctima había sido clavada a la pared por las mejillas”.
¡La de comentarios que tuve que oír! Cuando un lector o lectora me reprochaba la crudeza de la descripción (hay otras, pero ésa es mi favorita), yo abría unos ojos como platos y, con la expresión más angelical que podía adoptar, respondía: “Lo siento, pero yo nunca he escrito nada tan horrible. Si lee el libro, podrá atribuir esas atrocidades a quien corresponde”.
El quien en cuestión era Bret Easton Ellis, cuyo American Psycho me fascinó en 1992. En una de sus ediciones, la novela lleva un prefacio de Michel Braudeau, quien recuerda las extravagantes circunstancias de su publicación en 1991. Braudeau nos explica que, pese al adelanto de 300.000 dólares, la editorial Simon & Schuster, horrorizada por el manuscrito, optó por rechazarlo. Cuando al fin se publicó, el escándalo fue tal que Ellis recibió un aluvión de insultos, fue amenazado de muerte y tuvo que contratar un guardaespaldas.
La novela relataba las andanzas de un niño bonito, Patrick Bateman, joven, elegante, riquísimo, vagamente culto, seductor, en resumen, esa especie de ideal del capitalismo yanqui que trabaja para Price & Price en Wall Street. No es de extrañar que a los adoradores del sistema no les gustara el libro. El personaje, además de ser misógino, racista, homofóbico, egocéntrico, etcétera, etcétera, tenía la fea costumbre –entre la escucha de un disco de Genesis, mirar un reality show y las sesiones de gimnasio- de arrancar pezones a bocados y comérselos, trocear cuerpos, recortar labios con cortaúñas y hacer otras cosas igual de agradables aprovechando la impunidad que le otorgaba su estatus (era la última persona de la que se habría sospechado). Sus víctimas preferidas eran mujeres jóvenes, pero no tenía manías si el riesgo no era excesivo, no dudaba en asesinar a compañeros de trabajo o torturar a mendigos cuando no estaba apuñalando a jovencitos.
Como el perfecto neurótico que es, el héroe de Bret Easton Ellis se pasa la vida haciendo ávidas listas de la ropa que usa la gente de su entorno. La novela también dedica largos pasajes a describir los cuidados que prodiga diariamente a su rostro, los tejidos de sus trajes a la última moda, sus sesiones de rayos UVA, la minuciosa confección de sus tarjetas de visita, su búsqueda de los aparatos tecnológicos más recientes y caros o el menú de sus comidas en los restaurantes más chics: “pizza de pargo rojo”, “bollos de avena y salvado”, “pastel de pez espada con mostaza de kiwi”.
La crítica al microcosmos a los amos de las finanzas mundiales es evidente y corrosiva, nos empuja a reflexionar sobre la relatividad del crimen y, por supuesto, nos hace recordar las palabras de Bertolt Brecht: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”.
No obstante, quedaba pendiente la cuestión de si Bateman cometía esos espantosos crímenes realmente o si debían interpretarse como fantasías. En ambos casos el sentido era el mismo pero, evidentemente, para las víctimas ficticias el matiz debía tener cierta importancia…
Hay quien sostiene que todo sucede en la imaginación de Bateman y quien opina que es un verdadero asesino en serie. Yo, por mi parte, coincido con los que piensan que la importancia del libro reside precisamente en plantear esa cuestión.
Mary Harron, en su adaptación cinematográfica, tomó partido por las alucinaciones. Vaya a saber si cedió ante los productores o de verdad compartía esa opinión. La película recoge la sátira social y la crítica a la era Reagan, pero no la violencia del libro, velada por las elipsis: es un reiterado ejercicio de indefinición donde cuesta encontrar algo de la potencia y la ambición de la obra original.
Queda la novela, implacable y magnífica.
ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS
Resulta increíble la cantidad de coincidencias y casualidades que se necesitaron para hacer posible esta trama.
