Hanne Orstavik, de afectos y de búsquedas

Noruega y su dura climatología en particular no favorecen en mucho el encuentro entre los seres humanos que la habitan. Así lo debe haber pensado la autora nórdica (Tana, 1969) en el momento de escribir su novela Amor, donde la simbología representada por el clima, se convierte en un elemento insoslayable en la búsqueda y en el deambular de sus protagonistas.

En el corto lapso en que trascurre la narración, una tarde y una noche, en que los personajes intentan encontrar y encontrarse, donde el amor filial entre una joven madre soltera (Vibeke) y su hijo (Jon) a punto de cumplir sus flamantes nueve años, puede llegar a ser tan gélido como la atmósfera que les rodea. Todo para significar que en busca de satisfacer sus propias metas, algunos progenitores pasan por alto que las relaciones entre padres e hijos requiere de algo más que el hecho de proveerles alimento y cobijo.

Como suele suceder en muchas tramas, la misma escritora ha admitido que una gran parte de lo volcado en la composición del personaje de la protagonista, surge de las vivencias rescatadas de su propia infancia y de la ausencia física de su propia madre, con la que muy a menudo tuvo que lidiar y sufrir.

Con un estilo que borda el minimalismo literario en sus formas, esta ficción, que en su traducción supera en poco a las ciento cincuenta páginas, fue merecedora de la principal distinción literaria en su país, el premio Brageprisen. Y por su aportación específica, las autoridades lo ha constituido en un texto de lectura obligatoria en todos los institutos noruegos de enseñanza secundaria.

De Amor, el siguiente pasaje:

   “…-¿Quiere comprar lotería? –pregunta enseñándole el talonario. Es para el club de atletismo.

   El viejo lo observa, luego desvía la mirada hacia la calzada. Mueve deprisa los ojos. Hace mucho de la última vez que pasó un coche. Hace demasiado frío para que la gente esté dando vueltas por la calle. Le indica a Jon con un gesto que pase. Cierra la puerta de la calle y entra por otra puerta al interior de la casa. Jon sube y baja los pies sin moverse del sitio para quitarse la nieve de las botas y lo sigue.

   Es un salón con cocina abierta. En la encimera hay un televisor pequeño. Están dando una película en blanco y negro, el volumen está bajado del todo. El viejo se acerca despacio a una estufa de leña y se agacha apoyado sobre una rodilla, parece un poco agarrotado. Añade un tronco. Lo sujeta con la mano dentro de la manga del jersey y cierra la puerta hasta dejar una estrecha rendija. Luego se da la vuelta y le sonríe.

   -Debería durar un rato. La gente no se puede helar cuando viene a visitar a este viejo.

   Junto a la ventana hay una mecedora que oscila débilmente. Estaría sentado allí cuando he llamado a la puerta, piensa Jon. Tal vez me ha visto llegar.

   -¿El club de atletismo, dices?

   El hombre arrastra los pies hasta la encimera y abre un cajón, pregunta cuántos cupones tiene Jon y cuánto cuestan. Jon contesta. El viejo saca un monedero , dice que se los va a comprar todos. Escribe su nombre en el resguardo del talonario y pone paréntesis y comillas en todas las páginas numeradas. Le lleva tiempo. Jon mira a su alrededor,

   En la pared, encima de la mecedora, cuelgan tres marcos redondos con viejos retratos, de esos que están nebulosos por los bordes, como si estuvieran a punto de desaparecer. En el rincón hay una caña de pescar. Puede que sea para pescar con mosca, piensa. El año pasado Vibeke tuvo un novio que quería enseñar a Jon a pescar con mosca. Solo los chicos, dijo sacando un plano para enseñarle por dónde iban a ir, señaló un río, le habló de diferentes pozas. Ahí, había dicho, ahí pescarás uno grande. Había mirado a Vibeke y había sonreído. Pero entonces desapareció sin más. Jon ni siquiera los había oído discutir.

   El viejo se gira hacia Jon, le da el talonario y unos billetes.

   ¿Eres nuevo por aquí, no?

   -Sí, llegamos hace cuatro meses y tres días.

   Jon guarda el dinero y el talonario en la bolsa. Está contento.

   -Y ya vas por ahí con un talonario de lotería. Los del club de atletismo sí que saben poner a la gente a trabajar.

   Jon dice que se acaba de apuntar para empezar a patinar.

   El hombre tiene el pelo completamente blanco, largo y fino, está despeinado. Tiene la cara roja, piensa Jon, como si acabara de despertarse.

   -¿Quieres que te enseñe una cosa?, dice.

   -¿El qué? –pregunta Jon.

   Intenta no parpadear.

   -Enseguida verás. Casi había olvidado esa historia, casi la había olvidado por completo.

   El hombre se acerca a una puerta, la abre y le da a un interruptor. Sale luz de una bombilla que está enroscada directamente en la pared. Jon ve que hay una escalera que baja al sótano.

   Vibeke va al baño y se mira al espejo. Puede ver en su expresión que ha tenido un buen día. Satisfecha, activa. Equilibrada. Junto a la fosa nasal derecha brilla un cristal minúsculo, ella le responde con un guiño. Mi pequeña estrella de la suerte. Coge un cepillo y se inclina hasta que el largo y oscuro mar ondulado casi toca el suelo. Primero lo recorre con cuidado para deshacer los nudos, luego lo cepilla con movimientos largos y tranquilos empezando desde el cuero cabelludo. Después lo tira hacia atrás. Quiere que le forme un halo alrededor de la cara. Se mira en el espejo. El pelo no se le alborota, se le pega en hebras a la frente. Podría ir a la biblioteca, piensa. Suele reservarse la biblioteca para los sábados y hoy solo es miércoles, pero no le quedan novelas. Decide que primero se va a dar un baño y lavarse la cabeza, permitirse ese capricho.

   Jon lo sigue escalera abajo. Está empinada, el viejo baja los escalones uno a uno. Una gruesa cuerda hace de pasamanos. Abajo, en el sótano, avanza por un pasillo. En el suelo hay una alfombrilla de césped artificial. Ahí abajo huele a rancio, a Jon le parece que huele a tierra. El hombre se detiene al final del pasillo, ante una puerta. Se vuelve a Jon con la mano en el pomo.

   Se desnuda mientras llena la bañera, la botella de gel de baño está vacía, por desgracia. Coge un algodón de un dispensador de un estanque en la pared y elimina la laca de uñas con acetona. Cuando el agua llega al borde cierra el grifo. Se mete despacio, el agua rebosa, siente que se le pone la piel de gallina, los pezones se le endurecen y nota un cosquilleo en la nuca. Entonces se sienta. Introducirse en el agua caliente es una pura bendición, piensa. Literalmente. Bendición. Se queda quieta, disfruta de cada segundo.

   -Es una historia curiosa –dice el viejo.

   Junto a una de las paredes hay un camastro, el resto son estanterías que van de suelo al techo, llenas de viejas cajas de madera. Huele a polvo y a moho. Jon piensa que tal vez el hombre tenga una colección de trenes eléctricos, los primeros de Europa. De pronto nota que tiene ganas de hacer pis. El hombre sigue hasta llegar a la estantería, saca de la mitad de la estantería una caja, mete la mano. De un gancho, junto a la puerta, cuelgan una correa de cuero para perro y una cadena de metal.

   -Mira esto –le dice el hombre a Jon…”  

 

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