Como otros tantos escritores, como lo hizo su propio padre, la mexicana (Puebla, 1949) fogueó su escritura en el género del periodismo, colaborando con publicaciones como los diarios El Excélsior, La Jornada o Proceso. Aunque más allá de su gran experiencia en estos medios, su formación tuvo un importante complemento cuando le fue otorgada una beca del Centro Mexicano de Escritores, donde tuvo oportunidad de coincidir con literatos de la talla de Juan Rulfo o Carlos Fuentes.
Hizo su debut en la ficción con una novela de título tan musical como Arráncame la vida, la que, a pesar de que le siguieron otras: Mal de amores, Ninguna eternidad como la mía, sigue siendo el trabajo literario por el que más se la reconoce; texto del que también se ha realizado una versión cinematográfica. Su obra abarca también el cuento: Mujeres de ojos grandes, o Maridos; el relato autobiográfico: Puerto libre, La emoción de las cosas, y sus compendios de poesía: La pájara pinta o Desvaríos.
Con un estilo diáfano, tramas atractivas, donde destacan una imaginativa construcción de los personajes, conforman elementos que hacen que la autora alimente unas formas literarias que rozan el realismo mágico. A pesar de ello, en lo personal la ficción no la ha apartado de lo cotidiano y siempre se ha mostrado muy crítica con la sociedad que la rodea, de la que manifiesta no quiere perder pisada. Además de abanderar un feminismo no tan soterrado del que la escritora afirma ser férrea defensora, elemento que de una manera u otra, siempre emerge en sus historias.
A sus años, dice Mastretta que no quiere hablar de finales, porque aún le quedan muchas historias que contar. Por lo pronto, para incentivarla si cabe, está su larga producción literaria por la que le ha ido cosechando sus reconocimientos, entre ellos, el Premio Mazatlán de Literatura y el Internacional de Novela Rómulo Gallegos.
De Arráncame la vida el pasaje a continuación:
“…Mi mamá lloraba. Me dio gusto porque le imponía algo de rito a la situación. Las mamás siempre lloran cuando se casan sus hijas.
- -¿Por qué lloras, mamá?
- -Porque presiento hija.
Mi mamá se la pasaba presintiendo.
Llegamos al registro civil. Ahí estaban esperando unos árabes amigos de Andrés. Rodolfo el compadre del alma, con Sofía su esposa, que me miró con desprecio. Pensé que le darían rabia mis piernas y mis ojos, porque ella era de pierna flaca y ojo chico. Aunque su marido fuera subsecretario de guerra.
El juez era un chaparrito, calvo y solemne.
- -Buenas, Cabañas –dijo Andrés.
- -Buenos días, general, qué gusto nos da tenerlo por aquí. Ya está todo listo.
Sacó una libreta enorme y se puso detrás de un escritorio. Yo insistía en consolar a mi mamá cuando Andrés me jaló hasta colocarme junto a él, frente al juez. Recuerdo la cara del juez Cabañas, roja y chipotuda, como la de un alcohólico; tenía los labios gruesos y hablaba como si tuviera un puño de cacahuetes en la boca.
- -Estamos aquí reunidos para celebrar el matrimonio del señor general Andrés Ascencio con la señorita Catalina Guzmán. En mi calidad de representante de la ley, de la única ley que debe cumplirse para fundar una familia, le pregunto: Catalina, ¿acepta por esposo al general Andrés Ascencio aquí presente?
- -Bueno –dije.
- -Tiene que decir sí –dijo el juez.
- -Sí –dije.
- -General Andrés Ascencio, ¿acepta usted por esposa a la señorita Catalina Guzmán?
- -Sí –dijo Andrés-. La acepto, prometo las deferencias que el fuerte debe al débil y todas esas cosas, así que puedes ahorrarte la lectura. ¿Dónde te firmamos? Toma la pluma, Catalina.
Yo no tenía firma, nunca había tenido que firmar, por eso nada más puse mi nombre con la letra de piquitos que me enseñaron las monjas: Catalina Guzmán.
- -De Ascencio, póngale ahí señora –dijo Andrés, que leía tras mi espalda.
Después el hizo un garabato breve que con el tiempo me acostumbré a reconocer y hasta hubiera podido imitar.
- -¿Tú pusiste de Guzmán? –pregunté.
- -No m’ija, porque así no es la cosa. Yo te protejo a ti, no tú a mí. Tú pasas a ser de mi familia, pasas a ser mía –dijo.
- -¿Tuya?
- -A ver los testigos –llamó Andrés, que ya había quitado el mando a Cabañas-. Tú, Yúñez, fírmale. Y tú, Rodolfo. ¿Para qué los traje entonces?
Cuando estaban firmando mis papás, le pregunté a Andrés dónde estaban los suyos. Hasta entonces se me ocurrió que él también debía tener padres.
- -Nada más vive mi madre, pero está enferma –dijo con una voz que le oí esa mañana por primera vez y que pasaba por su garganta solamente cuando hablaba de ella-. Pero para eso vinieron Rodolfo y Sofía, mis compadres. Para que no faltara la familia.
- -Sí firma Rodolfo, también que firmen mis hermanos –dije yo.
- -Estás loca, si son puros escuincles.
- -Pero yo quiero que firmen. Ellos son los que juegan conmigo –dije.
- -Que firmen, pues. Cabañas, que firmen también los niños –dijo Andrés.
Nunca se me olvidarán mis hermanos pasando a firmar. Hacía tan poco que habíamos llegado de Tonanzintla que no se le quitaba lo ranchero todavía. Bárbara estaba segura de que yo había enloquecido y abría sus ojos asustados. Teresa no quiso jugar. Marcos y Daniel firmaron muy serios, con los pelos engominados por delante y despeinados por atrás. Ellos se peinaban como si les fueran a tomar una foto de frente, lo demás no importaba…”