A propósito de Gao Xingjian

La sola mención de su nombre no le aportará mucha más información al lego; pero el escritor chino (1940- ) tiene su espacio propio bien ganado en el acotado mundo de las letras.

Originario de Guangzhou su primera aproximación a la literatura la hizo como traductor de francés, idioma que el oriental había aprendido en la Universidad de Pekín. Años después fue contratado por el Teatro Popular de las Artes de la ciudad capital, de esta época datan las primeras publicaciones de sus piezas teatrales, La señal de alarma y La estación de autobuses. Obras con las que cosechó cierto reconocimiento y también la censura de las autoridades, quienes no dudaron en acusarle de ser un “intoxicador cultural” y con ello, le penalizaron con la prohibición de la representación de las mismas.

A partir de ese hecho los caminos se terminaron de bifurcar para Xingjian, sólo le quedaban dos opciones, el silencio o el exilio. Su decisión le llevó a trasladarse a París, ciudad donde dio a conocer sus escritos en forma de cuento y además sus novelas El libro de un hombre solo, Una caña de pescar para el abuelo y quizás su mayor logro hasta el presente, La montaña del alma, las que a partir de ese momento comenzaron a ser traducidas a varios idiomas.

Finalmente en el año 2000 y cuando menos lo esperaba, le fue concedido el premio Nobel de Literatura por el conjunto de su obra. A la lógica repercusión mundial por la obtención del galardón le siguieron la manifiesta ignorancia de los máximos jerarcas de su país, quienes acusaron a la academia sueca de atacarles con una distinción que juzgaron tenía mucho de carga política y poco de reconocimiento a la calidad literaria de su compatriota.

Para apreciar sus dotes de escritor, nada mejor que el texto completo de su relato El calambre:

“Un calambre. Le ha dado un calambre en el estómago. Pensaba llegar nadando más lejos, cómo no, pero a cosa de un kilómetro de la orilla ha sentido un calambre en el estómago. Al principio lGao Xinjian (novinky.cz)o creyó simple dolor de estómago, un dolor que se le pasaría con el simple movimiento, pero la tensión que sentía en el abdomen iba a más y al final dejó de avanzar. Se palpa el estómago, y al notar el bulto duro en la parte derecha comprende que se trata de una contracción muscular debida al contacto con el agua fría. No había hecho suficiente ejercicio antes de entrar en el agua. Después de cenar había ido solo a la playa desde el pequeño edificio blanco que albergaba la casa de huéspedes. Estaban en otoño, hacía viento y era raro que alguien se bañase al atardecer, a hora en que la gente conversaba o jugaba a las cartas. De lo hombres y mujeres que abarrotaran la playa tumbados en la arena al mediodía sólo quedaban cinco o seis, entretenidos en jugar al voleibol: una joven con bañador rojo, y el resto, muchachos con bañadores aún empapados que acababan de salir del agua, incapaces quizá de soportar el gélido mar de otoño. En toda la costa no había un solo bañista metido en el agua. Había entrado derecho en el mar, sin echar una mirada atrás, confiado en que la muchacha lo seguiría con la vista. Pero ahora ya no puede verlos. Da la vuelta y se pone de cara al sol, un sol que desciende allende los montes y está por ocultarse detrás de la colina donde se halla el mirador de la casa de reposo. El fulgor amarillo de los últimos rayos del sol poniente le hiere la vista, y el continuo vaivén de las aguas o la luz que recibe de frente le impiden distinguir con claridad cuanto se halla por debajo de la silueta del mirador en forma de quiosco situado en lo alto de la colina, las copas borrosas de los árboles que flanquean el camino costanero o el piso segundo de la casa de reposo, semejante a un barco. ¿Estarán aún jugando al voleibol? Patalea en el agua.

Todo es, a su alrededor, oleaje blanco y rumor profundo de mar verde sombrío; no hay una sola barca de pesca. Se pone boca arriba, sostenido por las olas, y entre las crestas cenicientas distingue, muy a lo lejos, un punto negro; mas cada vez que se hunde en el valle de una ola no ve siquiera la superficie, pues el agua es un talud negro más brillante que le satén. La contracción muscular es cada vez más intensa. Flotar boca arriba le permite friccionarse con la mano derecha el bulto duro del estómago, y el dolor se atenúa. Al frente y por encima de la coronilla, aun costado, hay una nube como la pelusa; y el viento allá arriba debe soplar con más fuerza.

