El denominado género negro y su popularización, se remontan a tiempos en que los sucesos policiales encontraban gran eco en las sociedades ávidas de información del siglo XIX. Así diarios prestigiosos y otras publicaciones competían por canalizar la preferencia de los lectores, ansiosos por seguir las pesquisas para desentrañar los hechos luctuosos más diversos: ¿quién se ocultaba en la densa niebla londinense para cometer los crímenes bajo el seudónimo de Jack el destripador? Este y otros acontecimientos fueron seguidos escrupulosamente, siendo fuente de inspiración de los cronistas de la época, quienes pujaban por detallar con elementos morbosos los denodados esfuerzos de los investigadores por resolver cada caso.
En el comienzo del siglo XX nombres como Raymond Chandler, padre del detective Philip Marlowe, o Georges Simenon, quien hizo mundialmente conocido al inspector Maigret, fueron los que pusieron negro sobre blanco para despertar la imaginación de millones de personas. Ya hacia final de la centuria y a principios de la nueva, fueron las sagas de escritores como Manuel Vázquez Montalbán y su detective Pepe Carvalho, o el griego Petros Markaris y su alter ego literario, el comisario Kostas Jaritos, quienes entre otros se llevaron el favoritismo de los amantes del género policial.
Contemporáneo a estos últimos se encuentra el italiano Andrea Camilleri y su creación, el popular comisario Montalbano, quienes han traspasado el formato de papel para alcanzar la trascendencia en la pequeña pantalla. Aunque bien es cierto que Camilleri tiene una importantísima obra literaria asentada en una treintena de títulos de ensayo y ficción, no cabe duda que logró su mayor renombre con la novela policíaca de la mano de otro siciliano como él, el astuto, malhumorado y amante de la gastronomía Salvo Montalbano. Por ello y por la calidad de toda su obra el oriundo de Puerto Empedocle, recientemente desaparecido, fue distinguido con la Medalla de la Orden italiana al Mérito de la Cultura y las Artes.
De la saga del reconocido comisario, El Ladrón de meriendas, el pasaje con el que da comienzo la historia:
“Se despertó muy mal: las sábanas, en medio del sudor del sueño, alterado por culpa del kilo y medio de sardinas al horno rellenas de anchoas, cebolla, y perejil y pasas que se había zampado la víspera, se le habían enrollado apretadamente alrededor del cuerpo cual si fueran las vendas de una momia. Se levantó, se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico y se bebió media botella de agua helada. Mientras lo hacía, miró a través de la ventana abierta. La luz del amanecer presagiaba un buen día, con un mar como una balsa de aceite y un cielo claro y sin nubes. Montalbano, muy sensible a los cambios meteorológicos, se tranquilizó a propósito de su estado de ánimo en las próximas horas. Era todavía muy temprano, por lo que volvió a acostarse cubriéndose la cabeza con la sábana, dispuesto a dormir un par de horitas más. Tal como siempre hacía antes de quedarse dormido pensó en Livia, en su cama de Bocadasse, Génova: era una presencia benéfica en cada viaje que él emprendía a ´the country of sleep`, como decía un poema de Dylan Thomas que le había encantado.
El viaje recién iniciado fue interrumpido repentinamente por el timbre del teléfono. Tuvo la sensación de que el sonido le entraba como una barrena por un oído y le salía por el otro, traspasándole el cerebro.
-¿Diga?
-¿Con quién hablo?
-Primero dime quién eres.
-Soy Catarella.
-¿Qué hay?
-Perdone, pero no le había reconocido la voz, dottori. Igual estaba durmiendo.
-¡A las cinco de la madrugada, más bien que sí! ¿Quieres decirme qué ocurre y dejar de una vez de tocarme los cojones?
-Hay un muerto asesinado en Mazàra del Vallo.
-¿Ya mí qué coño me importa? Yo estoy en Vigàta.
-Pero es que, verá usted, dottori, el muerto…
Colgó y desenchufó el aparato. Antes de cerrar los ojos, pensó que, a lo mejor, el que lo estaba buscando era su amigo Valente, el subjefe de policía de Mazàra del Vallo. Lo llamaría más tarde desde su despacho.
La persiana golpeó con fuerza la pared y Montalbano se incorporó bruscamente en la cama con los ojos desorbitados a causa del sobresalto, convencido, en medio de las brumas del sueño que todavía lo envolvían, de que alguien le había pegado un tiro. El tiempo había cambiado en un santiamén, un húmedo y frío viento encrespaba la amarillenta espuma del mar y el cielo estaba enteramente cubierto de nubes que amenazaban lluvia.
Se levantó soltando maldiciones, fue al cuarto de baño, abrió el grifo de la ducha y se enjabonó. De repente, el agua se acabó.
En Vigàta y, por consiguiente, en Marinella, donde él vivía, daban el agua probablemente cada tres días. Probablemente, pues igual la daban al día siguiente o a la semana siguiente. Por eso él se había curado en salud, mandando instalar en el tejado del chalet unos depósitos de gran capacidad, pero, por lo visto, esta vez hacía por lo menos ocho días que no la daban, para eso servía la autonomía regional. Corrió a la cocina, colocó una olla bajo el grifo para recoger el hilillo que estaba saliendo y lo mismo hizo con el grifo del lavabo. Con la poca agua que recogió, consiguió quitarse el jabón de encima, pero la experiencia no sirvió precisamente para mejorar su estado de ánimo.
Mientras se dirigía en coche a Vigàta, soltando palabrotas contra todos los automovilistas con quienes se cruzaba y que, a su juicio, debían utilizar el código de la circulación, por uno y otro lado, para limpiarse el trasero, le acudieron a la mente la llamada de Catarella y la interpretación que él le había dado. El razonamiento no se tenía en pie: si Valente lo hubiera necesitado a las cinco de la madrugada por algo relacionado con el homicidio de Mazàra, lo habría llamado a su casa y no a su despacho. La interpretación se la había inventado por comodidad, para tranquilizar su conciencia y poder dormir un par de horas más…”