Hércules Poirot se encuentra en Alepo, donde acaba de resolver un caso sobre el que nunca sabremos nada. “Tapado hasta las orejas”, (estamos en pleno invierno), nuestro belga se dispone a subir al Taurus Express, que lo llevará a Estambul, pero ¡sorpresa!, cuando ya estaba decidido a visitar las maravillas de la antigua Constatinopla, resulta que debe renunciar a su plan turístico y llegar a Londres lo antes posible tomando el Simplon Orient Express, el famoso tren de lujo que desde 1919 realiza el trayecto Calais- Constantinopla a través del nuevo túnel de Simplon, en los Alpes.
Pero, ¡más sorpresas todavía! Todos los coches- cama de primera están ocupados. No sé para ustedes pero para Hércules Poirot la segunda clase no es una opción: no se ve viajando con la servidumbre, de modo que decide quedarse en el andén, pero de pronto ¡caramba!, la suerte le sale al paso en la persona del señor Bouc, viejo conocido suyo y “director de la Compañía Internacional de Coches- Cama», que estará encantado de interceder por él. Ha faltado poco para que la novela no fuera posible. Uno no puede dejar de preguntarse por qué Agatha Christie se sintió obligada a dilatar hasta tal punto el comienzo de su historia.
En fin, lo importante es el señor Ratchett, del que Poirot desconfía desde que se cruzó con él en un hotel de Estambul (“Cuando pasó junto a mí en el restaurante tuve una curiosa sensación: fue como si acabara de rozarme un animal salvaje, ¡una fiera!). Este Poirot realmente tiene una intuición increíble porque, poco después, Ratchett será asesinado de doce puñaladas. El interés (más bien arqueológico, lo admito) de esta novela deliciosamente anticuada reside quizás en el desenlace –bastante original para la época- y en el hecho de que es la única de su autora, al menos que yo sepa, en la que el asesino escapa al castigo. Hércules Poirot renunciará por voluntad propia a que la justicia intervenga.
(Este texto fue reproducido en el diario Página 12 de Argentina)
«La escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como si nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida» ( Marguerite Duras )
Reconocido por los lectores como uno de los grandes escritores del género negro; respetado también por sus pares por la inventiva de sus obras, el español hizo de la saga del detective Pepe Carvalho su alter ego literario. Como partícipe central de sus aventuras policiales así como de sus exquisitos gustos en la cocina.
Con una historia de vida que podría abarcar varios volúmenes de una misma biografía, el autor (Barcelona, 1939 – Bangkok, 2003), supo transitar con su inteligente pluma por el periodismo, la poesía, el cuento, el ensayo, el teatro, la crítica, además del humor. A estos géneros habría que sumar aquellos escritos que realizó en defensa de sus convicciones políticas, en este caso, como militante del histórico Partido Socialista Unificado de Cataluña, ideas por las que padeció los rigores de las cárceles franquistas.
Tuvo una producción literaria amplia, ya que a la extensa serie del inspector Carvalho con entregas en novelas como en relatos breves, se les podría agregar otros títulos como Galíndez, El estrangulador o Erec y Enide; a estos, sus compendios de poesía: Praga,Ciudad o la serie Memoria y deseo; luego sus variados ensayos: Crónica sentimental de España, Historia y comunicación social o Novela negra. Además de otras tantas obras escritas en colaboración con otros escritores, y que en conjunto le valen la reedición constante de sus obras; y que le han hecho ser merecedor entre otros del Premio Nacional de Narrativa y del Premio Europeo de Literatura.
Viajero incansable (la muerte le sorprendió en el aeropuerto de la capital tailandesa), con la curiosidad y el afán de saber, aprender y cotejar a flor de piel, no dudaba en buscar información en las mismas fuentes por lejanas que fueran. Eran memorables sus tertulias de sobremesa con otros autores luego de haber degustado alguna que otra exquisitez culinaria, oficio el de los fogones del que el catalán era todo un experto.