Pero flotar a la deriva de esta manera, a merced del oleaje, suspendido un instante para caer al siguiente entre las crestas de las olas, no sirve de nada; ha de nadar a la orilla sin perder más tiempo. Vuelto a la posición normal, lanza las piernas con fuerza, y logra superar el viento y las olas y adquirir cierta velocidad; pero el estómago, aliviado apenas de su tensión, comienza a dolerle de nuevo, y esta vez el dolor es tan agudo, que siente la rigidez que atenaza toda la parte derecha del abdomen, y también como se hunde. Todo cuanto ve es el verde sombrío del mar, su extraordinaria nitidez, y la gran calma que sólo altera el rosario de burbujas apremiantes que el produce al respirar. Logra sacar la cabeza, abriendo y cerrando los párpados para quitarse el agua de las pestañas. Aún no se ve la línea de costa. El sol ya se ha puesto, y el cielo resplandece en tintes rosados sobre la colina que sube y baja. ¿Estarán aún jugando al voleibol? Y la muchacha y ese bañador rojo que es el origen de todo. Se hunde de nuevo, y el dolor lo obliga a encogerse el estómago. Da de inmediato un par de brazadas, y cuando al fin logra tomar aire, traga agua, una bocanada de mar áspera y salada; tose, es como si le clavasen agujas en el estómago. Tiene que ponerse de nuevo boca arriba, tumbado en el agua con las los brazos y las piernas abiertos, y el dolor se atenúa en cuanto logra relajarse un poco.

El cielo que lo cubre se ha tornado lóbrego y ceniciento. ¿Estarán aún jugando al voleibol? Ellos son lo más importante; ¿lo habrá visto la muchacha del bañador rojo adentrarse en el agua? ¿Estarán oteando el mar? El punto negro situado a su espalda sobre la superficie negruzca, ¿es una barquita, o algún artilugio flotante que se ha soltado de sus amarras? Pero ¿a quién puede importarle su paradero? En ese instante no cuenta más que consigo mismo. Puede gritar, pero frente a él tiene el estruendo monótono, incesante del oleaje, un estruendo que lo sume en la mayor de las soledades que ha conocido. Su ánimo flaquea, pero enseguida recobra el dominio de sí mismo, y al instante una corriente helada lo atraviesa de la cabeza a los pies y lo arrastra irremediablemente. El cuerpo ladeado, bracea con la mano izquierda y se cubre el estómago con la derecha, en el momento en que, sin dejar de friccionarse, mueve las piernas, siente aún el dolor, pero ahora es soportable. Comprende que sólo puede escapar de la corriente fría con la fuerza de sus piernas, y que su única salvación es aguantar como sea, aguantar todo, por inaguantable que le parezca. No debe pensar en la gravedad de la situación, pues por más especulaciones que haga, lo cierto es que sufre una contracción de los músculos del abdomen y se halla en aguas profundas, aun kilómetro de la orilla. En realidad no sabe si se halla o no a un kilómetro de distancia, pero tiene la sensación de que su deriva es paralela a la línea de la costa. A fuerza de piernas logra, al fin, contrarrestar el ímpetu de la corriente fría; más ahora tiene que luchar por salir de ella, si no quiere correr en un instante la misma suerte que el punto negro flotante sobre las olas, engullido por el lóbrego mar. Tiene que aguantar el dolor, mantener la calma, mover las piernas con fuerza; no puede aflojar lo más mínimo, y menos aún ponerse nervioso; tiene que coordinar a la perfección el movimiento de piernas con la respiración y las fricciones; no puede dejarse invadir por ningún otro pensamiento, permitirse el menor atisbo de pánico.

El sol se ha puesto muy deprisa, el mar está sumido en las sombras y ya no alcanza a ver las luces de la orilla; ni siquiera distingue la costa, la curvatura de la colina. De pronto, su pie tropieza con algo, y con el sobresalto siente una convulsión, un dolor lacerante en el bajo vientre; mece con suavidad la pierna y advierte la escocedura en forma de círculo del tobillo: ha tropezado con los tentáculos de una medusa. Allí está, bajo el agua, la redondez blanca y grisácea de la criatura, como un paraguas abierto de bordes labiados ondeantes y membranosos. Podría aferrarla con la mano, arrancar la boca en que convergen los tentáculos.

