Eva Baltasar, aferrada a la vida

La escritora (Barcelona, 26/8/78), autora de diez poemarios que la han hecho merecedora de varias distinciones, ha decidido dar el salto a la narrativa con  Permafrost. Novela que viene precedida de un gran reconocimiento en el último Sant Jordi y con la que se ha hecho acreedora del premio Llibreters del año 2018.

Pero quizás el mejor galardón venga de la aceptación de sus propios lectores, que en el caso de la barcelonesa llega precedido por la repercusión del boca oreja que tanto agrada a cualquier autor. Un hecho que en pocos meses haya llevado a la reproducción de la quinta edición del reconocido texto, y que bien podría hacer derretir a cualquier hielo eterno al que hace referencia el título en cuestión.

El Permafrost es la imaginaria capa aislante en la que, a modo de escudo protector, se refugia la protagonista del relato. Con ella intenta aislarse de la toxicidad de ciertas personas y de parte de la sociedad que la rodea y la juzga, entre otras cosas, por su lesbianismo. Tampoco son de su agrado los valores que sostiene su familia, que la hacen esgrimir el sarcasmo como su arma predilecta de autodefensa, más allá de coquetear con pensamientos suicidas. A pesar de ello, transita su existencia con la intensidad de un poseso, siente lo que dice y dice lo que piensa, y donde la comunicación con su propio cuerpo ocupa un lugar preponderante, con el sexo a modo de necesario hilo de conexión con la propia existencia.

Baltasar ha logrado construir un relato profundo y cargado de poesía, hasta llegar a  admitir que en él se deslizan algunos girones de sus propias experiencias, si bien advierte que su heroína no representa a su alter ego literario. Sea como fuere, su primera novela tiene los ingredientes necesarios para generar todo menos indiferencia a quien decida acometer su lectura.

De Permafrost el capítulo a continuación:

“Era francesa, marsellesa como el himno nacional, en realidad. El centro neurálgico de su belleza residía en el hecho de ser francesa. Yo estaba enamorada de su nacionalidad, un segundo rostro de facciones perfectas que se amoldaba al primero como una película casi transparente, pero con el encanto de los grandes clásicos. Se llamaba Roxanne y era más baja que yo. También tenía más estudios: un doctorado en literatura y títulos superiores de inglés, de alemán y de italiano. Además, tocaba el piano de maravilla. Tenía uno en su casa, en una sala grande que yo llamaba ampulosamente la sala del piano, donde tocaba largas piezas de memoria. Era lo que la mama habría dicho de buena familia y este ser de buena familia estaba presente en ella como una capa de barniz. De hecho, en cada uno de sus gestos, por insignificantes que fueran. Cuando abría una puerta, por ejemplo, hacía un movimiento muy particular con el mentón, elevándolo ligeramente hacia un costado a la vez que bajaba la mirada, y yo siempre tenía la impresión que daba por hecho que había alguno dispuesto a cederle el paso. Me cuesta explicarlo, pero ¡resultaba tan evidente cuando lo presenciaba!  Practicaba la escalada y, todo y que en aquella época no me podía ni imaginar sin ella, la primera vez que vi su cuerpo desnudo pensé que todas mis futuras amantes deberían de haber sido, previamente, grandes amantes de la escalada. Tenía unos músculos perfectos, vibrantes y recubiertos de una piel flexible e impecable. Cada postura suya en la cama constituía un estudio anatómico de una precisión inaudita, tan excitante como una primera visita a Buonarroti. Recuerdo sus abdominales, quietos e imponentes como el caparazón de una tortuga, y los arcos tensados de los brazos, los glúteos, los muslos y los gemelos, compactos como cráneos pensantes, centrados exclusivamente en mí, en mi placer, en alcanzar el extremo de mi placer. Nunca antes y nunca después he pasado tantas noches follando. Noches enteras, quiero decir, cinco y seis y siete horas de follar sin descanso, con ella generalmente encima.

‘Háblame en francés`, le pedía. Y ella me decía cosas que entendía y otras que no entendía  pero que no era necesario entender. Tenía suficiente con escucharla, con dejar que sus palabras penetrasen en mi cuerpo y me lo fundieran de una manera no previsible, extraña. Su voz me estremecía con violencia y me consumía con celeridad, como un copo de cabellos achicharrado por la brasa de un cigarrillo. Todo mi cuerpo se encogía y se retorcía en un instante, agredido por su acento como una oruga blandísima por un pico de acero. ¡Ah! Lo revivo ahora al escribirlo, y millones de células dentro de mí, pasan su cubos de agua encendida para ir a apagar no sé qué fuego. Veloces y ciegas. El cuerpo se me inflama haciéndome doler la pleura, tan poco avezada ya a seguirle el juego. Roxanne. Cuando la conocí se acababa de comprar un cámara fotográfica profesional. Y yo envidiaba su cámara, que se pasaba todo el santo día en sus manos. Tenía unas manos blancas de nudillos finos y yemas pulcras. Antes de tocar el piano extendía los dedos sobre el teclado, parecía como si reposaran por un momento, contenidos y dispuestos a la vez, como una fila de instrumental quirúrgico apareada antes de una intervención muy delicada. Después los articulaba con sutileza, los movía siguiendo las indicaciones de algunos músculos del cuello, que se accionaban milésimas de segundos antes que ellos. Yo la escuchaba y el sonido de las teclas del piano me penetraban como sus palabras, estremeciéndome y generando dentro de mí oleadas inexplicables y una especie de celo autocomplaciente. Seguía los movimientos ininteligibles de sus dedos, avanzando en el momento en que la pieza musical finalmente moría. Ella adoraba a Satie. ‘Es fácil`, decía. E interpretaba una y otra vez ‘Je te veux`, el número uno de las ‘Gymnopedias` y el dos de los ‘Nocturnos`. ‘Son larguísimos`, me quejaba yo. ‘Solo son tres minutos`, reía ella. Y los volvía a interpretar. Y yo me recreaba en aquella imagen de mi francesa tocando el piano. Pero a la vez moría en cada segundo. Y era una manera de morir muy digna y aceptable”.   

 

 

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