El pasaje a continuación pertenece a la antología de cuentos Pigmalión y otros relatos, donde con en un estilo abigarrado y por momentos con cierta carga de ironía despliega una trama plena de significado. En una historia con una arista romántica, tal vez de los géneros menos transitados dentro de sus textos. De Pigmalión el pasaje a continuación:
“…Cruzamos la mirada cuando, en la puerta de la perfumería, flirteé brevemente con el niño agradecido y sonriente por la dedicación del forastero que trataba de ponerse a su estatura. También ella me agradeció la dedicación enseñándome unos dientes excesivamente separados e instó al niño para que correspondiese a mi saludo, lo que el pequeño hizo recurriendo a sus gracias de más seguro éxito. De reojo comprobé que ella me miraba con esa curiosidad de joven casada de barrio pequeño burgués, nuevo y uniformado, donde el otro siempre es una sorpresa cuando se aproxima a menos de medio metro de distancia.
-Es muy vivo este niño.
-Para lo que le conviene- dijo, pero sonreía.
Entablé conversación y la proseguí caminando junto a ellos, sin asumir la sorpresa contenida con la que me miraba y los reojos cautos que repartía a derecha e izquierda. Para huir del marco peligroso para una situación que no le desagradaba, encaminó sus pasos hacia el parque, menos recelosa a medida que nos alejábamos del territorio de su estricta cotidianeidad. El niño la abandonó en cuanto divisó la silueta de un tobogán rojigualdo. Fue vano el vuelo de la madre para atraparlo, retenerlo como un punto de referencia o de apoyo moral. El niño nos dejó solos sobre nuestras piernas y no tuvimos otro remedio que ceder al recurso del banco de parque atardecido, donde nos dejamos caer con púdica distancia, fugitiva una sonrisa entre su nariz y su boca, tan relajado yo de cuerpo como tenso de alma.
No dio para mucho el tema del descuido del parque, ni el de sus peculiaridades de un niño excesivamente contemplado en su condición de nieto primogénito de cuatro abuelos. Fue fácil pasar al tema de un cierto hastío por la rutina de la vida y ella tenía ganas de decirme que estaba cansada de recorrer tiendas con un niño colgado del brazo y de su aburrimiento.
-Me gustaría trabajar en algo.
O terminar de estudiar, añadió, mientras me observaba para comprobar el efecto que me provocaba su pasado cultural. Mi grata sorpresa propició el que me contara que casi había terminado el bachillerato entre desidias que sus padres aprovecharon para inducirla al oficio del matrimonio. Su marido era aparejador por las mañanas y por las tardes trataba de montar una urbanización por su cuenta y riesgo en una finca patrimonial milagrosamente cercana a la ciudad. Ella rezumaba esa prosperidad menor de joven matrimonio burgués compuesto por una mujer con cierta educación, vigilante de la propia dieta y saunadicta y por un hombre trabajador, de su casa al trabajo, del trabajo a casa, honrado, prudentemente emprendedor que antes de los cuarenta años ya ha conseguido poseer un chalet con piscina de cinco por diez metros y hace un viaje cada año al extranjero para ver porno en Copenhague o Disneylandia en Los Ángeles. Cuando le dije que yo daba clases en la universidad y que estaba escribiendo una edición crítica del pensamiento económico de Flores de Lemus, advertí que ante sus ojos aparecía el filtro purpúreo de la valoración intelectual y que se descomponía de su penúltima resistencia ante el extraño infiltrado en su tarde de primavera. El niño liberado y excitado se había convertido en nuestro mejor cómplice. Le propuse ayudarla a recuperar el correcto camino cultural perdido y ella me ofreció en bandeja la relación entre educación y erotismo.
-Si mi marido se entera de que vuelvo a estudiar… Odia a las mujeres sabihondas.
-¿Es muy reaccionario?
-¿Quiere decir muy revolucionario?
-No. Pregunto si es muy conservador.
-Él dice que no.
