El Chaco es una extensa región que abarca una importante franja en el noreste de la república Argentina, el sureste de la de Bolivia y atraviesa el territorio central del Paraguay. Tiene una forestación propia que oscila entre el monte bajo y el bosque tupido, a punto que en un vasto sector argentino recibe el nombre de El Impenetrable. Aunque su significado real deviene de la lengua aborigen, el quechua, que nombra al lugar que se hace servir como zona de caza.
La particularidad del suelo chaqueño en el que se desarrolla una importante industria maderera, su clima subtropical atravesado por ríos caudalosos, a los que hay que sumar la variopinta mezcla de su gente con sus idiomas: el castellano de importación y los autóctonos, el guaraní y el quechua, conforma la característica con los que se cincela la personalidad de los locales y también, la de los braceros foráneos que se emplean en la mano de obra de las haciendas y los inmensos aserraderos.
En el entorno de esta particularidad geográfica es lógico que surjan infinidad de historias, algunas proceden de la imaginería ancestral que emana de la selva, otras, que se han alimentado de seres que oscilan entre lo irreal y lo absolutamente verdadero. Es por ello que, en la singularidad de los tiempos presentes, donde más que nunca sopesamos el valor de las auténticas compañías y todavía más, de nuestras legítimas libertades, sobresale la historia de un perro que hizo de su independencia su modo de vida y también, su manera de servir a la comunidad que lo aceptó como a uno más de sus integrantes.
El que sigue es el texto completo de Fernando:
“Algún día perdido en la memoria de los vecinos de Resistencia, en el Chaco, por sus calurosas y húmedas calles se vio cargar a un forastero que cargaba una guitarra mientras charlaba amigablemente con un perro de raza desconocida que lo acompañaba con fidelidad de sombra. El desconocido llamó a la puerta de una pensión y, tras presentarse como artista ambulante, cantor de boleros para mayor precisión, preguntó si él y su perro podían hospedarse.
-Siempre cuando respeten las horas de siesta. Vos no cantás y el perro no ladra –le respondieron.
La siesta es larga en el Chaco. Las horas de reposo pasan lentas y apacibles como las aguas del Paraná. Bajo el rigor canicular las brisas se alejan hacia territorios que nadie conoce, no canta el hornillo, el surubí cierra los ojos redondos en el fondo del río, y las gentes se abandonan a un sopor profundo y benéfico.
A los pocos días de llegar, el cantor se durmió para siempre en una siesta. Al descubrir el triste suceso, el dueño de la pensión y los vecinos comprobaron que sabían muy poco, casi nada, de aquel hombre.
-Uno de los dos obedece al nombre de Fernando, pero no sé si es él o el perro –comentó alguno.
Luego de sepultar al cantor, y como una forma de respetar su memoria, los vecinos de Resistencia decidieron adoptar al perro, lo llamaron Fernando y le organizaron la vida: el dueño de un boliche se comprometió a darle cada mañana un tazón de leche y dos medias lunas. El perro Fernando desayunó durante doce años en el mismo boliche y en la misma mesa. Un matarife decidió servirle cada mediodía un trozo de carne con hueso. El perro Fernando acudió puntualmente a la cita durante toda su vida. Los artistas del Fogón de los Arrieros, una casa sin puertas en la que todavía los caminantes encuentran lugar de reposo y mate, aceptaron al perro Fernando como socio de la institución, donde destacó como implacable crítico musical. Tal vez heredado de su primer amo, el perro poseía un agudo sentido de la armonía, y cada vez que algún músico desafinaba debía soportar la reprimenda de los aullidos de Fernando.
Mempo Giardinelli me contó que, durante un concierto de un prestigioso violinista polaco en gira por el noreste argentino, el perro Fernando escuchó atentamente desde su lugar en primera fila, con los ojos cerrados y las orejas atentas, hasta que una pifia del músico le hizo proferir un desgarrador aullido. El violinista suspendió la interpretación y exigió que sacaran de la sala al perro. La respuesta de los chaqueños fue rotunda:
–Fernando sabe lo que hace. O tocás bien o te vas vos.
Durante doce años, el perro Fernando se paseó a su anchas por Resistencia. No había boda sin los alegres ladridos de Fernando mientras los recién casados bailaban un chamamé. Si Fernando faltaba a un velorio, era todo un desprestigio tanto para el muerto como para los deudos.
La vida de los perros es por desgracia breve, y la de Fernando no fue una excepción. Su funeral fue el más concurrido que se recuerda en Resistencia. Las nota necrológicas llenar de pesar los periódicos locales, incontables paraguayos cruzaron la frontera para manifestar su sentida aflicción, los caciques de la política cantaron loas a sus virtudes ciudadanas, los poetas leyeron versos en su honor, y una suscripción popular financió su monumento, que se levanta frente a la casa de Gobierno, pero dándole la espalda, es decir, mostrándole el culo al poder.
Hace un par de semanas, con mi hijo Sebastián que se inicia en los senderos que amo, salimos de Resistencia para cruzar el Chaco Impenetrable. En el límite de la ciudad leímos por última vez el letrero que dice: <Bienvenidos a Resistencia, ciudad del perro Fernando>.”
Este relato breve pertenece a la antología Historias Marginales del autor chileno, quien es uno más de los que se encuentran en larga convalecencia a causa del virus Covid-19, a quien deseamos una definitiva recuperación.