En búsqueda de la isla, Michel Houellebecq

Su fama de personaje conflictivo le precede, tanto, como para engrosar la lista de los denominados ’enfants terribles`, que de manera sostenida Francia ha dado a las letras durante el transcurso de los tiempos. Así son muchos los que conocen su nombre (Michel Thomas, en el original, Sant Pierre, isla de La Reunión, 1958) por los ecos que provocan sus polémicas, incluso antes de haber leído tan solo uno de sus libros.

Originario de un diminuto territorio de ultramar en el océano Índico, se crianza transcurrió entre la isla, después en Argelia y finalmente París. Luego de ello y con su fama a cuestas vivió durante temporadas, para evitar la persecución de los medios, en Irlanda y en el sur de España; aunque también tenga la afición de aquellos que les gusta perderse por lugares en los que ni su editor, ni sus más allegados, le puedan encontrar.  

Sus primeros trabajos literarios los desarrolló en el género de la poesía, aunque el verdadero espaldarazo surgió a través de sus novelas: Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales, El mapa y el territorio, o Serotonina, por las que cosechó popularidad, galardones y reconocimientos oficiales: Premio austríaco de Literatura Europea, luego fue el prestigioso Goncourt, hasta ser nombrado Caballero de la Legión de Honor de la república francesa.

Su quehacer en la escritura se ha calificado de manera usual como el no-estilo, aunque a Houellebecq poco le importa, ya que crea sus historias para que oficien de verdadero disparador de ideas. A veces con giros copernicanos en sus tramas, en otras, con una detallada puesta en escena, donde las descripciones de las situaciones narradas y la acertada conformación de los personajes apenas alcanzan a encajar en el texto, avasalladas por el ritmo que le otorga la pluma ágil y disparatada del autor.

Consciente de lo que produce, el galo ha sabido alimentar la publicidad adicional hacia sus obras y su persona, por momentos con desmesurado acierto; pero también ha recibido críticas descarnadas, con epítetos como xenófobo, racista o misógino, expresiones que dejan poco espacio para las opiniones a medio camino de los extremos.

Para apreciar en parte lo expresado, de La posibilidad de una isla, una novela con una trama cuanto menos singular, de ella el pasaje a continuación:

“Solo descubrió realmente el mundo de los hombres después que Isabelle se fuera, en el curso de patéticos vagabundeos por las autopistas casi desiertas del centro y el sur de España. Salvo los fines de semana y las salidas de vacaciones, en los que encuentras familias y parejas, las autopistas son un universo casi exclusivamente masculino, poblados por representantes y camioneros, un mundo violento y triste donde las únicas publicaciones disponibles son revistas porno y de coches, donde el archivador giratorio de plástico con la selección de DVD <Tus mejores películas> sólo permite por lo general, completar tu colección de ‘Dirty debutantes’. Se habla poco de este universo, y la verdad es que no hay mucho que decir; no encuentras ningún comportamiento nuevo, no proporciona ningún tema válido para una revista de sociedad; en resumen, es un mundo poco conocido, y quienes no lo conocen no se pierden nada. En el transcurso de aquellas semanas no hice ninguna amistad viril ni me sentí cerca de nadie, pero no era grave; en este universo nadie está cerca de nadie, y sabía que ni siquiera la complicidad escabrosa de las camareras cansadas con sus camisetas de NAUGHTY GIRL ceñida a los pechos caídos iría más allá, salvo rara excepción, de una cópula demasiado rápida y con tarifa fija. Si acaso, podía buscar bronca con un conductor de camión de carga para que me rompiera los dientes en un aparcamiento, entre vapores de gasoil; en el fondo, era la única posibilidad de aventura que se me ofrecía en este universo. Así viví algo menos de dos meses; me pulí miles de euros pagando copas de champán francés a rumanas embrutecidas que no por ellos se negarían, diez minutos después, a chupármela sin condón. Fue en la autovía del Mediterráneo, concretamente en la salida Totana Sur, donde decidí acabar con aquel penoso circuito. Había aparcado el coche en el último hueco disponible del aparcamiento del hotel restaurante Los Camioneros, donde entré a tomar una cerveza; el ambiente era lo más parecido posible al que había conocido en las semanas anteriores, y me quedé mis buenos diez minutos sin fijar la atención en nada, sólo consciente de un agobio sordo, general, que volvía todos mis movimientos más inseguros y cansados, y de cierta pesadez gástrica. Al salir me di cuenta de que un Chevrolet Corvette aparcado de través me impedía sacar el coche. La perspectiva de volver al bar y buscar al propietario bastó para desanimarme del todo; me apoyé en un parapeto de cemento, intentando ver la situación en conjunto y, sobre todo, fumando. Entre todos los deportivos disponibles en el mercado, el Chevrolet Corvette, por sus líneas inútiles y agresivamente viriles, por su carencia de auténtica nobleza mecánica unida a un precio al fin y al cabo moderado, es sin duda el que mejor corresponde a la idea de coche de marcarse un farol: ¿con qué clase de sórdido macho andaluz iba a toparme? Seguro que, como todos los individuos de su tipo, el hombre tenía una sólida cultura automovilística, y por lo tanto era perfectamente capaz de darse cuenta de que mi coche, más discreto que el suyo, era tres veces más caro. Así que seguro que a la afirmación viril de aparcar impidiéndome la salida se sumaba un trasfondo de odio social, y estaba en mi derecho de esperar lo peor. Me hicieron falta tres cuartos de hora y medio paquete de Camel para reunir el valor de regresar al bar.

   Descubrí de inmediato al individuo, hundido al final de la barra delante de un platillo de cacahuetes; dejaba que se calentara su cerveza y echaba de vez en cuando una ojeada desesperada a la pantalla gigante de televisión, donde unas chicas con shorts meneaban la pelvis al compás de un Groove tirando a lento; estaba claro que era una fiesta de espuma, los minishorts marcaban cada vez más las nalgas de las chicas y la desesperación del hombre aumentaba. Era bajito, calvo y barrigón, andaría por los cincuenta, llevaba traje y corbata, y me invadió una oleada de compasión afligida; desde luego que con el Chevrolet Corvette no iba a ligarse a las tías, como máximo iba a conseguir que lo considerasen un auténtico hortera, y empecé a admirar el valor cotidiano que, a pesar de todo, le permitía circular en Chevrolet Corvette. ¿Cómo iba una chica lo bastante joven y sexy a hacer otra cosa que resoplar de risa al ver a aquel hombrecillo salir de su Chevrolet Corvette? A pesar de todo había que arreglar lo del aparcamiento, y me lancé a ello con toda la sonriente mansedumbre de la que me sentía capaz. Como temía, al principio se puso belicoso e intentó tomar por testigo a la camarera, que ni siquiera alzó la mirada del fregadero donde estaba lavando vasos. Luego el tipo me echó una ojeada, y lo que vio debió de calmarlo; yo mismo me sentía tremendamente viejo, cansado, desgraciado y mediocre; él debió concluir que, por oscuros motivos, el propietario del Mercedes SL también era un perdedor, casi un compañero de infortunios, y entonces intentó establecer una complicidad masculina, me invitó a una cerveza, después a otra, y propuso que termináramos la velada en el New Orleans. Para quitármelo de encima fingí que todavía me quedaba mucho camino por delante; es un argumento que los hombres, por lo general, respetan. En realidad estaba a menos de cincuenta kilómetros de mi residencia, pero acababa de darme cuenta de que lo mismo daba continuar mi ‘road movie’ en casa…”

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