Miraba ella una piedrecita gris e inmotivada a la que no llegaba la punta de su pie. Buscaba las palabras justas para ejecutar a su marido sin perder el decoro...«
«Cuando ella reía me veía de pronto envuelto en su risa y formaba parte de ella, hasta que sus dientes no eran más que fortuitas estrellas con talento para la instrucción de ejercicios. Fui arrastrado por breves jadeos, inhalados en cada recuperación instantánea, perdido finalmente en las oscuras cavernas de su garganta, golpeado por las ondas de invisibles músculos…»
Texto: Histeria, del poemario La Tierra Baldía (T.S. Eliot) – Fotografía: Pexels
Una plataforma de educación estadounidense llevó a cabo un estudio para determinar qué libros de la literatura universal son los más transcriptos a otras lenguas. Aunque ciertas omisiones permiten levantar sospechassobreel resultado
Paulo Coelho. El brasileño figura como el más traducido del portugués: 80 lenguas.
La plataforma de educación en línea Preply generó una serie de ilustraciones geográficas bajo el título “Libros más traducidos por país”. Esta “investigación” apela a ciertos parámetros en sus fundamentos estadísticos. Se trata de información en línea de “fuentes confiables” como WorldCat.org (indexación a bibliotecas) y otras de tono menos formal. La base de información refiere a libros traducidos a más de cinco idiomas excluyendo obras religiosas. El resultado es la división continental, con algunos autores que aparecen, o se omiten, de manera llamativa. Proponemos un pequeño acercamiento a este “saber” y al supuesto rol educativo que invoca, lo que pone en cuestión su criterio al respecto.
Más allá de que América del Sur comienza al límite con Panamá (y la del Norte incluye todo el Caribe y Centroamérica), así nuestro “continente” sureño muestra como libro más traducido, del portugués El alquimista de Paulo Coelho (80 lenguas); seguido por Cien años de soledad (García Márquez, 49), 2666 (Bolaño, 28), El Aleph (Borges, 25), Doña Bárbara (Gallegos, 22), La casa verde (Vargas Llosa, 19) y Las venas abiertas de América Latina (Galeano, 12). El ingreso de Bolaño por Neruda parece ser más fruto de la cancelación de este último a raíz de documentos que describen el desprecio por su hija, que padecía hidrocefalia, a quien abandonó junto a la madre en Europa; porque los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, del Nobel de literatura chileno, se tradujo en casi todo el planeta. Respecto a Coelho, según la Unesco existen 88 lenguas con más de 10 millones de hablantes, lo que permite dudar de su difusión en malabar, cebuano o chino jin, por ejemplo, así como en otras treinta lenguas.
En América del Norte (con extensión geográfica incorrecta), aparece un libro que llama la atención sobre el origen ideológico de la plataforma Preply y que se adjudica a Estados Unidos, una obra de autoayuda: El camino a la felicidad, de L. Ron Hubbard, fundador de la Cienciología, traducido a ¡112 lenguas! ¿Qué pasó con los libros de Poe y Dickens? ¿Y Moby Dick? La cosa se pone peor cuando llegamos a Europa, zona de Shakespeare, que ni figura en favor de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll (175 lenguas). Pero esta verdad ilustrada, especie de guía para la lectura desde el saber digital, revela que El principito, de Saint-Exupéry, se tradujo a tantas lenguas que podemos sospechar algunas que carecen de escritura: 382. Lo mismo ocurre con Italia, donde Las aventuras de Pinocho llega a 300 lenguas, y se omite La Divina Comedia de Dante, que inventó el italiano. El dato inquietante: en la Tierra existen 194 países soberanos reconocidos por la ONU.
