De familias y otras disputas, Jonathan Franzen

El autor estadounidense nació en Western Springs, Illinois (1959), aunque creció en Saint Louis, estado de Misuri, junto al caudaloso río Misisipi. Desde joven se inclinó por la escritura volcándose en la creación de novelas y luego en plasmar sus reflexiones en el género de ensayo. Aunque ha escrito también para otro tipo de publicaciones, como en el caso de la prestigiosa revista The New Yorker, e incluso se ha desempeñado como profesor de literatura.

Su debut en la ficción fue a través de la novela La ciudad veintisiete que publicó en el año 1988. Cuatro años más tarde le siguió Movimiento fuerte, por las que cosechó críticas elogiosas aunque no alcanzaron a tener gran trascendencia en el ran público. Tuvieron que transcurrir otros diez años hasta la publicación en el 2001 de Las convicciones, obra que fue considerada como una de las mejores ficciones del año; para publicar luego Libertad en el 2010 y Pureza ya en el 2015.

Con los que de a poco fueron llegando buenos comentarios, acompañados esta vez de ventas y difusión y con ellos, fueron llegando también los premios y reconocimientos, como fue el otorgamiento del National Book Award, y alcanzar también el lugar de finalista del premio Pulitzer del año 2002. Con posterioridad a estos fue nombrado miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias, y luego de las Artes y las Letras, así como de la Academia Alemana de las Artes de Berlín, idioma el germánico que el escritor domina con fluidez, por último fue condecorado con la Orden de las Artes y de las Letras Francesas.

En su última novela, Encrucijadas del año 2021 hace uso de un estilo descriptivo, y sustenta a la trama en la historia de una familia del Medio Oeste de los Estados Unidos, región que el autor conoce con holgura. En su ficción describe las contradicciones de un padre que detenta los hábitos religiosos, en constante choque con las ideas que esgrimen sus cuatro hijos; donde se llegan a contraponer conceptos generacionales y también ético-religiosos temas que, de una u otra manera, conforman una parte esencial de aquello que motiva sus búsquedas literarias.

De Encrucijadas, el pasaje con el que da comienzo la narración:

  “El cielo de New Prospect, atravesado por robles y olmos desnudos, estaba lleno de promesas húmedas –un par de sistemas frontales sombríamente confabulados para traer una Navidad blanca- mientras Russ Hildebrandt hacía la ronda matinal en su Plymounth Fury familiar por los hogares de los feligreses seniles o postrados en cama. La señora Frances Cottrell, miembro de la congregación, se había ofrecido a ayudarlo esa tarde a llevar juguetes y conservas y conservas a la Comunidad de Dios, y aunque Russ sabía que sólo como pastor tenía derecho a alegrarse por el acto de libre albedrío de la mujer, no podría haber pedido un mejor regalo de Navidad que cuatro horas a solas con ella.                                                                                               

   Después de la humillación que Russ había sufrido tres años antes, el párroco de la iglesia, Dwight Haefle, había aumentado su cuota de visitas pastorales. Qué hacía exactamente Dwight con el tiempo que le ahorraba su auxiliar, aparte de tomarse vacaciones más a menudo y trabajar en su largamente esperada colección de poesía lírica, Russ no lo tenía claro. Aun así, apreciaba el coqueteo recibimiento de la señora O`Dwyer, a quien una amputación tras un edema severo había confinado en una cama de hospital instalada donde había sido el comedor de su casa, y en general la rutina de servir a los demás, en particular a quienes, a diferencia de él, no recordaban nada de lo sucedido tres años antes. En el asilo de Hinsdale, donde el olor a pino de las coronas navideñas mezclado con el de las heces geriátricas le recordaba a las letrinas del altiplano de Arizona, Russ le mostró al viejo Jim Devereaux el nuevo anuario parroquial, que últimamente usaban como pretexto para iniciar la conversación, y le preguntó si se acordaba de la familia Pattison. Para un pastor envalentonado por el espíritu de Adviento, Jim era el confidente ideal: un pozo de los deseos donde nunca resonaría el eco de una moneda al llegar al fondo.

   -Patisson –musitó Jim.

   -Tenían una hija, Frances. –Russ se acercó a la silla de ruedas del feligrés y buscó las páginas de la ce-. Ahora lleva el apellido de casada… Frances Cotrell.

   Nunca hablaba de ella en casa, ni siquiera cuando habría sido lógico mencionarla, por temor a lo que su esposa pudiera adivinar en su voz. Jim se inclinó para ver mejor para ver la fotografía de Frances y su dos hijos.

   -Ah… ¿Frannie? Sí que recuerdo a Frannie Pattison. ¿Qué fue de ella?

   -Ha vuelto a New Prospect. Perdió a su marido hace un año y medio: una tragedia. Era piloto de pruebas en General Dynamics.

   -¿Y dónde está ahora?

   -Ha vuelto a New Prospect.

   -¡Vaya, vaya! Frannie Pattison. ¿Y dónde está ahora?

   -Ha vuelto a casa. Ahora se llama Frances Cottrell. –Russ la señaló en la foto y repitió-: Frances Cottrell.

   Iban a verse en el aparcamiento de la Primera Iglesia Reformada a las dos y media. Como un niño incapaz de esperar hasta Navidad, Russ llegó allí a la una menos cuarto, sacó la fiambrera y comió dentro del coche. En los días malos, que habían sido muchos en los tres años anteriores, recorría a un intrincado rodeo –entraba por la sala de actos de la iglesia, subía una escalera y recorría un pasillo franqueado por pilas de cantorales proscritos, cruzaba un almacén donde se guardaban atriles desvencijados y un belén expuesto por última vez Navidades atrás, un batiburrillo de ovejas de madera y un buey manso encanecido por el polvo con el que sentía una desolada fraternidad; a continuación, tras bajar una escalera angosta donde sólo Dios podía verlo y juzgarlo, accedía al templo por la puerta ‘secreta´ que había en el panel trasero del altar para salir al fin por la entrada lateral del presbiterio- con tal de no pasar por el despacho de Rick Ambrose, el director del programa juvenil. Los adolescentes que se agolpaban delante de su puerta eran demasiado jóvenes para haber asistido en persona a su humillación pero seguro que conocían la historia y el no podía mirar a Ambrose sin delatar su fracaso a la hora de perdonarlo siguiendo como debía el ejemplo del Redentor.

   Aquel era un día muy bueno, sin embargo, los pasillos de la iglesia estaban aún desiertos. Fue directamente a su despacho, puso papel en la máquina de escribir y empezó a rumiar el sermón para el domingo siguiente a Navidad, cuando Dwight Haefle estaría otra vez de vacaciones. Se arrellanó en la butaca, se peinó las cejas con la uñas, se pellizcó el caballete de la nariz, se toqueteó la cara de perfiles angulosos que, como había comprendido demasiado tarde, muchas mujeres (no sólo la suya) encontraban atractivos e imaginó un sermón sobre su misión navideña en los barrios del sur de la ciudad…”

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