Sus páginas han sido, en más de una oportunidad, de estudio obligado para aquellos que elegían las carreras de filología catalana o literatura hispánica. Aunque verdad es que no sólo lo fue para los estudiosos ya que, por la calidad que atesora, La plaza del diamante ha sido merecedora de varias reediciones desde su primera publicación allá por el año 1962.
En todo el tiempo transcurrido la novela se ha erigido en un texto esencial de las letras catalanas. Varios son los factores, porque la autora halla la acción en uno de los barrios más emblemáticos de la ciudad de Barcelona como lo es Gràcia, porque termina por constituirse en todo un fresco de la clase trabajadora de principios del siglo pasado y en última instancia, porque refleja a una generación de jóvenes para quienes a golpe de dura realidad, esa juventud se les escapó de entre los dedos; cuando no lo fue la vida, durante los duros años de la Guerra Civil. Aún así poco cargada está la historia de mística beligerante, nada más lejano a la intención de la escritora, y mucho sí, con los redoblados esfuerzos por ganarle el pulso al diario sobrevivir en todos aquellos que peleaban en el frente de batalla. Y qué decir de los que no lo hacían, más aún en aquellos que luego se constituirían en los perdedores de la contienda.
La Rodoreda (1908–1983) supo de lo antedicho, cuando transitó por los convulsos momentos políticos de la Primera y Segunda república española y también, cuando en persona acarreó con las consecuencias del enfrentamiento civil. La escritora, que había colaborado con el servicio de corrección de catalán de la Generalitat republicana, tuvo que abandonar España para evitar las represalias de los vencedores. Luego y como muchos otros tantos deseosos de volver a su sociedad de origen, albergó la esperanza que el exilio fuera sólo por unos meses, pero lo cierto es que se extendió por más de treinta años, transcurridos entre Francia y Suiza.
Tal como apreciaba la autora, en vida no fue una mujer de grandes estridencias, en sus propias palabras, “la desmesura me daba mucho miedo”. A pesar de ello se atrevió con los más variados géneros literarios, cuando cultivó el cuento, el teatro, y la novela, entre estas últimas, Espejo roto, Aloma y por supuesto, La plaza del diamante. Obras por las que recibió en 1980 el máximo galardón de las letras catalanas, el Premi d’Honor.
De La plaza del diamante el siguiente pasaje:
“…A media tarde Quimet me dio un codazo que quería decir, vámonos. Y cuando ya estábamos en la puerta de entrada, su madre me preguntó, ¿y el trabajo de casa, también te gusta?
_Sí, señora, mucho.
_Tanto mejor.
Entonces dijo que nos esperásemos, volvió adentro y vino con unos rosarios de cuentas negras y me los regaló. Quimet, cuando estuvimos algo lejos, me dijo que la había conquistado.
_¿Qué te dijo cuando estabais solas en la cocina?
_Que eras un muy buen muchacho.
_Ya me lo figuraba.
Lo dijo mirando al suelo y dando un puntapié a una piedrecita. Le dije que no sabía qué hacer con los rosarios. Dijo que los metiese en un cajón, que a lo mejor algún día me servirían: que no se debía tirar nada.
_A lo mejor le servirán a la nena, si tenemos una…
Y me dio un pellizco en la molla del brazo. Mientras me lo frotaba, porque me había hecho daño de verdad, me preguntó si me acordaba de no sé qué y dijo que pronto se compraría una moto, que nos vendría muy bien porque cuando estuviésemos casados recorreríamos todo el país, y que yo irían detrás. Me preguntó si yo había ido alguna vez en una moto con algún muchacho y le dije que no, que nunca, que me parecía muy peligroso, y se puso contento como un pájaro, y dijo ¡qué va, mujer..!
Entramos en el Monumental a hacer el vermut y a comer pulpitos. Allí se encontró con Cintet, y Cintet, que tenía los ojos muy grandes, como una vaca, y la boca un poco torcida, dijo que había un piso en la calle de la Perla bastante bien de precio pero abandonado, porque el dueño no quería quebraderos de cabeza y que las reparaciones tendrían que ser a cuenta de los inquilinos. El piso estaba debajo del terrado y esto nos gustó mucho y más todavía cuando el Cintet nos dijo que el terrado sería todo para nosotros. El terrado sería todo para nosotros porque los vecinos de los bajos tenían patio interior y los del primer piso, por una escalera de caracol iban a un pequeño jardín que tenía lavadero y gallinero. Quimet se entusiasmó y le dijo a Cintet que no lo debían dejar de escapar de ningún modo y Cintet dijo que al día siguiente iría allí con Mateu y que fuésemos nosotros también. Todos juntos. Quimet le preguntó si sabía de alguna moto de segunda mano, porque un tío de Cintet tenía un garaje y Cintet trabajaba en el garaje de su tío y Cintet le dijo que ya lo miraría. Charlaban como si yo no estuviese allí. Mi madre no me había hablado nunca de los hombres. Ella y mi padre pasaron muchos años peleándose y muchos años sin decirse nada. Pasaban las tardes de los domingos sentados en el comedor sin decirse nada. Cuando mi madre murió, ese vivir sin palabras aumentó todavía más. Y cuando al cabo de unos cuantos años mi padre se volvió a casar, en mi casa no había nada a lo que yo pudiera cogerme. Vivía como deben vivir los gatos: de acá para allá, con la cola baja, con la cola alta, ahora es la hora de tener hambre, ahora es la hora de tener sueño; con la diferencia de que un gato no ha de trabajar para vivir. En casa vivíamos sin palabras y las cosas que yo llevaba por dentro me daban miedo porque no sabía si eran mías…
Cuando nos despedimos en la parada del tranvía, oí que Cintet le decía a Quimet, no sé de dónde la has sacado, tan mona… y oí la risa de Quimet, ja, ja, ja…
Dejé los rosarios en la mesita de noche y me asomé a mirar el jardín de abajo. El hijo de los vecinos, que estaba de soldado, tomaba el fresco. Hice una bolita de papel, se la tiré y me escondí…”