Mario Benedetti, un trashumante de la palabra

Es lo menos que se puede adjetivar de un escritor que sobrevoló por sobre todos los géneros literarios; cuando incursionó en novela, relato, poesía, ensayo, en el texto teatral y hasta en la crítica literaria.

De obvia descendencia itálica, su aprendizaje se vio enmarcado por una educación eminentemente germánica. De hecho para él que escribía, leía y veía pasar el mundo desde la tribuna de un bar, en la filmación de uno de sus tantos textos para el cine, apareció desempeñando el papel de un pintoresco parroquiano que entre charla y café recitaba poemas en la lengua de Goethe.

Pero más allá de estas pequeñas licencias personales, el autor uruguayo (1920-2009) se ganó el respeto de los lectores a base de textos bien estructurados, de trama fina y con protagonistas acabadamente elaborados. Una prueba de ello se puede apreciar en su primera gran novela, La tregua (1960), que hasta el presente cosecha más de ciento cincuenta ediciones, lo que le permitió trascender a la gran pantalla y que luego fue representada en teatro y también en televisión.

Aunque no todo en su vida fue un camino de rosas, cuando su libre pensar le llevó a ser juzgado por los militares que detentaban el poder como de peligrosa influencia y -como muchos otros- a conocer los rigores del exilio, con estancias en Argentina, Perú, Cuba y finalmente España. Aunque su pluma nunca se detuvo, con una producción de más de ochenta libros, por los que obtuvo varios galardones: el Premio Reina Sofía de Poesía, el  Internacional Menéndez Pelayo, el Iberoamericano José Martí y el Premio Llama de Oro de Amnistía Internacional.

El texto siguiente pertenece al compilatorio de relatos breves La borra del café (1992), de éste un pasaje de El dirigible y el Dandy:

“…<Fíjense, es Dandy>, dijo mi primo Fernando. Ése era el nombre que se daba a sí mismo un conociMario-Benedetti (larepublica.ec)do bichicome, decano del Parque, que generalmente hacía de las cuevas su dormitorio estable. Y el mote no era tan absurdo como podía parecer, ya que, pese a sus zapatos astrosos, a su pantalón harapiento, a su camisa mugrienta y a su gabardina en girones, nunca lo habíamos visto sin corbata (incluso tenía dos: una a raya negras y rojas, y otra azul con herraduras marrones). <Tenés razón, es Dandy>, dijo Daniel. MI vecino Norberto se acercó al cuerpo del ‘bichicome, pero Daniel lo detuvo. <No lo toques>, dijo, <¿no ves que si encuentran nuestras huellas digitales van a pensar que fuimos nosotros?> Norberto retrocedió obediente, no solo como reconocimiento de que Daniel era ahora el líder, sino también de su cultura detectivesca, obtenida, según nos contaba a todos, en su frecuentación de Sherlock Holmes. Eso también revelaba una apreciable distancia entre Daniel y los demás. Mientras nosotros estábamos aún en Edmundo de Amicis o Salgari, él frecuentaba rigurosamente a Conan Doyle. <Recuerden la hora en que lo descubrimos>, dijo Daniel. <Las tres y diez>.

Luego tomó un diario que alguien había dejado sobre las piedras, lo arrimó al cuerpo del Dandy y presionó una y otra vez con su zapato. La última vez lo hizo con más fuerza y entonces apareció una mancha de sangre, reseca y bastante extendida. Con el mismo mecanismo, desplazó hacia arriba la mugrienta camisa, dejando al descubierto una herida considerable, producida al parecer por algún instrumento cortante. A la vista de ese desastre, sentí que los ojos se me nublaban y que estaba a punto de desmayarme, pero haciendo (literalmente) de tripas corazón, me repuse a medias y alcancé a decir una frase tan memorable como ésta: <¿Y la gabardina?> Daniel me consagró una de esas miradas tiernamente menospreciativas que Holmes solía dedicar al doctor Watson, y sólo dijo: <¿La gabardina? Seguramente se la hará llevado el asesino>. Eso ya fue demasiado. Ante el simple sonido de la palabra asesino sentí que me desmayaba, y esta vez fue de veras. Luego, cuando fui recuperando el conocimiento, sentí que Fernando me estaba pasando un pañuelo húmedo por el rostro, y pensé en qué lo habría humedecido. Pero en ese instante me encontré con la mirada entre admonitoria y burlona de Daniel, quien además me decía: <Ah flojón>. Entonces sentí que la sangre me subía al rostro en oleadas, y ahí sí me repuse del todo.

