Grandes de las letras: Jorge Luis Borges

Como muchos otros, fue de los denominados monarcas sin corona.  Ya que siendo nominado en varias oportunidades, no fue de aquellos que inscribieron su nombre entre los recompensados con el Nobel de literatura. Se llegaron a esgrimir en su oportunidad posicionamientos elitistas o poco claros del autor, y se mencionó también que la obra del argentino (1899-1986) no contenía una gran novela.

DJorge Luis Borges IIIejando atrás las elucubraciones que podrían haber originado los porqués, su extensa producción traducida a varios idiomas fue de las que incidieron en la creatividad de otros autores y obtuvo, y obtiene, el reconocimiento mundial de los lectores en los cuatro puntos cardinales del planeta, con compendios de poesía: Fervor de Buenos Aires, Cuaderno San Martín, El hacedor; ensayo: Aspectos de la literatura gauchesca; Otras inquisiciones, Nueve ensayos dantescos; y cuento: Ficciones, El Aleph o El libro de arena. Su trabajo se extendió también en conjunto con otros escritores y amigos, como Silvina Bullrich  bajo el nombre de Suárez Lynch; o con Adolfo Bioy Casares, con el seudónimo Bustos Domecq.

Persona de vasta erudición hablaba y traducía en varias lenguas, sus posturas respecto de algunos gobiernos y dirigentes le llevaron a despertar  apoyos, y  también recelos. A pesar de ello, su estilo equilibrado y sobre todo la riqueza expresiva de su prosa le valieron para seducir a propios y extraños, siendo fuente de inspiración para temas musicales y también guiones cinematográficos.

Aún sin el Nobel, sus escritos le llevaron a ser galardonado con el premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (1944), el Formentor de Editores (1961) y finalmente en 1979, el Cervantes de Literatura. Fue reconocido además por varias universidades, así como por una extensa lista de gobiernos extranjeros.

El pasaje siguiente pertenece a uno de sus cuentos más celebrados, El jardín de los senderos que se bifurcan (1944):

…Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Tsui Pen, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quiscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos… Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes…

 

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