El paso del tiempo y sus huellas conforman muchas de sus imágenes fotográficas más conocidas, consecuencias que en la cara del escritor ya maduro se asemejan en mucho a los surcos de la sufrida tierra de su Irlanda natal. Por fortuna, más allá del mero detalle estético y para el beneplácito de millones de lectores, el multifacético autor alcanzó metas más importantes que el mero transcurrir de los años en su persona.
A pesar de lo expuesto Beckett (1906-1989) no pertenecía a ninguna familia de campesinos, ya que sus orígenes se situaban en el seno de una familia relativamente acomodada de los mejores barrios de Dublín. Hijo de un aparejador y de una madre enfermera y profundamente religiosa fue un niño de salud quebradiza, elementos estos que a buen seguro influirían en una escritura despojada de artificios y más aún descreída respecto de las posibilidades del ser humano.
Egresado del renombrado Trinity College de la capital insular no tardó en relacionarse con un coterráneo y ya reconocido James Joyce, de quien fue discípulo primero y asistente después. Pero éste fue solo un paso, ya que sus múltiples habilidades le llevaron a trascender como traductor de francés; como novelista luego: Molloy, Malone muere y El innombrable; como dramaturgo, con piezas que se adscribían dentro del denominado teatro del absurdo, entre ellas, Final de partida y la muy representada Esperando a Godot. Y finalmente destacó como director, cuando realizó la puesta de las suyas así como de otras piezas teatrales.
La calidad y temática de sus historias le valieron proyección mundial y varios reconocimientos, entre ellos, el Premio Formentor del Congreso de Editores en el año 1961 (que compartió con Jorge Luis Borges) y en 1969 el Nobel de Literatura. Según la academia sueca, por destacar en el conjunto de sus textos “una escritura que, en la miseria del hombre moderno, adquiere su elevación”.
El pasaje a continuación corresponde a su relato breve Primer Amor, que bien sirven como muestras de su escritura:
“¿…Entonces no quiere que vuelva?, dijo. Es increíble cómo la gente repite lo que uno acaba de decirles, como si temieran la hoguera si dan crédito a sus oídos. Le dije que viniese de vez en cuando. Conocía muy mal a las mujeres por aquel entonces. Sigo sin conocerlas por otra parte. Ni a los hombres. Ni a los animales. Lo que menos desconozco, son mis sufrimientos. Los pienso todos, cada día, se hace rápido, el pensamiento es tan rápido, pero no todos vienen del pensamiento. Sí, hay algunas horas, al principio de la tarde sobre todo, en que me siento sincretista, a la manera de Reinhold. Vaya equilibrio. Y encima también los conozco mal, mis sufrimientos. Eso debe de ser que no soy solo sufrimiento. He aquí la astucia. Entonces me alejo, hasta el asombro, hasta la admiración de otro planeta. Raramente, pero con eso basta. Ninguna bobada, la vida. No ser más que puro sufrimiento, ¡cómo simplificaría las cosas! ¡Ser doliente puro! Pero eso sería competencia, y desleal. Ya se los contaré a ustedes de todos modos, un día, si me acuerdo, y puedo, mis raros sufrimientos, detalladamente, y distinguiéndolos con cuidado, para mayor claridad. Les contaré los del entendimiento, los del corazón o afectivos, los del alma (bellísimos, los del alma), y luego los del cuerpo, los internos u ocultos primero, luego los de la superficie, empezando por los cabellos y descendiendo metódicamente y sin apresurarme hasta los pies, centro de los callos, calambres, juanetes, uñeros, sabañones, hongos y otras extravagancias. Y a los que sean tan amables que me escuchen les diré al mismo tiempo, conforme a un sistema cuyo autor he olvidado, los instantes en que, sin estar drogado, ni borracho, ni en éxtasis, no se siente nada. Entonces naturalmente ella quería saber lo que yo quería entender por de vez en cuando, vean a lo que uno se arriesga, abriendo la boca. ¿Cada ocho días? ¿Cada diez días? ¿Cada quince días? Le dije que viniera menos veces, muchas menos veces, que no viniera en absoluto de ser posible, y que si eso no era posible que viniera las menos veces posibles. Por otra parte al día siguiente abandoné el banco, menos a causa de ella debo decirlo que a causa del banco, cuya situación ya no respondía a mis necesidades, tan modestas sin embargo, ya que los primeros fríos comenzaban a hacerse sentir, y por otras razones de las que sería ocioso hablar, a gilipollas como ustedes, y me refugié en un establo de vacas abandonado que había localizado en el curso de mis paseos. Estaba situado en el ángulo de un campo que mostraba en su superficie más ortigas que hierba y más barro que ortigas, pero cuyo subsuelo poseía posiblemente propiedades remarcables. Fue en ese establo, lleno de boñigas secas y huecas que se hundían con un suspiro cuando las tocaba con el dedo, donde por primera vez en mi vida, y diría gustosamente por última si tuviese bastante morfina al alcance de mi mano, tuve que defenderme contra un sentimiento que se atribuía poco a poco, en mi espíritu helado, el horroroso nombre del amor. Lo que hace encantador a nuestro país, aparte por supuesto del hecho de que esté medio despoblado, a pesar de la imposibilidad de procurarse el más mínimo preservativo, es que todo está abandonado menos las viejas deposiciones de la historia. Éstas son recogidas encarnizadamente, son conservadas y paseadas en procesión. En cualquier lugar donde el tiempo haya producida una hermosa palomina repugnante ustedes encontrarán a nuestros patriotas, en cuclillas, resoplando el rostro encendido. Es el paraíso de los desalojados. Ésta es finalmente la explicación de mi felicidad. Todo invita a la prosternación…”