Pero en Europa ocurren otros desfasajes llamativos. Por Polonia: Quo vadis?, de Henryk Sienkiewicz, en demérito del Corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Ya en la hoy República Checa, El buen soldado Švejk, de Jaroslav Hašek, ignorando la universalidad de La metamorfosis de Franz Kafka (ambos escritores muertos por tuberculosis). Sí, Conrad escribía en inglés y Kafka en alemán, de la misma forma que a Carlos Fuentes lo incluyeron en el mapa como escritor panameño, cuando su impronta lingüística fue mexicana. Sin sutilezas, en Grecia no se remite a Homero. O, ya sin prurito alguno, en el mapa de Asia se refiere a la literatura vietnamita bajo Diario de prisión, poemario de Ho Chi Minh. En China, con traducción a 14 lenguas, refiere a La verídica historia de A Q, de Lu Xun, y no a El arte de la guerra, de Sun Tzu (lectura obligatoria en las academias militares) o al Libro Rojo de Mao, poemario no menos mortuorio que el del tío Ho. Tal vez estas obras fundaron otro tipo de religión que resulta competencia tan pragmática como agnóstica, valorando una praxis autoritaria por encima de cualquier líder o destino.
Esta biblioteca gráfica, Babel en ruinas e inundada por la confusión, ante millones de nuevos lectores jóvenes del difuso universo cultural con acceso a la web, fomenta un malentendido no ausente de intención prosaica: la negación de la historia, en este caso de la literatura.
(Omar Genovese es el autor de este texto, reproducido en el diario Perfil de Argentina)
El autor estadounidense nació en Western Springs, Illinois (1959), aunque creció en Saint Louis, estado de Misuri, junto al caudaloso río Misisipi. Desde joven se inclinó por la escritura volcándose en la creación de novelas y luego en plasmar sus reflexiones en el género de ensayo. Aunque ha escrito también para otro tipo de publicaciones, como en el caso de la prestigiosa revista The New Yorker, e incluso se ha desempeñado como profesor de literatura.
Su debut en la ficción fue a través de la novela La ciudad veintisiete que publicó en el año 1988. Cuatro años más tarde le siguió Movimiento fuerte, por las que cosechó críticas elogiosas aunque no alcanzaron a tener gran trascendencia en el ran público. Tuvieron que transcurrir otros diez años hasta la publicación en el 2001 de Las convicciones, obra que fue considerada como una de las mejores ficciones del año; para publicar luego Libertad en el 2010 y Pureza ya en el 2015.
Con los que de a poco fueron llegando buenos comentarios, acompañados esta vez de ventas y difusión y con ellos, fueron llegando también los premios y reconocimientos, como fue el otorgamiento del National Book Award, y alcanzar también el lugar de finalista del premio Pulitzer del año 2002. Con posterioridad a estos fue nombrado miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias, y luego de las Artes y las Letras, así como de la Academia Alemana de las Artes de Berlín, idioma el germánico que el escritor domina con fluidez, por último fue condecorado con la Orden de las Artes y de las Letras Francesas.
En su última novela, Encrucijadas del año 2021 hace uso de un estilo descriptivo, y sustenta a la trama en la historia de una familia del Medio Oeste de los Estados Unidos, región que el autor conoce con holgura. En su ficción describe las contradicciones de un padre que detenta los hábitos religiosos, en constante choque con las ideas que esgrimen sus cuatro hijos; donde se llegan a contraponer conceptos generacionales y también ético-religiosos temas que, de una u otra manera, conforman una parte esencial de aquello que motiva sus búsquedas literarias.
De Encrucijadas, el pasaje con el que da comienzo la narración:
“El cielo de New Prospect, atravesado por robles y olmos desnudos, estaba lleno de promesas húmedas –un par de sistemas frontales sombríamente confabulados para traer una Navidad blanca- mientras Russ Hildebrandt hacía la ronda matinal en su Plymounth Fury familiar por los hogares de los feligreses seniles o postrados en cama. La señora Frances Cottrell, miembro de la congregación, se había ofrecido a ayudarlo esa tarde a llevar juguetes y conservas y conservas a la Comunidad de Dios, y aunque Russ sabía que sólo como pastor tenía derecho a alegrarse por el acto de libre albedrío de la mujer, no podría haber pedido un mejor regalo de Navidad que cuatro horas a solas con ella.
