
El genial autor siciliano abordó distintos géneros literarios y con éxito a punto que hoy, a más de ochenta años de su muerte, se siguen reeditando sus textos y sus obras de teatro continúan representándose de manera sostenida alrededor del mundo.
Hijo de la unión de dos familias burguesas el joven Pirandello (Agrigento, 1867 – Roma, 1936) recibió instrucción en la propia casa familiar, algo al alcance de muy pocos en su época. A la corta edad de doce años, demostró su precocidad en el mundo de la creación literaria cuando compuso su primera tragedia; con posterioridad complementaría esa etapa inicial de aprendizaje en la capital insular de Palermo, luego entre las siete colinas de Roma, para terminar sus estudios superiores ya en la alemana Bonn.
A ese texto pionero le siguieron muchos otros que no hicieron más que agigantar la fama de su creador, composiciones teatrales como Vestir al desnudo, Enrique IV, y en particular la hoy permanentemente representada Seis personajes en busca de autor. Luego vendrían su novelas, como Los viejos y los jóvenes o El difunto Matías Pascal; a las que se sumarían los compendios de poesía y también sus relatos breves, como Amores sin amor.
Impulsado por sus profundas inquietudes, en todas sus obras subyace el conflicto de la existencia en sus personajes, en los que destaca la liviandad intrínseca del humano y donde se le representa como un ser plagado de limitaciones que lo martirizan, que lo obligan a una búsqueda permanente, mientras se lo muestra en una constante pugna con su espiritualidad, temáticas todas que le llevaron a encumbrarlo en la fama.
Aunque hacia el final de su vida, con todo un respeto ganado, tuvo un acercamiento hacia el partido fascista en ese entonces en el poder, un hecho que fue poco comprendido por sus admiradores. Sean cuales fueran sus legítimas intenciones, las autoridades lo nombraron presidente de la recién creada Academia Italiana de la Lengua. Más allá de este hecho puntual en su biografía, en el año 1934, dos antes de su muerte, pasó a la posteridad cuando la Academia Sueca le otorgó <por su reactivación audaz e ingeniosa del arte dramático y escénico> el Nobel de Literatura.
El texto a continuación pertenece al relato La tragedia de un personaje:
“Es una vieja costumbre mía la de conceder audiencia, todos los domingos por la mañana, a los personajes de mis futuros relatos.
Cinco horas, de las ocho a la una.
Casi siempre me acontece que me encuentro mal acompañado.
No sé por qué, suele acudir a estas audiencias mías la gente más descontenta del mundo, afligida por extraños males o enredada en los casos más especiosos, con la cual es una verdadera pena tratar.
Yo los escucho a todos pacientemente; los interrogo con delicadeza; tomo nota del nombre y de las condiciones de cada uno de ellos; tengo en consideración sus sentimientos y sus aspiraciones. Pero hay que añadir que, para mi desgracia, no son de fácil contentamiento. Paciencia, gentileza, pase; pero que se me burlen, no me gusta. Yo quiero penetrar en lo más hondo de sus ánimos con larga y sutil indagación. Sucede, por el contrario, que ante ciertas preguntas mías más de uno frunce el ceño, y se plante, y se resista furiosamente, quizá por parecerle que disfruto menoscabando la seriedad con que se me ha presentado.
Con paciencia, con gentileza, me esfuerzo para que vean y se convenzan a sí mismos de que mi pregunta no es superflua, porque querer ser de un modo o de otro, se dice muy pronto; la cuestión es si podemos ser como quisiéramos. Y faltando el poder, por fuerza el querer ha de parecer ridículo y vano.
No hay manera de que se convenzan de ello.
Y entonces, yo, que en el fondo soy de buen corazón, los compadezco. Pero ¿acaso es posible compadecerse de ciertas desventuras como no sea riéndome de ellas?
Pues bien, los personajes de mis relatos van por el mundo con el infundio de que soy un escritor de lo más cruel y despiadado. Haría falta un crítico de buena voluntad que hiciera ver cuánta compasión hay tras esa risa.
