Su historia de vida y el lugar geográfico en la cual la desarrolló, son factores ineludibles en la obra de la escritora estadounidense (Georgia, 1925 -1964). A estos elementos, habría que añadir un tercero en el momento que fue diagnosticada de lupus, enfermedad que padeció durante los últimos diez años de su corta existencia. Aun así, este hecho no fue freno alguno para que creara una de las más importantes producciones literarias, engendradas en el marco meridional del país americano.
La autora era hija única de una acomodada familia de origen católico irlandés establecida en una región con un gran peso religioso, pero con predominio del credo protestante. Estados en los que reina un atraso secular, en ellos el abandono, el analfabetismo, la pobreza sistémica, el racismo, y una violencia siempre latente, son fundamentos constantes, factores de los que echó mano para escribir sus novelas; textos como Sangre Sabia, que fue adaptada para el cine, o Los violentos lo arrebatan; ensayos, como Misterio y Maneras, y también una extensa producción de relatos cortos.
En sus obras gustaba de implementar un estilo conciso en formas pero muy potente en cuanto a contenido; donde como pocos retrataba a sus protagonistas en conjunto con los densos ambientes del sur. Su impronta fue de una dimensión tal que sus escritos alimentaron el género que se dio a conocer como “gótico sureño”, por el que también transitaron literatos como Harper Lee, William Faulkner o Carson McCullers.
Frágil de salud, sus últimos años transcurrieron en una granja que gestionaba su madre, donde se criaban gansos, pavos reales y otras aves exóticas. Las limitaciones causadas por su enfermedad no le impidieron seguir con la escritura, el contacto con amigos, ni tampoco sostener una extensa comunicación epistolar, lo que siguió haciendo hasta su deceso a los treinta y nueve años. En la actualidad, su obra es objeto de culto, siendo catalogada como una de las grandes voces estadounidenses del siglo XX.
El pasaje a continuación pertenece a uno de sus relatos más ponderados, Todo lo que asciende tiene que converger, en él madre e hijo se enfrentan cuando rememoran el pasado familiar y también el de la otrora clase floreciente sureña:
“…-Espérame. Vuelvo a casa para quitarme esta cosa de la cabeza y mañana lo devolveré. No estaba en mis cabales. Con estos siete dólares y medio podré pagar la factura del gas.
Él la cogió violentamente por el brazo.
-No lo vas a devolver. Me gusta.
-Me parece que debo…
-Cállate y disfruta de él –masculló Julian, más deprimido que nunca.
Tal como está el mundo, es un milagro que podamos disfrutar de algo. Todo anda revuelto y nadie está en el lugar que le corresponde.
Julian suspiró.
Claro que –añadió ella-, si uno sabe quién es, puede ir a cualquier parte-. Decía esto cada vez que él la llevaba a la clase de adelgazamiento-. Casi todas las de la clase no son de los nuestros, pero yo puedo ser amable con cualquiera. Sé quién soy.
-Les importa un pito tu amabilidad –replicó Julián, furioso-. Eso de saber quién eres solo vale para una generación. No tienes la más remota idea de cuál es ahora tu verdadera posición ni de quién eres.
Ella se detuvo un momento y dejó que sus ojos lo miraran relampagueantes.
Claro que sé quién soy, y si tú no sabes quién eres me avergüenzo de ti.
-¡Otra vez!
-Tu bisabuelo fue gobernador de este estado –afirmó ella-. Tu abuelo fue un rico terrateniente. Tu abuela era una Godhigh.
-¿Quieres mirar alrededor y ver dónde estás ahora? –dijo él, tenso mientras con un gesto circular indicaba el barrio, cuya pobreza quedaba un poco disimulada por la oscuridad creciente.
-Siempre eres quien eres. Tu bisabuelo tenía una plantación y doscientos esclavos.
-Ya no hay esclavos –replicó él, irritado.
-Estaban mejor cuando lo eran.
Él refunfuñó al ver que su madre volvía a sacar el tema. Se precipitaba regularmente en él como un tren por una vía abierta. Él conocía todas las paradas, todos los cruces, todos los pantanos, y sabía el momento exacto en que la conclusión entraría majestuosa en la estación: <Es ridículo. No es realista, simplemente. Deben mejorar, eso sí, pero sin salirse de su sitio>.
-Dejémoslo –dijo Julian.
-Los que de veras me dan pena son los medios blancos. Menuda tragedia.
-¿Quieres hacer el favor de dejarlo de una vez?
-Supón que fuéramos medio blancos. Desde luego tendríamos sentimientos encontrados.
-Yo ya tengo sentimientos encontrados –gruñó Julian.
-Bueno, hablemos de algo más agradable. Recuerdo que de niña iba a casa del abuelo. En aquel entonces, la casa tenía una escalinata doble que subía al segundo piso; la cocina estaba en el primero. A mí me gustaba quedarme en la cocina por el olor que despedían las paredes. Solía sentarme con la nariz pegada al yeso y respiraba profundamente. En realidad, la casa pertenecía a los Godhigh, pero tu abuelo Chestny pagó la hipoteca y consiguió rescatarla. Pasaban dificultades, pero, con dificultades o sin ellas, nunca olvidaron quiénes eran.
-Aquella mansión decrépita debía de recordárselo –masculló Julian.
Nunca hablaba de la casa sin desprecio, y nunca pensaba en ella sin deseo. La había visto una vez, de niño, antes de que se vendiera. La doble escalinata se había podrido y derrumbado. Ahora unos negros vivían allí. Pero en la mente de Julian la mansión permanecía tal como la había conocido su madre. Surgía en sus sueños con frecuencia. Él estaba casi siempre en el amplio porche, oyendo el murmullo de las hojas de los robles, después avanzaba por el vestíbulo de altos techos hasta el salón contiguo y observaba las alfombras raídas y los cortinajes descoloridos. Pensaba que era él, no su madre, quien la había apreciado en su justo valor. Prefería aquella elegancia decadente a cualquier otra cosa en el mundo que conociera y por eso todos los barrios en que habían vivido fueron un tormento para él, mientras que su madre apenas notó la diferencia. Ella calificaba su sensibilidad de <saber adaptarse…>”