Paul Auster, legados de familia

Son tiempos de introspección, de sopesar y revalorizar nuestro futuro. Para ello, son muchos los que en un intento de dar respuesta a los interrogantes que les surgen en este presente tan particular, buscan rescatar textos ligados a historias existenciales que fueron éxito en el pasado.

En realidad, estos mecanismos de búsqueda de orientación no le son ajenos al ser humano. Surgen ante puntuales situaciones de vacío, en las que se busca volver hacia las esencias, como orientación y también, para encontrar sosiego. Lo saben aquellos que han surcado algunas décadas de vida, con el peso adicional que se va sumando en el consciente, carga que a veces llega a transformarse en un verdadero estigma de la existencia.

Esto es lo que de alguna manera debe haber sentido Paul Auster (1947 – Newark, New Jersey), ante la ausencia de su padre (“era un hombre invisible”) en un importante tramo de su vida. Relación inexistente y vacua que el escritor, muchos años después de la defunción de su progenitor, sintió la necesidad de analizar para volcar sus impresiones en un trabajo literario que es toda una introspección, y que tiene mucho de reflexión sobre la vida y la muerte.

El estadounidense además es el creador de una extensa obra literaria, que abarca la novela: Trilogía de Nueva York, El país de las últimas cosas, Leviatán, Brooklyn Follies, Sunset Park; el relato: El cuaderno rojo; la poesía: Dasapariciones; guiones y adaptaciones cinematográficas: Smoke; Blue in the face; La vida interior de Martin Frost; y el texto teatral: Escondite; Laurel y Hardy van al cielo. Producción por la que ha sido galardonado con varios premios: Premio del Gremio de libreros (Madrid); Caballero de la Orden de las artes y las letras (Francia); Premio Príncipe de Asturias de las letras (España).

El texto a continuación pertenece a su novela autobiográfica La invención de la soledad, que se convirtió en todo un proceso catártico para el autor. Con ella logró desentrañar una parte de la personalidad de su padre y sus consecuencias en la existencia del propio Auster, en definitiva, trata de la importancia que cobran en nuestra vida los legados familiares impuestos:

“…En la última conversación telefónica que tuvimos diez días antes de su muerte, me dijo que la casa se había sido vendida y que el trato se cerraría el primero de febrero, unas tres semanas más tarde. Quería saber si había algo en la casa que me sirviera y quedé en ir a visitarlo con mi esposa y Daniel el primer día libre que tuviera. Murió antes de que tuviéramos oportunidad de hacerlo.

Descubrí que no hay nada tan terrible como tener que enfrentarse a las pertenencias de un hombre muerto. Los objetos son inertes y solo tienen significado en función de la vida que los emplea. Cuando esa vida se termina, las cosas cambian, aunque permanezcan iguales. Están y no están allí, como fantasmas tangibles, condenados a sobrevivir en un mundo al que ya no pertenecen. ¿Qué puede decirnos, por ejemplo, un armario lleno de ropa que espera en silencio ser usada otra vez por un hombre que no volverá a abrir la puerta? ¿Y los paquetes de preservativos en cajones llenos de ropa interior y calcetines? ¿Y la afeitadora eléctrica que está en el baño, todavía llena de la pelusa del último afeitado? ¿O una docena de frascos vacíos de tinte para el pelo escondidos en un maletín de piel? De repente se revelan cosas que uno no quiere ver, no quiere saber. Producen un efecto conmovedor, pero al mismo tiempo horrible. Por sí mismas, las cosas no significan nada, como los utensilios de cocina de una civilización antigua; pero sin embargo nos dicen algo, siguen allí no como simples objetos, sino como vestigios de pensamientos, de conciencia; emblemas de la soledad en que un hombre toma las decisiones sobre su propia vida: teñirse el pelo, usar una camisa u otra, vivir o morir. Y una vez que ha llegado la muerte, todo es absolutamente inútil.

Cada vez que abría un cajón o metía la cabeza en uno de sus armarios, me sentía como un intruso, un ladrón saqueando los lugares secretos de la mente de un hombre. Tenía la sensación de que mi padre entraría en cualquier momento, me miraría con incredulidad y me preguntaría qué demonios estaba haciendo. No parecía justo que no pudiera protestar; yo no tenía derecho a invadir su vida privada.

Un número de teléfono garabateado de prisa al dorso de una tarjeta de visita decía: <H. Limeburg. Todo tipo de cubos de basura>. Fotografías de la luna de miel de mis  padres en las cataratas de Niágara, en 1946: mi madre sentada con nerviosismo sobre un toro, posando para una de esas fotos cómicas que nunca resultan cómicas. Una súbita sensación de qué irreal que había sido la vida, incluso en su prehistoria. Un cajón lleno de martillos, clavos y más de veinte destornilladores. Un archivador lleno de cheques cancelados de 1953 y las tarjetas de felicitación que recibí para mi sexto cumpleaños. Y luego, enterrado en el fondo de un cajón del baño, un cepillo de dientes con iniciales grabadas que había pertenecido a mi madre y que nadie había tocado o mirado en más de quince años.

La lista era interminable…”

 

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