En los últimos días había aprendido de los niños de la costa a cazar y a sazonar medusas. Bajo el alféizar de la ventana de su cuarto de la casa de huéspedes ya había majado con una piedra siete medusas a las que antes había arrancado la boca y untado con sal; una vez secas, se convertirían en unos pocos pellejos apergaminados. Y ahora él también corría el riesgo de convertirse en un simple pellejo, un cadáver que ni siquiera llegaría flotando a la costa. Mejor dejarla vivir en paz. Crece, con ello, su ansia de vida; ya no volverá a cazar medusas, y si logra llegar a la costa, tampoco volverá a bañarse en el mar. Mueve las piernas con energía, apretando el abdomen con la mano derecha; no debe dar rienda suelta sus pensamientos, tan sólo ha de concentrarse en el ritmo regular de sus piernas. Ve el brillo de las estrellas, su resplandor maravilloso, y eso significa que se dirige justamente en dirección a la costa. El bulto duro del estómago ya ha desaparecido, pero él, con infinita cautela, sigue friccionando, aunque con ello demore su avance…

Cuando llega a la orilla y sale del agua, en la playa no hay un alma y la marea está alta. Es esta marea la que le ha ayudado, piensa, mientras su cuerpo desnudo expuesto al viento tiembla con un frío más intenso que el que sentía cuando estaba en el agua. Se tumba boca abajo en la playa, pero la arena tampoco está tibia. Cuando al fin se incorpora, echa a correr: tiene prisa por anunciar al mundo que acaba de escapar de la muerte.

En el vestíbulo de la casa de huéspedes todos siguen jugando a las cartas; los mismos tertulianos de antes siguen escrutando la cara del adversario o la propia jugada, y ni uno solo hace el menor ademán de levantar la cabeza para dirigirle una mirada. Vuelve a su cuarto, pero su compañero no está; estará de cháchara en algunas de las habitaciones vecinas. Mientras coge su toalla del reborde de la ventana es consciente de que las medusas majadas con una piedra y untadas con sal que hay rezumando agua. Al fin se cambia de ropa, se calza los zapatos, para llevar los pies calientes, y vuelve solo a la playa.

El estruendo del oleaje. El viento es más recio; las olas blancas y grises se suceden impetuosamente y al restallar en la orilla desparraman sobre la playa sus aguas negras. Una ola que no logra esquivar a tiempo le empapa los zapatos, y alejado un corto trecho de la orilla echa a andar por la playa sumida en la oscuridad, vacía de estrellas. Al rato oye voces, voces de hombres y mujeres que hablan, y distingue tres sombras. Se detiene. Van en dos bicicletas y en la parrilla trasera de una de ellas hay sentada una muchacha de cabello largo. Las ruedas se hunden en la arena y las sombras que conducen parecen hace un gran esfuerzo. Los tres no cesan de hablar y reír; la voz de la muchacha que va sentada en la parrilla es especialmente alegre. Se detienen delante de él, afirman las bicicletas sobre los caballetes y uno de los jóvenes entrega a la muchacha la gran bolsa que carga en la parrilla. Los dos jóvenes empiezan a desvestirse, dejando al descubierto su extrema delgadez, y una vez desnudos agitan los brazos y saltan y gritan sobre la playa.

-¡Qué frío, qué frío!- gritan, mientras la muchacha ríe inconteniblemente, como si le estuviesen haciendo cosquillas.

-¿Queréis beber ahora?- pregunta la sombre de ella desde el costado de las bicicletas.

Vuelven, cogen la botella de licor que ella tiene en sus manos, beben a morro por turnos, la devuelven y corren hacia el mar.

-Aaah, aaah…

-Aaah…

Restalla el oleaje, la marea sigue creciendo.

-¡Volved pronto!- grita la muchacha con voz aguda.

La única respuesta es el embate de las olas.

El débil reflejo del agua que fluye sobre la playa le permite ver el par de muletas en que se apoya la muchacha erguida junto a las bicicletas”.    

 

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