Grandes de las letras: Robert Louis Stevenson

Escritor respetado, envidiado e imitado, el oriundo de Edimburgo fue autor de crónicas de viaje, innumerables ensayos y novelas históricas. Aunque edificó su fama a través de sus relatos fantásticos, género en que se le considera un ilustre maestro.

Dueño de una salud endeble, que le llevó constantemente a padecer de enfermedades respiratorias, la trascendencia de su obra en su breve vida (1850-1894) fue tal que influyó en otros grandes literatos contemporáneos: Joseph Conrad o H. G. Wells, y aún posteriores, como los argentinos Jorge Luis Borges o Adolfo Bioy Casares, admiradores confesos del autor escocés.

A Stevenson le debemos entre otros el recopilatorio de cuentos Nuevas noches árabes, el libro de viajes A través de las llanuras o las novelas La isla del tesoro o La flecha negra; pero sin lugar a dudas fue El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, con el que logró mayor proyección entre sus lectores. De este último y del relato En busca del señor Hyde el pasaje siguiente:

“…A partir de ese día, el señor Utterson empezó a rondar la puerta del callejón. Por la mañana, antes de las horas de oficina; a mediodía, cuando tenía más trabajo y disponía de menos tiempo; por la noche, bajo la faz brumosa de la luna; con cualquier luz y a todas horas, solitarias o concurridas, se encontraba el abogado en su puesto.

<SRL Stevenson IVi él se dedica a esconderse –se decía-, yo me dedicaré a buscarlo.>

Y por fin su paciencia se vio recompensada. Hacía una noche fría pero sin lluvia; las calles estaban tan limpias como el suelo de un salón de baile; las farolas, inmóviles en el aire tranquilo, proyectaban un dibujo constante de sombras y luces. A las diez en punto, cuando cerraban las tiendas, el callejón se quedaba muy solitario, y a pesar del sordo y sempiterno rugido de Londres, también muy silencioso. Hasta los sonidos más leves llegaban muy lejos, los ruidos domésticos de las casas a ambos lados de la calle se oían con claridad, y el rumor de los pasos de los transeúntes les precedían un largo rato. El señor Utterson llevaba varios minutos en su puesto cuando oyó unas pisadas rápidas y extrañas que se aproximaban. En el curso de sus patrullas nocturnas se había acostumbrado al extraño efecto por el que el andar de una persona concreta destaca de pronto sobre el vasto zumbido y el estrépito de la ciudad cuando todavía se encuentra muy lejos. Sin embargo, nunca le había llamado la atención de un modo tan claro y poderoso, y cuando se ocultó en el umbral de una casa lo hizo con un intenso y supersticioso presentimiento de triunfo. Los pasos se acercaron rápidamente y se volvieron más ruidosos al doblar la esquina. El abogado se asomó desde su escondite y pronto pudo ver con qué clase de hombre tenía que vérselas. Era bajo e iba vestido con suma sencillez, y su aspecto, incluso desde lejos, producía una insólita repulsión en cualquiera que lo observara. Fue directo a la puerta, cruzando la calle para ahorrar tiempo, y al acercarse sacó una llave de bolsillo como quien llega a su casa.                                              

El señor Utterson se adelantó y le tocó el hombro al pasar.

-¿No es usted el señor Hyde?

El señor Hyde se encogió y tomó aliento con un siseo. Pero su temor fue solo momentáneo y, aunque no miró al abogado a la cara, respondió con bastante frialdad:

-Lo soy. ¿Qué quiere?

-Me ha parecido que usted se disponía a entrar –respondió el abogado-. Soy un viejo amigo del doctor Jekyll, el señor Utterson de Gaunt Street, seguro que le ha hablado de mí, y, al encontrarle tan oportunamente, he pensado que me permitiría acompañarle.

-El doctor Jekyll no está en casa, ha salido –replicó el señor Hyde soplando en el cañón de la llave. Y de pronto, pero todavía sin levantar la mirada, preguntó-: ¿De qué me conoce usted?

-¿Podría hacerme un favor? –replicó el señor Utterson.

-Con mucho gusto -repuso el otro-. ¿De qué se trata?

-¿Me permite que le vea la cara? –preguntó el abogado.

El señor Hyde pareció dudar, y luego, impulsado por una súbita reflexión, levantó la cabeza con aire desafiante y los dos se miraron fijamente a los ojos durante unos segundos.

-Ahora podré reconocerle –dijo el señor Utterson-. Puede que me sea útil.

-Sí –respondió el señor Hyde-, yo también me alegro de que nos hayamos conocido; y “à propos”, querrá usted saber mi dirección.

Y le dio un número de una calle en el Soho.

<¡Dios mío! –pensó el señor Utterson-, ¿Será posible que el también haya estado pensando en el testamento de Jekyll?>

Pero se guardó sus pensamientos para sí y se limitó a musitar su agradecimiento por las señas.

-Y ahora –insistió el otro-, ¿de qué me conoce?

-Me lo habían descrito.

-¿Quién?

-Tenemos amigos comunes –respondió el señor Utterson.

-¡Amigos comunes! –respondió Hyde con aspereza-. ¿Quiénes?

-Por ejemplo, Jekyll –respondió el abogado.

-¡Él no le ha hablado de mí! –gritó el señor Hyde rojo de furia-. No le creía a usted capaz de mentir.

-Vamos –dijo el señor Utterson-, ese no es el lenguaje apropiado.

El otro hizo una mueca, soltó una salvaje carcajada, y, acto seguido, abrió la puerta con una rapidez extraordinaria y desapareció dentro de la casa…”   

 

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