Por supuesto nos juramentamos para mantener en total secreto nuestro <macabro hallazgo> (así al menos lo calificó Daniel, quien, como criminólogo en cierne, era apasionado lector de la crónica roja en la prensa diaria). Aprovechando que los mayores seguían arrobados en la observación del dirigible, volvimos por atajos separados a la playa i allí nos quedamos, simulando una fascinación que estábamos lejos de sentir, pero creando de ese modo una coartada colectiva que nos desvinculaba de aquel cadáver que quedaba atrás, allá en nuestro ex punto de encuentro. Y digo ex, debido a que por razones obvias, nunca más volvimos a citarnos allí.

A medida que fue cayendo la tarde, la multitud de curiosos se fue dispersando. Sólo entonces los adultos recordaron que existíamos. Recuerdo que mi madre, todavía emocionada, me puso un brazo sobre los hombros y me comentó <¡Qué hermosura! ¿Te gustó?> Yo me mostré entusiasmado por la butifarra aérea y así emprendimos el camino a casa, pausada y normalmente, como si nada hubiera pasado, como si de ahora en adelante no existiera un cadáver en nuestras vidas.

Curiosamente, la prensa ignoró totalmente el asesinato del Dandy. Todos los días revisábamos los diarios y escuchábamos los noticieros de radio, esperando siempre el titular temido: Asesinato en el Parque Capurro. Y los subtítulos de rigor: Se sospecha de varios menores. Aprovechando la conmoción despertada por el Graf Zeppelin, un bichicome, apodado el Dandy, es ultimado al atardecer. Diez días después del descubrimiento, nos reunimos los cuatro en el patio trasero de mi casa y resolvimos que esa incertidumbre debía concluir. Teníamos que volver al Parque para saber qué había pasado con el cuerpo del Dandy. Estuvimos de acuerdo en que era imprudente una excursión colectiva. Sólo uno de nosotros debía dirigirse al <claro del bosque> a fin de realizar una inspección ocular. Era lógico que lo tiráramos a la suerte. <Dios decidirá>, dijo mi vecino Norberto, que iba diariamente al catecismo y era el favorito del padre Ricardo. Su meta prioritaria en la vida era llegar a ser monaguillo de ese cura. Nosotros teníamos por entonces otros ideales. Como era previsible, Daniel quería llegar a ser detective; Fernando, mecánico (cuando era más chico, decía <macaneador>, pero era una errata); yo, golero de la selección, algo así como un sobrino putativo de Mazzali. Bueno, efectivamente Dios decidió. Me eligió a mí. Ese mismo día resolví ser ateo. Y hasta hoy me mantengo. Fue un drama muy duro. No sé qué hubiera pasado si el sorteo hubiera señalado a Norberto o a Fernando o a Daniel. Tal vez eso hubiera confirmado mi fe en el Señor y hoy sería párroco, o al menos obispo: pero no fue así y tuve que hacerme cargo de mi ateísmo y de la inspección ocular.

Al día siguiente partí hacia el peligro. Los otros tres quedaron en la esquina de Capurro y Húsares, a la espera de mis noticias. Me dirigí hacia el <lugar del hecho> (así lo denominaba Daniel) con todo el coraje de que disponía, que por cierto no era demasiado. Si no caminaba rápido, no era por mala voluntad, sino porque las piernas me temblaban, totalmente al margen de mi voluntad de cruzado. El temblor sólo se interrumpía cuando subía o bajaba escalones, pero no bien volvía a caminar aquella trepidación recomenzaba. Recuerdo que era una fresca mañana de  otoño, pero yo sudaba como en enero.

Por fin llegué al <claro del bosque>. Al principio no lo podía creer, pero el Dandy no estaba. Extrañamente, su ausencia me calmó. El temblor cesó como por encanto. Y hasta tuve ánimo para recorrer los caminitos que llegaban al claro y, más aún, en un larde de arrojo inconcebible, me asomé a la cueva que el Dandy había usado durante años como refugio. Tampoco allí había rastros del bichicome. Apenas una botella vacía de alcohol de quemar.

