En la arboleda perdida: Rafael Alberti

Un sol tímido nos perseguía en nuestro desacompasado andar por las solitarias calles de Parque Leloir; mientras una arboleda de dimensiones considerables nos flanqueaba por ambas márgenes de una calle aplanada por la grava y, a veces, por un asfalto más que resquebrajado que a duras penas soportaba el paso de algún que otro automóvil. El viento húmedo propio de la llanura pampeana bonaerense apenas entibiaba la atmósfera y auguraba un  paseo corto pero reparador.

La caminata vislumbraba su final hasta que en un giro nos sorprendió un irregular pilón de ladrillos, con una placa de bronce coronada con una escueta inscripción: “Aquí vivieron Rafael Alberti y su compañera María Teresa León. Siendo el lugar de inspiración de su Arboleda Perdida”. Pero ¿por cuáles circunstancias el poeta gaditano tan ligado a la mar y a su Puerto de Santa María, había terminado en este escondido rincón de la planicie argentina? Su historia de vida nos lo ilustra.

Rafael Alberti (1902-1999), premio Nacional de Poesía (1925), perteneció con otros escritores como Jorge Guillén, Federico García Lorca, Luis Cernuda o Vicente Aleixandre a la denominada Generación del 27. Luego de la Guerra Civil, como otros tantos, sufrió el exilio; fueron París, Buenos Aires, Punta del Este y Roma ciudades a las que dedicó algunos de sus textos, Buenos Aires en tinta china; Poemas de Punta del Este o Roma peligro para caminantes.

Los párrafos siguientes pertenecen a la introducción del libro primero de La Arboleda Perdida que, si bien en parte fue escrito en Argentina, comenzó a concebirse mucho antes en un pintoresco lugar de la costa andaluza:

En la ciudad gaditana del Puerto de Santa María, a la derecha de un camino, bordeado de chumberas, que caminaba hasta salir al mar, llevando a cuestas el nombre de un viejo matador de toros Mazzantini—, había un melancólico lugar de retamas blaRafael Alberti Vncas y amarillas llamado la Arboleda Perdida.

Todo era allí como un recuerdo: los pájaros rondando alrededor de árboles ya idos, furiosos por cantar sobre ramas pretéritas; el viento, trajinando de una retama a otra, pidiendo largamente copas verdes y altas que agitar para sentirse sonoro; las bocas, las manos y las frentes, buscando donde sombrearse de frescura, de amoroso descanso. Todo sonaba allí a pasado, a viejo bosque sucedido. Hasta la luz caía como una memoria de la luz, y nuestros juegos infantiles, durante las rabonas escolares, también sonaban a perdidos en aquella arboleda.

Ahora, según me voy adentrando, haciéndome cada vez más chico, más alejado punto por esa vía que va a dar al final, a ese «golfo de sombra» que me espera tan sólo para cerrarse, oigo detrás de mí los pasos, el avance callado, la inflexible invasión de aquella como recordada arboleda perdida de mis años. Entonces es cuando escucho con los ojos, miro con los oídos, dándome vuelta al corazón con la cabeza, sin romper la obediente marcha. Pero ella viene ahí, sigue avanzando noche y día, conquistando mis huellas, mi goteado sueño, incorporándose desvanecida luz, finadas sombras de gritos y palabras.

Cuando por fin, allá, concluido el instante de la última tierra, cumplida su conquista, seamos uno en el hundirnos para siempre, preparado ese golfo de oscuridad abierta, irremediable, quién sabe si a la derecha de otro nuevo camino, que como aquél también caminará hacia el mar, me tumbaré bajo retamas blancas y amarillas a recordar, a ser ya todo yo la total arboleda perdida de mi sangre.

Y una larga memoria, de la que nunca nadie podrá tener noticia, errará escrita por los aires, definitivamente extraviada, definitivamente perdida…”

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