Después de la humillación que Russ había sufrido tres años antes, el párroco de la iglesia, Dwight Haefle, había aumentado su cuota de visitas pastorales. Qué hacía exactamente Dwight con el tiempo que le ahorraba su auxiliar, aparte de tomarse vacaciones más a menudo y trabajar en su largamente esperada colección de poesía lírica, Russ no lo tenía claro. Aun así, apreciaba el coqueteo recibimiento de la señora O`Dwyer, a quien una amputación tras un edema severo había confinado en una cama de hospital instalada donde había sido el comedor de su casa, y en general la rutina de servir a los demás, en particular a quienes, a diferencia de él, no recordaban nada de lo sucedido tres años antes. En el asilo de Hinsdale, donde el olor a pino de las coronas navideñas mezclado con el de las heces geriátricas le recordaba a las letrinas del altiplano de Arizona, Russ le mostró al viejo Jim Devereaux el nuevo anuario parroquial, que últimamente usaban como pretexto para iniciar la conversación, y le preguntó si se acordaba de la familia Pattison. Para un pastor envalentonado por el espíritu de Adviento, Jim era el confidente ideal: un pozo de los deseos donde nunca resonaría el eco de una moneda al llegar al fondo.
-Patisson –musitó Jim.
-Tenían una hija, Frances. –Russ se acercó a la silla de ruedas del feligrés y buscó las páginas de la ce-. Ahora lleva el apellido de casada… Frances Cotrell.
Nunca hablaba de ella en casa, ni siquiera cuando habría sido lógico mencionarla, por temor a lo que su esposa pudiera adivinar en su voz. Jim se inclinó para ver mejor para ver la fotografía de Frances y su dos hijos.
-Ah… ¿Frannie? Sí que recuerdo a Frannie Pattison. ¿Qué fue de ella?
-Ha vuelto a New Prospect. Perdió a su marido hace un año y medio: una tragedia. Era piloto de pruebas en General Dynamics.
-¿Y dónde está ahora?
-Ha vuelto a New Prospect.
-¡Vaya, vaya! Frannie Pattison. ¿Y dónde está ahora?
-Ha vuelto a casa. Ahora se llama Frances Cottrell. –Russ la señaló en la foto y repitió-: Frances Cottrell.
Iban a verse en el aparcamiento de la Primera Iglesia Reformada a las dos y media. Como un niño incapaz de esperar hasta Navidad, Russ llegó allí a la una menos cuarto, sacó la fiambrera y comió dentro del coche. En los días malos, que habían sido muchos en los tres años anteriores, recorría a un intrincado rodeo –entraba por la sala de actos de la iglesia, subía una escalera y recorría un pasillo franqueado por pilas de cantorales proscritos, cruzaba un almacén donde se guardaban atriles desvencijados y un belén expuesto por última vez Navidades atrás, un batiburrillo de ovejas de madera y un buey manso encanecido por el polvo con el que sentía una desolada fraternidad; a continuación, tras bajar una escalera angosta donde sólo Dios podía verlo y juzgarlo, accedía al templo por la puerta ‘secreta´ que había en el panel trasero del altar para salir al fin por la entrada lateral del presbiterio- con tal de no pasar por el despacho de Rick Ambrose, el director del programa juvenil. Los adolescentes que se agolpaban delante de su puerta eran demasiado jóvenes para haber asistido en persona a su humillación pero seguro que conocían la historia y el no podía mirar a Ambrose sin delatar su fracaso a la hora de perdonarlo siguiendo como debía el ejemplo del Redentor.
Aquel era un día muy bueno, sin embargo, los pasillos de la iglesia estaban aún desiertos. Fue directamente a su despacho, puso papel en la máquina de escribir y empezó a rumiar el sermón para el domingo siguiente a Navidad, cuando Dwight Haefle estaría otra vez de vacaciones. Se arrellanó en la butaca, se peinó las cejas con la uñas, se pellizcó el caballete de la nariz, se toqueteó la cara de perfiles angulosos que, como había comprendido demasiado tarde, muchas mujeres (no sólo la suya) encontraban atractivos e imaginó un sermón sobre su misión navideña en los barrios del sur de la ciudad…”