Es claro que volví sacando pecho. Cuando Daniel, Fernando y Norberto vieron que regresaba, corrieron a mi encuentro, ansiosos. Durante unos minutos los hice sufrir, pero después sus caras de susto me dieron lástima. <El occiso no está>, dije, para que se dieran cuenta de que yo también tenía mis lecturas. La noticia cayó como un balde de agua fría. <¿Habrás revisado bien?>, inquirió Daniel. Le devolví aquella mirada, entre admonitoria y burlona, que me había dedicado cuando mi desvanecimiento, y agregué: <Revisé todo. Fijate que hasta me metí en la cueva del Dandy>. <¿Te metiste en la cueva?>, preguntó Norberto con un dejo de admiración. <Sí, claro> confirmé sin dar mayor importancia a mi notable audacia, <y sólo había esta botella>. La botella fue pasando de mano en mano y luego volvió lógicamente a las mías. Sin que nadie lo decidiera de un modo explícito, pasé a ser su custodio oficial. Todos la tomábamos por el cuello y usando mi pañuelo, ya que el resto de la botella podía tener huellas digitales que no fueran las nuestras y las del propio Dandy.

Sin embargo, de poco sirvieron tantas precauciones. No sólo no se individualizó al criminal, sino que tampoco la prensa mencionó el caso. En varios de  nuestros encuentros deliberamos sobre las distintas posibilidades. ¿Estaría realmente muerto cuando lo descubrimos el día del dirigible? La respuesta unánime era que indudablemente aquello era un cadáver. Además, si no estaba muerto, ¿por qué nunca más lo habíamos visto en sus recorridos habituales? Ah, pero si era un cadáver, ¿quién se lo había llevado? ¿Por qué la prensa nunca había hecho referencia a aquel asesinato o lo que fuera? Un elemento adicional, a tener en cuenta, era que después de aquella jornada festivo-luctuosa habían desaparecido del barrio los otros bichicomes. ¿Y eso por qué? ¿Se enteraron del crimen y tuvieron miedo? Lo único que quedó en claro es que nosotros sí tuvimos miedo y, salvo aquel día en que llevé a cabo mi inspección ocular, nunca más volvimos al <claro del bosque>. Al cabo de unos meses dejamos de hablar de aquel tema que nos excitaba pero también nos ensombrecía. Sin embargo, la postrera mueca del Dandy siguió apareciendo, durante varios meses, en mis pesadillas, hasta que por fin se retiró también de ese territorio.

Dos o tres años más tarde, escuché por única vez en la radio un tango que incluía esta estrofa: <Y a veces cuando me aburro / recuerdo al Dandy, aquel vago / que en un miércoles aciago / cagó fuego allá en Capurro>. Anoté en seguida aquellos versos, para que no se me olvidaran, pero que otra vez me invadía, no el miedo de aquel otoño, pero sí un rescoldo de aquel miedo. Quizá por eso no llamé a la radio para preguntar el título del tango y el nombre del tanguero. No lo comenté con nadie y nunca más escuché aquella letra, que después de todo no era muy brillante. Sin embargo, al día siguiente consulté una de esas tablas que traen algunas agendas para averiguar qué día de la semana correspondió a un día cualquiera del pasado. ¡Y el día del Graf Zeppelin era un miércoles! Así y todo, el autor del tango no especificaba que había sido un crimen: <cagó fuego>es sinónimo lunfardo de <crepar, morir>, pero puede ser una muerte natural. ¿Muerte natural con semejante herida en el costado y con toda la sangre derramada? El episodio podría dar lugar a todo un ensayo sobre <Tango y desinformación>. Salvo que el autor fuera el asesino (¿por qué no?) y la letra una coartada, una suerte de deliberada bruma sobre aquella muerte. Ya sé, Daniel había dicho: <Como es obvio, el asesino suele volver al lugar del crimen, y ese tango (está clarísimo) es un simple regreso>. Pero no tuve ánimo para hablarlo con nadie, y aun si lo hubiera tenido, tampoco había podido, ya que Daniel, precisamente en ese año, viajaba con sus viejos por Estados Unidos.”

 

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