Los años sesenta del siglo pasado fueron a todas luces convulsos y cambiantes en gran parte del mundo, metamorfosis que llegaron a abarcar espacios de derechos civiles, económicos y también políticos.
Las artes tampoco quedaron exceptuadas a esa vorágine, e Hispanoamérica como macro región, no permaneció al margen de esas transformaciones. Hasta ese entonces la literatura latinoamericana lograba trascender de forma desacompasada, con nombres como el mejicano Carlos Fuentes o el argentino Jorge Luis Borges, quien en 1961, se alzaba con los lauros que otorgaba el premio Formentor de las letras.
Mucho se ha hablado de lo que devino después, y de quién fue el que dio origen a uno de los movimientos de mayor proyección en las letras castellanas, el denominado Boom latinoamericano. Algunos estudiosos colocan el hito iniciático en la novela La región más transparente (1958) del propio Fuentes, mientras que otros lo hacen con La ciudad y los perros (1962) del peruano Mario Vargas Llosa. Sea como fuere y a partir de ese entonces, ya nada volvería a ser como era. De esta manera sin someterse a ideología alguna, arrastradas por la imaginería de una ficción prodigiosa, los textos narraban los anhelos de los criollos pero también de los indígenas, así como las búsquedas y padecimientos del hombre de esas latitudes. El movimiento oxigenó las letras en español logrando una trascendencia antes jamás vista, conformando un “realismo mágico” que aparte de los mencionados, lanzaría a la arena del reconocimiento literario a escritores de la talla de Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Guillermo Cabrera Infante, Isabel Allende o Juan Carlos Onetti.
Del propio García Márquez, un pasaje de la novela que tal vez representó con mayor fama al movimiento, Cien años de soledad:
José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas, permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una insolación por tratar de establecer un método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue ésa la época en que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la huerta cuidando el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena. De pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento.
-La tierra es redonda como una naranja…
Carlos Fuentes escribio también La muerte de Artemio Cruz (1962) donde describe la vida de un ex revolucionario mexicano en su lecho de muerte, con cambios innovadores que emplea desde su punto de vista. Otros trabajos importantes incluyen Aura (1962), Terra Nostra (1975), y la novela post-Boom Gringo Viejo (1985).