El portugués (1845-1900) fue abogado, periodista, diplomático y escritor, aunque supo compatibilizar estas dos últimas profesiones. Hijo de una familia pudiente, el portugués cursó estudios de leyes en la Universidad de Coimbra y, una vez egresado, dio rienda suelta a su pasión por las letras con la publicación de varios artículos en la Gazeta de Portugal, colaboración que luego se extendería durante años en el mismo diario así como en otras tantas publicaciones.
De forma paralela se sintió atraído por la carrera diplomática, fue cuando se presentó a oposiciones para el cargo de cónsul, alcanzando el primer puesto de su promoción. Con el posterior nombramiento, sería destacado en ciudades tan disímiles como la caribeña La Habana o las inglesas Newcastle y Bristol.
Pero ya comenzaba a despuntar su andadura como autor de ficción con la publicación de su primera novela El misterio de la carretera de Sintra, en autoría conjunta con Ramalho Ortigao. A esta primera, le siguieron una decena más de su única autoría, entre las que se destacaron El primo Basilio o Los Maia. Incursionó también dentro del relato breve, entre los que cabe destacar Excentricidades de una chica rubia como uno de sus cuentos más renombrados.
En los últimos años su nombre volvió a recobrar fuerza para las nuevas generaciones, a través de la llegada a la gran pantalla de la más renombrada de sus obras, El crimen del padre Amaro. A continuación, el pasaje con el que da comienzo la novela:
“Era domingo de Pascua cuando se supo en Leiría que el párroco de la catedral, José Miguéis, había muerto de madrugada de una apoplejía. El párroco era un hombre sanguíneo y cebado, que pasaba entre el clero diocesano por «el comilón de los comilones». Se contaban historias singulares sobre su voracidad. Carlos el de la botica —que lo detestaba— solía decir siempre que lo veía salir después de la siesta, con la cara enrojecida, harto:
-Ahí va la boa a rumiar. ¡Un día revienta!
Reventó, en efecto, después de una cena de pescado, a la misma hora en que, enfrente, en casa del doctor Godinho, que cumplía años, se polqueaba con estruendo. Nadie lo lamentó y fue poca gente a su entierro. En general no era estimado. Era un aldeano; tenía los modales y las muñecas de un cavador; la voz ronca, pelos en las orejas, el hablar muy rudo.
Las devotas nunca lo habían querido: eructaba en el confesionario y, como había vivido siempre en parroquias aldeanas o de la sierra, no entendía ciertas sensibilidades exacerbadas por la devoción: por eso había perdido, desde el principio, a casi todas las confesadas, que se pasaron al pulido padre Gusmáo, ¡can rico en labia!
Y; cuando las beatas que le eran fieles iban a hablarle de escrúpulos, de visiones, José Miguéis las escandalizaba, gruñendo:
-¡Pero qué historias, santita! Pídale a Dios sentido común. ¡Más juicio en la mollera!
Lo irritaban sobre todo las exageraciones en los ayunos:
-¡Coma y beba! —solía gritar—, ¡coma y beba, criatura!
Era ´miguelista` y los partidos liberales, sus opiniones, sus periódicos, le producían una ira irracional.
-¡Mano dura, mano dura! —exclamaba, agitando su enorme quitasol rojo.
En los últimos años había adquirido hábitos sedentarios y vivía aislado con una criada vieja y un perro, Joli. Su único amigo era el chantre Valadares, que gobernaba entonces el obispado, pues el señor obispo, don Joaquín, penaba desde hacía dos años su reumatismo en una quinta del Alto Miño. El párroco sentía un gran respeto por el chantre, hombre enjuto, de gran nariz, muy corto de vista, admirador de Ovidio, que hablaba siempre poniendo la boca pequeñita y con alusiones mitológicas.
El chantre lo estimaba. Le llamaba «fray Hércules».
-«Hércules» por la fuerza —explicaba sonriente—, «fray» por la gula.
En su entierro, él mismo le hisopeó la tumba; y como tenía por costumbre ofrecerle todos los días rapé de su caja de oro, les dijo a los otros canónigos, en voz baja, al dejar caer sobre el féretro, según el ritual, el primer puñado de tierra:
-¡Es la última pulgarada que le doy!
Todo el cabildo rió mucho la gracia del señor gobernador del obispado; el canónigo Campos la contó por la noche, tomando el té en casa del diputado Novais; fue celebrada con risas gozosas, todos exaltaron las virtudes del chantre y se afirmó con respeto «que Su Excelencia tenía mucha picardía».
Días después del entierro apareció, errando por la plaza, el perro del párroco, Joli. La criada había sido internada con fiebres tercianas en el hospital; la casa había sido cerrada; el perro, abandonado, gemía su hambre por los portales. Era un chucho pequeño, extremadamente gordo, que guardaba vagas semejanzas con el párroco. Habituado a las sotanas, ávido de un dueño, tan pronto veía a un cura empezaba a seguirlo con gemidos serviles. Pero nadie quería al infeliz Jolí; lo ahuyentaban con las puntas de los quitasoles; el perro, rechazado como un pretendiente, aullaba toda la noche por las calles. Una mañana apareció muerto junto a la Misericordia; el carro del estiércol se lo llevó y, como nadie volvió a ver al perro en la plaza, el párroco José Miguéis fue definitivamente olvidado.
Dos meses más tarde se supo en Leiría que había sido nombrado otro párroco. Se decía que era un hombre muy joven recién salido del seminario. Se llamaba Amaro Vieira…”