¿Pero dónde están los críticos de buena voluntad?
El domingo pasado entré en el estudio, para la audiencia, un poco más tarde que de costumbre.
Una larga novela que me habían enviado como obsequio y que llevaba más de un mes esperando a ser leída, me había tenido despierto hasta las tres de la madrugada a causa de las muchas consideraciones que me había sugerido uno de sus personajes, único ser vivo entre muchas sombras vanas.
Representaba a un pobre hombre, un tal doctor Fileno, que creía haber hallado el remedio más eficaz a toda clase de males, una receta infalible para consolarse a sí mismo y a todos los hombres de cualquier calamidad, pública o privada. Verdaderamente, más que remedio o receta, lo del doctor Fileno era un método, consistente en leer, del alba al ocaso, libros de historia, y en ver en la historia también el presente; es decir, verlo como si estuviera ya lejanísimo en el tiempo y asentado en los archivos del pasado.
Con este método se habría librado de toda pena y de toda contrariedad y, sin necesidad de morir, había encontrado la paz: una paz austera y serena, impregnada de aflicción sin añoranza, que los cementerios seguirían albergando aun cuando todos los hombres hubieran desaparecido de la faz de la tierra.
No es que esperara, el doctor Fileno, extraer del pasado enseñanzas para el presente. Sabía que habría sido tiempo perdido, cosa de necios: porque la historia es una composición ideal de elementos recogidos de acuerdo con la naturaleza, las antipatías, las simpatías, las aspiraciones y las opiniones de los historiadores; y que por lo tanto no es posible emplear esta composición ideal en la vida que se mueve con todos los sus elementos descompuestos y dispersos. Y mucho menos esperaba extraer del presente normas o previsiones para el porvenir; es más, hacía justo lo contrario: se situaba idealmente en el porvenir para mirar hacia el presente, y lo veía como pasado.
Hacía pocos días, por ejemplo, que se había muerto una hija. Un amigo fue a verlo para darle el pésame por la desgracia. Pues bien, se lo encontró consolado como si aquella hija suya llevara muerta más de cien años.
Su desgracia, recientísima, la había alejado en el tiempo sin dudarlo, la había mandado al pasado y allí la había recompuesto. ¡Había que ver con qué estatura y con qué dignidad hablaba de ella!
En suma, con aquel método suyo el doctor Fileno se había hecho como un telescopio invertido. Lo destapaba, pero no para ponerse a mirar hacia el porvenir, donde sabía que no habría visto nada: persuadía a su alma de que se contentase con mira por la lente más grande, a través de la pequeña, dirigida al presente; de manera que todas las cosas se le aparecían enseguida pequeñas y lejanas. Y llevaba varios años dedicado a la composición de un libro, que sin duda iba a ser época: La filosofía de lo lejano.
Durante la lectura de la novela me había parecido evidente que el autor, ocupado por completo en anudar artificiosamente una de las tramas más manidas, no había sabido tomar plena conciencia de este personaje que, conteniendo en sí, él solo, el germen de una verdadera creación, en un determinado momento había conseguido escapar al control del autor y sobresalir durante un largo trecho con vigoroso relieve por encima de los casos narrados y representados, corrientísimos; luego, de repente, deformado y rebajado, se había dejado doblegar y someter a las exigencias de un desenlace falso y necio.
En el silencio de la noche, permanecí largo rato con la imagen de este personaje ante los ojos, dejando volar la imaginación. ¡Lástima! ¡Había en él materia suficiente para producir una obra maestra! Si su autor no lo hubiese conocido tan mal y no lo hubiese descuidado tan indignamente, si hubiese hecho de él el centro de la narración, incluso todos aquellos elementos artificiosos de los que se había servido hubieran cobrado vida de inmediato. Y una gran pena y un gran coraje se apoderaron de mi por aquella vida miserablemente malograda…”